Escarbando en el pasado encontré a aquellos niños que juntaban los dientes y achinaban los ojos conmigo, que corrían, que lloraban al caer. Aquellos niños que ahora son como yo. Seguí recordando con los ojos cerrados aquel camión, lleno de cajas. Todas mis cosas dormían allí dentro, saltando a veces por los baches de un interminable camino de tres horas.
Luego hubieron nuevas caras, más ojos achinados, más tardes de invierno en la calle. Más experiencias.
Cómo no, apareció el primer beso, ese que todos tachamos de horrible, y el mío no iba a ser menos.
Continué en mi búsqueda memorística, y encontré a mi primer amor. No tenía ojos para nadie más que no fuese aquel chico de pelo encaracolado y castaño. Tenía un tacto suave, la sonrisa llena de dientes montados infantilmente. Ahora se ha convertido en alguien frío y distante, pero su recuerdo siempre estará ahí, y siempre será el de aquel joven de risa desternillante, de voz de puente entre niño y adolescente. Aquel joven que, desgraciadamente, acabó siendo un anciano sin llegar a ser adulto.
Saqué un cigarrillo del bolsillo y salí para fumar. Un descanso siempre viene bien, y más si es de un repaso de toda una juventud.
Al entrar, me lancé al sofá, y me puse la gran Blue Moon. Llegaron pues a mi memoria momentos felices y salvajes quizá. Se acabó la canción, y se apagó la luz.
Apareció entonces una cara nueva, una dulce desesperación que se hundía bajo unos ojos de color café. Momentos, de todo tipo, se baten como las alas de una mariposa, me golpean en la cabeza y me desorientan. Luz, oscuridad, risas, llantos.
Recuperación.
Siempre he pensado que nunca moriremos sin ignorar millones de cosas. No tengo miedo de morir, porque ignoro mi rumbo. Desconozco el mañana. Y en realidad, no me preocupa. Soy libre, atrás dejé el pasado. Un pasado del que no me arrepiento pero ahí dejo, metidito en una caja. Como si jamás hubiera pasado.
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