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El día que Pascal me contó que se le acababa de morir un hijo, no lo podía creer. Yo le preguntaba cuándo y el me contestaba, con los ojos húmedos, esta mañana. Y yo todavía sin creerlo le decía pero cómo. Y Pascal con ojos de odio me decía, fue por esa maldita.

La maldita de Pascal era su mujer que por equivocación, él lo dudaba, le había dado a beber a su hijo de un año lejía en vez de agua y le había destrozado las entrañas. Pascal creía que lo había hecho a propósito para librarse de una carga demasiado pesada.

Así era todo en esa ciudad. Cualquier cosa que pareciera increíble, allí era cotidiana. Había cadáveres en las calles y después de tres días alguna alma caritativa les prendía fuego para mitigar el hedor.

A ninguno de mis compañeros le gustaba la ciudad. Tal vez tuvieran razón pues había que transitar por encima de montañas de basura en las calles que circundaban el mercado. Todo era pobre. Una miseria que rompía el alma se había regado sin discriminación por toda la ciudad.

Pero yo nunca la vi con esos ojos. A mí me parecía tan bella como el barrio francés de Nueva Orleans. Algo en mi me permitía ver más allá de la suciedad, más allá de esa miseria oprobiosa.

El mercado era un escondrijo de cosas maravillosas. Estaba lleno de pasadizos que parecían secretos y donde uno podía perderse con facilidad. Yo me dejé perder muchas veces y a cada momento me sorprendían las ventas de ropa de mil colores, las pinturas que llamaban a cultos extraños, la risa espontanea de los vendedores.

Tuve que ir de compras al mercado de frutas y verduras. El mercado no se contenía en sus muros sino que se desparramaba en las calles aledañas y era posible demorarse una eternidad entre calle y calle por las cantidad enorme de puestos ambulantes y de compradores ansiosos que miraban todo mil veces antes de soltar un centavo. Se vendía de todo. El pescado ahumado que parecía de madera. Las vitaminas de todos los colores que curaban todos los males y todas las tristezas. Las frutas exóticas. Los bebedizos para recuperar los amores perdidos. Los radios viejos recién reparados. Las ropas nuevas. Las ropas usadas. Las flores de colores de atardecer. Los perfumes orientales…

Muchas veces estuve en el mercado por el simple placer de ver cómo vibraba la vida en todos sus rincones. Yo no veía los montones de basura que tapizaban las calles. No sentía la pestilencia de los muros más oscuros. Para mí todo era fascinación. Para mí era el placer de sentir la alegría de estar vivo.

La Rue des Miracles era extraordinaria. Las bellas casas de estilo francés se escondían en un manto de suciedad y de pobreza inconcebibles, pero no dejaban de ser bellas. Las cubrían letreros de mil colores donde se anunciaba de todo. Los autos se disputaban la calle con los peatones y músicas ensordecedoras invadían cada puesto de ventas. En esa calle se vendían los rodamientos mil veces usados, las herramientas ya inservibles, los tornillos de roscas desgastadas y los repuestos tan viejos que ya no servían para nada. Esa calle, con su nombre luminoso y sus casas de grandeza ya derruida, estaba en el centro de mis afectos

La catedral era inmensa, majestuosa. Por obra de algún milagro desconocido se encontraba separada del bullicio de la ciudad a pesar de estar rodada de ella. Era un remanso de paz donde los arcángeles con sus espada justicieras se instalaban en sus puertas para no dejar entrar ni el ruido ni el calor. Era bella esa catedral. Y hacia que mi enamoramiento por la ciudad que todos declaraban como fea fuera más intenso.

El palacio presidencial era magnífico. De un blanco blanquísimo parecía como construido tan solo de luz. Y unos prados cuidados y recién regados lo enmarcaban como acariciándolo.

Junto al palacio estaban los parques de los héroes. Vi muchas veces, mientras descansaba bajo la sombra de sus árboles enormes, como los hombres se reunían a hablar de política en lenguas melodiosas. Vi cómo gesticulaban y trataban de convencer a sus oyentes. Y vi cómo, a veces, sus oyentes se burlaban abiertamente de ellos con comentarios que desmoronaban de risa a las audiencias, que buscaban sólo la sombra y la conversación fácil y alegre.

Era tentador subir de los parques de los héroes a las montañas de la ciudad. El bullicio del centro se iba transformando en murmullo y luego en silencio cuando el camino serpenteaba hacia las cumbres de Canape Vert. Desde las alturas una bahía de ensueño se descubría a los ojos de quien quisiera verla. Un mar azul y fascinador se extendía a lo lejos, hasta los barcos encallados de la Isla de la Gonave.

Era imposible no amar a una ciudad que era tan bella, con una belleza que no era difícil de descubrir detrás de un manto transparente de pobreza.

No diré más de Pascal. No hablaré de Maculada, la de Carrefour, ni de Nelson, el de Petion-Ville.

Diré solamente que mi alma está partida. Y que lo que me queda de corazón está con las gentes de mi amada Port-au-Prince…

Texto agregado el 09-02-2010, y leído por 159 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
17-06-2010 Maravilloso estilo descriptivo. Fue un placer pasar.***** susana-del-rosal
09-02-2010 BEllísima narración. Me pasee contigo todos los rincones, disfruté de los colores de las frutas,pasé de largo la plática de los políticos, entré en la Catedral, tú quedaste afuera. Finalmente, desde arriba me quedé extasiada mirando la bahía. Gracias por el momento azucenami
09-02-2010 muy chido poema zas cuidate Salex_Chavrod
 
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