TU COMUNIDAD DE CUENTOS EN INTERNET
Noticias Foro Mesa Azul

Inicio / Cuenteros Locales / SusanaSerra / Recordarás a Quimey

[C:44208]


RECORDARÁS A QUIMEY


I

Llueve desde la noche anterior. Tengo dolor de cintura desde hace dos días, debe ser algo sin importancia. El reloj de la Municipalidad, al unísono con las campanas de la iglesia, está dando las seis de la tarde. No hay electricidad desde muy temprano y a la luz de la vela que dibuja figuras fantasmagóricas sobre los cuadros de la pared, observo las dos cartas que se encuentran sobre una de las mesas de lectura.

Ambos sobres son del Municipio, (ninguno es de Dicky, a quien le envié el borrador de mi nueva novela).

El contenido de una, casi lo sé y el de la otra lo presiento, pues hace días que vengo escuchando los rumores en el pueblo.

Tomo unas tijeras y corto los bordes derechos de ambos sobres. (¿por qué seré siempre tan rutinaria?).

El contenido de la primera, como ya dije, era previsible:

“El Intendente del Partido de Rosales, comunica a Ud. etc., etc., etc., que se ha aceptado su renuncia al cargo de Bibliotecaria de este Municipio, etc., etc., etc., a partir del día...... (uff .......faltan tres meses) con motivo de su jubilación. Agradeciendo los invalorables servicios por Ud. prestados a esta Institución a lo largo de treinta años y quedando a su muy entera disposición para lo que guste ordenar, etc., etc., etc.”

La leo, la doblo y la dejo, “descartable”, igual que yo, etc., etc., etc.

La segunda carta sabía que vendría, Patricia me lo había anticipado, pues hacía días que se comentaba el acontecimiento y ceremonia en el pueblo y nosotras ”somos partes representativas del pueblo”.

“ El Intendente del Partido de Rosales, tiene el agrado de invitar a Ud. etc., etc., etc., a la ceremonia, cena y show que se ofrecerá en el “Prado Español” con motivo de despedir al Dr. Juan Ignacio Rosales, quien habrá de asumir próximamente como Diputado Nacional, y su señora esposa Da. Silvina Echagüe. Esperando contar con su grata presencia, etc. etc. etc.”

Un relámpago iluminó mi habitación mientras una brisa proveniente de no sé dónde amenazó con apagar la vela, releo la segunda carta y evoco:

“Juan Ignacio Rosales, el ilustre abogado, penalista, docente, representante de la elite de Rosales, estanciero, riquísimo, elegante, impecable en el vestir y en su trato con la gente, el soltero más codiciado durante años y luego”...

Otro relámpago parece romper el cielo llevándome treinta años atrás, cuando con el corazón deshecho, viviendo en la Capital, llegó a mis manos un ejemplar del diario de la tarde, que yo nunca leía, y donde casualmente vi que en el Municipio de Rosales hacía falta una bibliotecaria.

Necesitaba desesperadamente arrancar mi alma y mi mente de la ciudad, por lo que sin pensar, me encontré escribiendo una carta proponiéndome para el puesto y enviando mi currículum.

¿Dónde quedaba Rosales?, no me importaba, cuánto más lejos mejor , la cuestión era poder huir de mis recuerdos.

A los pocos días recibí una respuesta del Secretario del Intendente, comunicándome que mis antecedes habían impresionado “gratamente” a la Comisión de Biblioteca del Municipio y me esperaban cuanto antes, dado que el anterior bibliotecario había fallecido y debido a su avanzada edad, la biblioteca necesitaba remozarse y actualizarse. Me comunicaban también que dos importantes donaciones recientes, esperaban ser catalogadas.

Sin pensarlo dos veces me encontré llamando a la Terminal y preguntando días y horas de los ómnibus con destino a Rosales, si es que los había.

Me respondieron a cuál de las dos Rosales (ahí supe que había una en Córdoba y otra aquí). Les respondí que a “ésta Rosales”. Me dijeron que no había viaje directo, pero que debía bajarme en la ruta en el cruce de Ascensión y de ahí “siempre había alguien” que entraba para Rosales, distante quince kilómetros.

