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Mis ojos estaban tristes, no tenían donde descansar su mirada. Mis ojos lloraban en la soledad de la noche.

A la luna la acariciaba un manto blanquecino. Una nebulosa de fina seda cubría su figura a ratos; otros aparecía tan limpia como una mañana de primavera en el valle, donde sólo se oyen los tintineos de las gotas de agua despegarse de las últimas nieves invernales. Las diminutas estrellas relucientes empezaban a acampar a sus anchas alrededor de ella. Sus desnudas lucecitas parecían no temer a la oscuridad y una tras otra formaban caprichosos y destellantes dibujos.

El mar estaba en calma, parecía como si lo hubieran tapado con un manto desde el horizonte hasta donde mueren las pocas y mansas olas que llegaban a la playa. Un ligero y agonizante resplandor de un lejano faro costero vigilaba cada lugar del tranquilo océano para que no escapara al frío de la noche.

Quería navegar entre el mar y las estrellas, recoger sus luces y acariciarlas para dar vueltas por el universo; besar la luna y rozar su resplandor. Aquella noche deseé navegar y amar más que nunca. Mis ojos seguían húmedos. La mirada se perdía en cada candil que portaban las estrellas, en los pasos silenciosos y acompasados que daba la luna mientras esperaba el alba. Aquella noche quería amar.
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®Manuel Muñoz García-2002