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Hoy como siempre me encuentro solo, bueno, casi solo; a decir verdad en estos momentos eso es lo que quisiera ya que estoy saliendo del metro y la soledad que hoy siento en realidad la he sentido siempre. Y como no sentir tal soledad, si no logro convivir en armonía con nadie en ningún sitio. Siempre me siento fuera de lugar.

La gente me parece ridícula. Dan la impresión que se encuentran en una constante lucha consigo mismos, por saber quienes son, por descubrirse. Todos se miran y sin embargo nadie dice ni una sola palabra. Se camina con tanta incertidumbre que cada fin de día se tacha un número más en el calendario como símbolo de una pelea más ganada, pero, sin saber quien se levantará vencedor de la batalla. Batalla mentecata y absurda. ¿Cómo saber quién será el vencedor si ni siquiera se tiene identificado cuál es el oponente? Será que el verdadero y único rival es aquel personaje detrás del espejo que con una fatídica risa, clava su vista fija y fría por las mañanas cada vez que le penetramos con la mirada. Francamente no lo se.

De verdad que todo es muy extraño, en especial, este cruce donde me encuentro parado, en el cual; todos los días de la semana y con cierta regularidad a la misma hora, intento cruzar para abordar el camión que me a de llevar con cierto peligro a tres cuadras de mi casa.

Aquí los automóviles pasan sin importar nada a su alrededor, abriendo a su paso la mas frustrante alteración de la gente que grita por fuera mientras revienta dentro. Y esos perros que acompañan nuestro aglomerado mal humor, participes de nuestra acompañada soledad, victimas de nuestro egocentrismo. Esos perros que al parecer sólo sobreviven el momento, ladran con gran fuerza, desesperados, talvez pidiendo un poco de comida para su atrasada hambre, o quizá; sólo solicitando unas gotas de agua que apaguen efímeramente su sed de venganza contra el perturbado mundo; o simplemente preferirán un poco de tranquilidad, paz y cariño en éste oscuro y desafiante abismo en el que día a día insistimos en alimentar. Abismo en el que según lo que tengas es lo que vales. Abismo en el que con forme el paso de los días; de los siglos; se va prostituyendo la felicidad sin sentirlo, poco a poco, lentamente.

Lo cierto es que aquí todos van contra reloj. Un señor pasa apresurado e inquieto preguntándome la hora. Una chica del otro lado de la cera espera la luz verde que le indique el siga. Ella sí que parece distinta. Dando muestras de seguridad posa su frente altiva apuntando al frente. Para ella no existe nadie más, sólo ella. Yo hipnotizado ante majestuosa apariencia, me dejo guiar por el vaivén de ideas que nublan mi mente. Será que siento debilidad por las mujeres que muestran su beldad sin tapujos, o la flaqueza de mi estómago ante el coqueteo de unos ojos fulgorosos, o seguramente sea, el maldito fetiche que siento por los zapatos suecos de tacón. La verdad es que ni yo mismo comprendo lo que pasa por mi mente en esa fracción de segundo añil, pero sin lugar a dudas, tengo que estar a su lado. Así que; apretando fuertemente mis puños, me acerco a ella. Sabiendo de antemano, que no soy una persona apuesta, le proporciono una pregunta igual de estúpida que cualquier otra. Ella se da cuenta de mis intenciones y, convirtiéndose en un apasionante juego de engaños, seguramente dejándose guiar por la tonta emoción, enclaustra el nervio y sigue el juego. Me acerco un poco más, y ella no dice nada. No se inmuta; me acerco un poco más, y más, y el mutismo entre los dos acrecienta descomunalmente. Ahora todo está abarrotado de paz interior. Ya no se escuchan los ensordecedores ruidos de los autos al pasar, ni los ladridos de aquellos exasperados perros. Ahora sólo escucho mi avivado corazón.

Embriagado por el traqueteo de su fresco aroma e inquieto por la tormenta de su pelo; toco suavemente su mano izquierda, y sin dejar lugar a cualquier reacción, rozo sus labios con los míos. Media fracción de segundo despues, la beso sin mis labios con basta ternura. Declino lenta y minuciosamente mi mirada por su cuello y lo rodeo abatido por la virtud en el vicio del amor, en la debilidad. Mis extremidades tiemblan por ceñir mis manos en su vientre, así que, mientras le tomo de la mano adquiriendo ademanes lentos y maquinales, nos vamos de ese frívolo pero a su vez mágico lugar. En un intento desesperado pero audaz, nos encontramos con su departamento. Lugar oscuro y algo empolvado. En la entrada hay una alfombra roja, lo cual lo vuelve más excitante al hacer juego con su blusa. Al paso por los muebles en busca del sofá, se pueden ver los muros de la sala envueltos en cuadros enamorando a la naturaleza.

Sentados en el sofá, mientras miro la hora en un antiguo reloj de pared; observo a ella con la vista periférica como se humedece los labios. Vilmente guiado por mis impulsos, recorro la miel de su cintura mientras tengo inmóviles mis brazos. Ella sin decir nada me mira, mientras desabotono su blusa y continúo explorando tan mágico momento; pero no me quiero precipitar, no esta vez. Me levanto en busca de algo para beber. Le ofrezco un poco de agua a ella, pero prefiere seguir humedeciéndose los labios logrando acrecentar la mecha que ingenuamente creí poder mesurar. Dejando a la pasión sobrepasar por mucho a la razón, envuelto en un sinfín de ideas, ¡por fin! me deshago de su blusa. Ella retribuye con su mano en mi bragueta. La estrecho fuertemente con mis manos iniciando por su espalda, discurriendo entre su piel y deslizando lentamente hasta desembocar en sus muslos. Ella empapada del calor, enardecida; me ayuda deshaciéndose del broche del sostén. Me baja el pantalón, acto seguido…le levanto la… gente me avienta, la luz verde se hace brillar, y con una voz fuerte pero lejana. –Las seis con trece, contesté.

Texto agregado el 11-02-2010, y leído por 119 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
01-04-2010 jajajaj el final es inesperado, muy bueno lauramendoza
11-02-2010 Seré hipócrita: "Este texto es digno de ser leído por segunda vez." Kodiak
 
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