Comencé a hacer un inventario de lo que quería llevarme y llegué a la conclusión que lo que quería llevar era lo mismo que quería dejar: “un puñado de recuerdos”.

Por lo tanto, armé dos valijas y un bolso con ropa de invierno y verano, pues por tiempo no pensaba regresar, y le dejé encargado a Nelly que cuidara mi pequeño departamento, comprometiéndome a enviarle puntualmente el alquiler mientras no decidiera qué hacer con mi vida.









II

Un día de junio, con un frío y un viento que cortaban la cara, me bajé del ómnibus en “el cruce”. Justamente, un rastrojero que entraba para el pueblo paró y su conductor se ofreció a llevarme. Era un hombre joven, muy interesante y cortés, muy atento y muy conversador, el mayordomo de la estancia “La Rosaleda”, como me explicó, quien durante los pocos kilómetros del trayecto, no paró de contarme vida y obra de su pueblo, por el que se notaba que sentía un profundo cariño.

Cuando fue entrando por la calle principal, no dejó de llamarme gratamente la atención la avenida de eucaliptos y los cordones multicolores, debido a las primaveras y los pensamientos, al igual que la limpieza de las veredas y la alegría de sus casas bajas con jardín.

El sol ya se estaba escondiendo cuando llegamos, no era hora para presentarme a la Comisión de Biblioteca, de modo que pregunté al mayordomo, dónde podía alojarme.

Me indicó el hotel España (¿por qué será que todos los hoteles de pueblo se llaman España o Roma?).

Hasta allí me llevó. Quedaba en la esquina frente a la plaza, junto a la comisaría.

Bajé. Meliton Bengochea, luego supe su nombre, me llevó las valijas, y con mi bolso en mano entré al hotel, muy limpio, muy luminoso, muy sencillo a primera vista.

El precio que me pidieron por una semana no era excesivo, así que tomé una habitación que daba a la plaza, suponiendo que en una semana, podría decidir dónde alquilar o vivir.

Una vez que quedé sola en la habitación, a pesar del frío, abrí la ventana, para observar ”mi nuevo hogar” y pensar qué me depararía el destino en ese pueblo bello, pero alejado del mundo.

Ya comenzaban a encenderse las luces. La plaza ocupaba toda una manzana, estaba cubierta de rosales recién podados y jazmines. Imaginé que al llegar la primavera se vestiría de mil y un colores de rosas. ¿Estaría ahí en primavera?.

Frente al hotel, del otro lado de la plaza, se levantaba la iglesia, grande, con una alta torre. La noté “muy pretenciosa” para un pueblo tan pequeño, deduje que era producto de una “donación acalla pecados” en memoria de algún ricachón o ricachona difunta.

A la izquierda de la plaza se encontraba la municipalidad, también con su torre y su reloj. Supuse y no me equivoqué, que entre las campanas de la iglesia y el reloj de la intendencia se confabularían para no dejarme pegar un ojo.

A su lado, el club “El Prado Español” y el banco zonal.

A la derecha, pude ver un edificio blanco de una planta y a su lado un bellísimo chalet de tres pisos, algo disonante con la chatura del pueblo. Lo rodeaba un gran jardín de un cuarto de manzana, y al final un edificio, probablemente bufete, o consultorio, pues con las luces veía brillar dos o tres placas de bronce.

Tal vez a quien me lea le parezca muy descriptiva en mi narración, pero irá descubriendo que este recuerdo es vital, pues alrededor de esta plaza, se desarrolla prácticamente mi historia, que como todas mis historias, es real.

¡No me equivoqué!, badajos y relojes, con sus boing-boing y tic-tac, amenizaron una sincopada noche de mambos y chachaces en mi cabeza que quería descansar, y en mi cuerpo que se estremecía a cada campanada de las horas y las medias.

Una idea tuve bien firme: no alquilaría, viviría, ni habitaría en ningún sitio que no estuviese bien alejado de la plaza (qué chasco).



























IV

Al día siguiente, temprano, me bañé en el único baño de todo el primer piso. Menos mal que como antiguo, contaba con una gran bañera, de modo que la llené de agua bien caliente y pude relajarme al menos, y aliviar los badajazos en mi cabeza (¡por Dios!, ¿qué haría esa noche?).

