18 de enero
Los recuerdos se agolpan en mi memoria. Parecen columnas albas, elevadas, con rostro y vida propia; se miran, sonríen, se mojan en lágrimas, hacen muecas, me hablan, señalan tiempos, lugares. Hay tantas formas de visitar el pasado, ninguna me agrada, hacerlo me parece negar el presente como forma perfecta para vivir. Inclusive el futuro se acomoda mejor a mis momentos de reflexión. Es mejor fantasear, especular, que revolcarse en frases y rostros muertos. El pasado vive en nosotros, nos hace el día a día, somos el pasado, ¿para qué acudir a sus fuentes? Pero, hay momentos en que el pretérito conjuga mejor con el presente, y recordamos, vivimos de nuevo. Es la necesidad de revisar los orígenes, entendernos mejor cuando no comprendemos la conjunción de infortunios. Por eso las columnas albas, elevadas. Las toco, acaricio, están tibias Me invade la mañana que acomodo mi herida humanidad en el asiento que me conduce a la capital. Travesía inevitable para evitar la medianía y mirar horizontes vastos. Viaje sin retorno, el primero, único, se impregna en la piel como tatuaje eterno; se vuelve de nuevo, una vez, varias, se parte con insistencia otra vez y otra, pero, nada iguala el momento inicial: la ruptura, las heridas del primer viaje. Me habla la pulcra habitación familiar que se deja, el comedor del día a día, los amigos, las veredas reconocibles, el barro, la piedra. Otra columna me trae el rostro de vacaciones en el campo, el agua mineral, antigua, hirviente, brotando del centro de la tierra y mojando mi pecho, cobre y hierro diluidos y mis dedos abriendo camino en las profundidades de la pequeña piscina que era mi mar atlántico. El carro policía, de techo blanco y negro sus alerones, imparable con su centro giratorio, imagino capturar pandillas de avezados ladrones con antifaz y dagas curvas mientras la sirena no calla. Son los recuerdos que calan, moldean, hieren, nos hacen felices un instante. Ayudan a soportar el dolor del consultorio aséptico, impersonal, del médico sabiondo de mirada pedante que me alienta a luchar, tener fe.
Recuerdo nuevo e imborrable, hora, día, fijado en la retina, herida y suciedad en el cuerpo. No olvidaré ese diálogo, directo, franco, de cara a la realidad: prepárate para el tramo final, Arturo. Seguimos caminando, respirando la calle amable, buscando un lugar para tomar un poco de agua helada o quizá zumo de frutas. La abracé, igual como ella me abrazaba. Quise llorar, no pude. Apenas un nudo en la garganta. Los nudos en la nuez existen, son reales, te quitan ganas de seguir, de andar, de hablar, a veces llegan a las lágrimas. Nos ubicamos en un cafetín de la librería Crisol del óvalo Gutiérrez. Las imágenes han perdido color, la vida sigue.
- ¿Sabes lo que te espera, Maité? No puedo dejar de pensar en tu futuro. No dejo de imaginar todo lo que se viene para ti, creo que es mucho. Deberías pensarlo, ¿no crees?
Me miró callada desde su fortaleza, su fuerza y cariño. Se retiró un tanto de su asiento y tomó mis codos, me alejó lo suficiente. Los estantes de libros parecían desplomarse sobre nosotros.
- Escucha Arturo, escúchame bien y claro. No me iré de tu vida aún cuando me eches, me ignores y me fuerces a partir. Es en vano, será inútil cualquier cosa que hagas por apartarme. Creo conocerte, y sé que lo puedes intentar. Pero, no lo hagas, será inútil, te amo, sabes eso. Estaré contigo hasta que yo decida irme, si me voy. Y no dramatices, Arturo, no lo hagas. Todo saldrá bien.
Acorté la distancia y me pegué a ella como un marisco bivalvo cierra sus fauces protegiendo la perla que es suya, sola suya. Nos conocimos en una calle de provincia, del modo casual e inesperado como ocurren los encuentros definitivos. Vivía entonces luchando por ordenar un proyecto de ingeniería que no tenía arreglo. “la vida te quita y te da”, ¿no?, a mi me quitó todo en esos días y me alcanzó una manera distinta de vivir mi futuro. Nos miramos, la miré más, escuché su voz, cadencia, acentos y me enamoré, como en los cuentos que nunca son ciertos. Ella también fue tocada pero, demoró en aceptarlo. Diferencia en las edades, vidas paralelas, distancia geográfica. Todo en contra. Largos e iniciales días de diálogos matemáticos, sumas, restas, encuentros y desencuentros, viajes, largas conversaciones, censuras de quienes poseen las maneras y el modo correcto de amar y ser amado. Un día, cuando la rendición de mis fuerzas era patente, la dejé, lo intenté todo, pensé, no era posible continuar, insistir, se lo dije en una carta, de esas que llegan de inmediato. “Otros nombres cuidarán de tu amor y de tu cariño, no seré yo. Lo he intentado todo, nada ha servido. Es momento de dejar que tu vida vuelva a ser solo tuya. Quizá podamos lograr que la amistad nos acompañe. Suerte, y no dudes tanto la próxima vez…” Terminó de leer y se vino, se acercó a mi ciudad, resuelta a definir intenciones, clarificar sentimientos. Me interpeló, preguntó y entendí que la detuvo la espera sensata, cauta, la medición necesaria de mis intenciones y persistencia. Hizo bien, no podía ser distinto; los amores grandes deben tomarse un plazo luego de la inicial mirada de complicidad y aceptación, se requiere paciencia, lenta espera, sanar heridas, dejar orden donde hubo inquietud, no herir a nadie, acomodarse para la gran travesía. Era el amor que llegaba, intenso, pero también tranquilo, seguro, confiado, que se entiende en la mirada y las palabras sin tropiezos y florece en el lecho como un par de húmedos rizomas. Definimos los colores de similar modo: ese es un rojo ultravioleta. Sí, claro que lo es, no puede ser otro. ¿ Y nadie conoce ese tipo de rojo?, ¿porqué otros le llaman rojo teja, o rojo sangre? Vaya uno a saber. Nuestras miradas se enlazan, se cruzan en silencio, empezamos a caminar, acomodando formas, palabras, vestimentas, bebiendo de un solo vaso, mientras, en las calles, la gente nos mira, juzga, envidia, critica. La multitud odia la felicidad, desconfía del amor, no acepta las diferencias, la distancia de las edades. No me importa, ya no, ella me alienta, me obliga a abrazarla, a quitarme los temores, prejuicios de la multitud que también habito. Y, de pronto, camino erguido, orgulloso, soñando feliz, desafiando a esos mismos seres que miran, analizan, y que sin embargo tienen amores jóvenes que esconden. ¿Por qué viven la farsa de mantener un matrimonio fracasado mientras estiran las mentiras y el tiempo para estar con esa joven mujer que les roba el tiempo? Tengo con Maité la suerte de unir el universo en un solo dedo.
Termino el zumo, me trago la última noticia mala y nos vamos a caminar por la playa, al mismo nivel del mar, es tarde, las luces de los autos nos alumbran con sus fogonazos transitorios. Como la vida misma, como las alegrías pasajeras, como la palabra felicidad, siete letras perdidas en el océano. Bajamos hasta la playa de piedras, le tomo la espalda, invado sus senos, me recibe con un beso curvo. Le digo que la amo, que no me deje, que viva conmigo.
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