EL SOSPECHOSO DE LA ARMÓNICA
Haciendo tiempo hasta las cinco,
hora de abrir las tiendas
(hacer tiempo…, como si éste, que se estará riendo
fuese un traje a medida o un bizcocho)
paseaba los alrededores de la catedral
y en las anchuras de una calle estrecha,
“Hombre de palo”, para más señas,
unos municipales azul prusia
pedían la documentación a un sospechoso.
De unos cincuenta y pico años,
vestía con pulcritud modesta,
afeitado apurado y viva la mirada.
“¿Sospechoso de qué?”, él preguntaba.
“Ya sé que desafino y toco horriblemente
pero en mi pueblo no había Conservatorio
ni en casa hubo un piano,
que mi oído es tan sólo una oreja
y que algún transeúnte puede sentirse herido”.
“Es nuestra obligación”
le respondió un agente muy serio.
“La deberían pedir a todo el mundo”
dijo digno y sin miedo el sospechoso,
“a ese señor sin ir más lejos”
señalándome a mi,
“sospechoso de llevar un libro en las manos”.
Se fue la autoridad muy seria
pues colapsaba el tráfico
y al hombre de la armónica estridente
yo le pedí disculpas de paisano
por aquel atropello autoritario
y puse medio euro en su valija,
lo que llevaba suelto.
Ya se había hecho mi tiempo
y yendo hacia la librería
pensé en los desahuciados de una vida
rutinaria, pacífica y tranquila
que a pelear con el mundo
se tiran a la calle de una ciudad desierta,
una ciudad de gentes invidentes,
con la flauta o la armónica,
sospechosos de arruinar su armonía.
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