Me vestí lo mejor posible, con los pocos trapos que tenía, para tener aspecto “de bibliotecaria seria y presentable” y me dirigí a la Municipalidad, donde me presenté al Secretario del Intendente: Martín Vega (pobre hombre, su nombre era tan ridículo como si lo hubiesen llamado Santos Fierro). Era un hombre no muy maduro, cuarentón quizá, de modales muy almibarados y demasiado exquisitos para mi gusto, pero no me cayó mal, tampoco bien, simplemente, no me cayó.

Vega se ofreció a acompañarme hasta la biblioteca de Rosales (orgullo del pueblo, según sus palabras) que era el edificio blanco y chato que había observado la noche anterior desde mi ventana.

(¡Dios mío!, ¿cómo podría concentrarme en mi trabajo con los badajazos?).

El edificio se veía impecable por fuera, blanco, limpio, con una placa de bronce: “Biblioteca Dr. Luis María Rosales” (ya estaba percibiendo una invasión rosácea en ese pueblo, desde el nombre, la plaza, la estancia y ahora la biblioteca).

Al llegar, me recibieron un señor mayor, entrado en carnes, en canas y en calvicie, al que me presentaron como Manuel Prieto, el farmacéutico. Fue estrecharme la mano y saber que tendría en él a alguien en quién confiar. Luego la señorita Patricia Fraga, Directora de la escuela primaria, prototipo de las mujeres que han ido dejando los años pasar pegadas a un pizarrón, con los dedos blancos de tiza, criando hijos ajenos, sin tiempo para parir los propios.

Por último Fidel Sánchez, contador de la Intendencia, bajito, de risa fácil, algo afeminado, edad indefinida, miope, que con sólo estrecharme la mano no me gustó. Era ese tipo de personas con manos calientes, húmedas y que no oprimen al darlas (pero estaba prejuzgando en demasía, no debía permitir que mi estado de ánimo, tan depresivo en esos momentos, influyera en mis impresiones, debía superarlo y sonreír).

Eso hice, sonreí a todos y entramos.

La biblioteca, según me fueron mostrando orgullosos (¿todo el mundo estaba orgulloso de los logros, en ese pueblo?) se componía de dos salas amplias, una, con mesas pegadas a lo largo de todas las paredes y mesas largas en el centro, cada lugar con su lámpara individual, en las paredes reproducciones buenas de Manet y Monet, buen color, buena iluminación: toda una paquetería.

La segunda, estaba atiborrada de estantes con libros, pero de sólo una ojeada comprendí que esa biblioteca “estaba peleada” con todo método de clasificación, además había dos grandes cajones repletos de libros en el paso. Supe que tendría mucho trabajo, pero para eso había ido: “A mayores trabajos, menores recuerdos”.

Lo que no esperaba y me produjo una estupenda sorpresa, fue cuando Martín Vega abrió una pequeña puerta del fondo y me dijo: “¡Y aquí... su departamento!”.

Pensando feliz que se había solucionado mi problema de vivienda (que me tenía medio atemorizada pues no contaba con capital) y desesperada, recapacitando en los conciertos campánicos futuros, me acerqué.

Mi departamento se componía de un pequeño living, un dormitorio amplio, una cocina alegre y cómoda y un lindo baño ¡con bañera!, además de un patiecito y un pequeño jardín con un limonero, que daba a la calle paralela a la de la entrada.

Los muebles eran pocos, pero suficientes, y observé que sobre la mesita del living había un florero con un ramo de siemprevivas. Sonriente miré a Patricia y le agradecí en silencio, comprendí que ella las había colocado y ella me respondió con una mirada satisfecha; supe que a pesar de las diferencias, si las hubiera, seríamos amigas.

Volvimos a la biblioteca: Martín Vega seguía hablando exultante y se dirigió a los dos cajones, me dijo que eran dos donaciones importantes pero que me tomara el fin de semana para mudarme, aclimatarme, e ir viendo de qué forma el lunes se podría poner en funcionamiento, aunque más no fuese en forma precaria, mientras iba clasificando y ordenando a mi criterio. Asentí satisfecha.




















V

Horas después, Meliton Bengochea, que pasaba por ahí, acarreó mis valijas desde el hotel a mi nuevo hogar y me despedí de él, consciente de que nos veríamos a diario y me atreví a preguntarle cómo soportaban y cómo soportaría los campanazos. Sonrió pícaro y bonachón y filosóficamente me respondió: “En una semana, se olvidará de ellas, pasarán a ser parte de su vida y hasta las extrañará si no las oye”. Le sonreí descreída, le di las gracias, tomé mi bolso haciendo memoria de cuántos sobres de aspirinas tenía en él y le dije hasta luego.

Acomodé parte de mi ropa en el ropero y me dirigí a la cocina pensando que antes que llegara la noche o la tarde, tendría que preocuparme por mi estómago, que ya estaba dando señales inequívocas de vacuidad. Abrí con ese pensamiento la heladera, y observaba asombrada la botella de leche, el pan de manteca, el queso, el pan lactal, la mermelada y otros alimentos que en ella había, cuando sentí golpear suavemente la puerta, un “¿se puede?”, y me sobresaltó una border collie blanca y negra que entró a los saltos, resbalando sobre los mosaicos y llevándose la mesa por delante.

No me cupo la menor duda, era Patricia, que quiso saber “si todo estaba bien” si “iba a estar cómoda” y “si necesitaba algo” y de paso “me presentó” a Golondrina, su perra, que era graciosísima y daba unos saltos en largo, que nunca había visto en un perro.

Yo, lo que más “necesitaba”, era estar sola para ordenar mis ideas, pues desde que había dejado la Capital, no había estado “a solas” con ellas, pero no pude hacerle el más mínimo desprecio a esa mujer que desde que había llegado y aún antes de mi arribo, se había desvivido para proporcionarme confort.

La invité a pasar y puse la pava a calentar, pues no dudaba que en las alacenas encontraría yerba, azúcar y té. No me equivoqué, también había café y cocoa.

Preparé el mate. La luz de la ventana le daba de lleno y estuve segura de que estaría muy entrada la tarde cuando ella se fuera. No me equivoqué.

Así supe que era maestra desde los diecisiete años, que siempre había estado en la Escuela Uno y que ahora, a los treinta y cinco, había ganado el concurso para Directora en la misma escuela. Era soltera (no me había equivocado en mi primera impresión) y vivía con su madre bastante mayor, sobreprotectora pero amantísima, en el edificio del colegio.

Como había previsto, se nos pasó la tarde entre mates, bizcochitos con grasa, charla y campanazos.

Cuando se disponía a irse, recalcándome que no dejara de llamarla por cualquier problema, a cualquier hora, la acompañé, saliendo por la sala de lectura.

En ese momento, apareció en la puerta un hombre joven, sonriente, alto, rubio, de ojos acerados, displicentemente elegante, de más o menos mi edad y muy buen mozo.

Buehh, dijo, como si continuase una conversación que no había comenzado “al fin tendremos nuestra biblioteca en orden”.

Iba a abrir la boca para responderle, cuando Patricia se me adelantó y toda sonrojada, como una colegiala, me dijo: - Selva, te presento al Dr. Juan Ignacio Rosales, nuestro abogado.

No pude con mi genio y sólo me salió como respuesta: ¿Más Rosales?.

La carcajada de Juan Ignacio, llenó toda la sala de lectura en penumbras.

- Sí - me respondió - imagino lo que le habrá sucedido desde que llegó, pero le explico: El pueblo se llama Rosales en recuerdo de mi bisabuelo, un pionero de la época de la Conquista del Desierto, y la biblioteca se llama Dr. Luis María Rosales, en honor de mi abuelo, un gran abogado y juez del pueblo, allá por el novecientos y pico. Y para que no se asuste, le cuento que una de las donaciones que tiene que catalogar, es la del Dr. Luis María Rosales (h) mi padre, que acabamos de legar.

Creo que notó en mi cara el interrogante de cómo siendo él abogado, había donado una biblioteca de Derecho.

- Le explico – agregó - Yo estudié en la Capital y ejercí los primeros años allí, pero al fallecer mi padre, tuve que volver a ponerme al frente del campo y del bufete. En casa, mi madre, entre sus reuniones de caridad, de tés, de floricultura y de canasta, no me da tregua, así que prefiero, cuando lo necesito, venir a consultar algún texto aquí y estoy en silencio y en paz.

- Bueno - me animé al fin a hablar - no creo que sea mucho el silencio, digo, por los campanazos.

- Ah - me respondió - ¿las campanas?, pronto comprobará que se transformarán en parte de su cotidianeidad. Las campanas aparte de las horas, repican en un nacimiento, saltan cantarinas en los casamientos, redoblan sin cesar si hay un incendio o se desborda la laguna, y plañen lastimeras cuando alguien ha muerto, (¡cómo recordaría sus palabras con el paso de los años!).

Me quedé pensativa un momento, el que él aprovechó para decirme que por ese día no me molestaría más, me dio la mano, Patricia me besó la mejilla y ambos se fueron. Él, hacia la izquierda (ahora comprendía de quién era ese hermoso chalet) y Patricia atravesó la plaza con Golondrina delante, que amenazaba romperse el cuello y romperle una pierna a ella, con tanto salto. La noté turbada, confundida y supe desde el primer momento, que estaba enamorada de Juan Ignacio y también supe que éste, no le prestaba la menor atención.

























VI

Me hice una taza de cocoa bien caliente, prendí el horno y abrí todas las puertas del departamentito (Patricia no había pensado en el frío ¡qué raro!), abrí la cama, comprobando satisfecha que tenía tres mantas y un acolchado y me dispuse a acostarme “conmigo a solas” al fin, no sin antes colocarme un tapón de algodón en cada oreja.

Me propuse pensar, analizar, ordenar mis ideas... pero me quedé dormida, a pesar del “zucundún”. Dormí hasta la mañana.

Me levanté, preparé otra taza de cocoa y con ella en una mano y dos bizcochitos en la otra, entré a la biblioteca (es notable cómo los más mínimos detalles vienen a mi memoria aún después de treinta años, pero a papá era algo que siempre le había llamado la atención en mí: mi memoria fotográfica). Era la primera vez que iba a observarla, pues la vorágine, la gente y todo el movimiento del día anterior, me lo habían impedido.

¡Qué colecciones hermosas en cuanto a contenido y edición había! : Grandes novelistas, Círculo Literario, Enciclopedias, Diccionarios, el Espasa Calpe completo, en su correspondiente vitrina, textos primarios y secundarios y los dos inmensos cajones donde a primera vista calculé que habría unos quinientos libros en uno, y unos doscientos o aún más en el otro.

El primero, con solo hojear un libro: ”Tratado de obligaciones” de Rezónico, supe que era la donación del Dr. Rosales.

El segundo cajón, me llamó sobremanera la atención por la forma displicente en que estaban “tirados los libros”, no tenían ningún orden, ningún criterio, nada. Tenía un papel pegado al costado: “Biblioteca del Ing. Pedro Lucca Navarro”.

Quedé pensativa ante los dos cajones, uno demostraba afecto, criterio, orden en el embalaje, el segundo un apuro, un desorden inexplicable. En vez de la biblioteca de un difunto parecía una biblioteca salvada del fuego o de un naufragio “a los apurones”, los libros estaban puestos de cualquier manera, con el lomo para un lado o para el otro y entre ellos se observaban carpetas, papeles sueltos, agendas viejas, apuntes.

Sí, no tenía dudas, tendría mucho trabajo con la biblioteca “Lucca Navarro”.























VII

A media mañana pasó a saludarme y a preguntar si “todo estaba bien” don Manuel Prieto, el farmacéutico.

Lo invité a pasar y a tomar un café; una, para hacer honor a esa hospitalidad pueblerina y otra, para tratar de averiguar quién había sido Pedro Lucca Navarro.

Don Manuel tomo el café como los chicos, a pequeños sorbitos, me convidó un Dunhill (yo, chocha, hacía tiempo que no fumaba un importado) y encendió uno.

- ¿El Ing. Lucca Navarro? - me preguntó - ¡Un gran muchacho!. ¡Un poco loco, eso sí!, pero un gran muchacho.

Ante mi mirada interrogante, acomodó lo mejor que pudo su corpachón en la silla, lanzó una voluta perfecta y comenzó su relato.

- Pertenecía a una de las familias más ricas de Rosales, el padre era el dueño del almacén de ramos generales, su slogan era que ”tanto le vendían un botón, como un tractor”. Él, era un chico muy vivaracho, muy trabajador, pero eso sí, medio alocado. Corría en una Siambretta que tenía, por todas partes, luego con una coupé Mercury que él mismo había armado, después con los aviones. Creo que no tendría ni dieciocho años cuando ya pasaba volando por el pueblo, tirándose en picada y haciendo bromas.

Le serví otra taza de café, prendimos otro cigarrillo y continuó.

- A esa edad, cerca de los veinte, se le dio que quería estudiar en la Capital, dejó el almacén del viejo, que lo necesitaba mucho en el control, porque era único hijo y su esposa era una mujer extraña, que no participaba del negocio e iba y venía de viaje en viaje. Creo que hizo la carrera en menos de cinco años, se fue mocito loco y volvió todo un ingeniero aeronáutico, con novia citadina y bigote.

- Al tiempo se supo que por sus promedios destacados, lo habían contratado en una empresa de aviación europea como ingeniero de vuelo y así, era un tiempo el que estaba aquí y otro tiempo en Europa.

- En uno de esos viajes se casó con su novia Silvina y con el tiempo tuvieron dos hijos hermosos, ahora son dos pibes callados y tímidos, bastante tristes, pero muy dulces, uno debe andar por los diez años y el otro es algo más chico.

- Cuando volvía al pueblo se subía en cuanta cosa anduviese por el aire, andaba en los Pepeer de fumigación, venía en helicóptero, se iba en helicóptero.

- El dieciocho de febrero de hace dos años, recuerdo bien la fecha, porque era el día del cumpleaños de mi hija Mariana, había mucha tormenta, viajó igual porque la madre estaba enferma y lo había mandado a llamar.

- No se sabe por qué causa, dado que era tan excelente piloto, la hélice enganchó un cable de alta tensión y se estrelló cerca de la laguna, aparentemente tuvo una embolia o un infarto durante el vuelo. Nunca se supo.

- La viuda siguió viviendo aquí con los chicos, el padre no lo pudo superar y al tiempo quedó hemipléjico y luego murió. La madre, en su memoria, hizo construir la Iglesia nueva donde estaba la capilla vieja, luego se fue del pueblo y nadie oyó hablar más de ella, ni la nuera. Creen que está en Europa.

- ¿Y la viuda qué hizo? - Le pregunté.

- Y... crió a sus hijos, y maneja el almacén de ramos generales, que por supuesto no es ni sombra de lo que era en épocas de Pedro y su padre, es una mujer muy introvertida y a pesar del tiempo transcurrido, sigue siendo prácticamente una desconocida para la mayoría.

Ya era más del mediodía cuando se despidió don Manuel, no sin antes hacerme prometer que aceptaba su invitación para comer esa noche en el Prado Español. Acepté.

Comí algo, y me dediqué a ordenar un poco más mi ropa. Ya tendría tiempo de volver a la biblioteca.

No recuerdo mucho cómo transcurrió ése, mi primer sábado en Rosales, pero viene a mi memoria que al caer la tarde don Manuel acudió a buscarme y fuimos caminando hasta el Prado Español.

Esa mañana me había contado que era viudo desde hacía cinco años y que su única hija, Mariana, estaba en la Capital cursando las últimas materias de Farmacia, aún no sabía si continuaría su carrera para doctorarse en Bioquímica, o retornaría para colaborar con él en la farmacia, o quizá para ponerse al frente, pues ya estaba algo cansado, (más de veinte años atendiendo al pueblo a toda hora y muchas veces hasta haciendo de médico, antes de que viniera a radicarse en el pueblo el Dr. Aroldo Lagos).









VIII

El Prado Español, era el típico club de pueblo: unos jugando al truco, varios mirando TV que recién había llegado a Rosales y otros ocupados en el difícil arte “de no hacer nada” dejando pasar el tiempo detrás de un vaso de Gancia con limón, mientras curioseaban por la ventana, el paso de la gente (que no pasaba, por lo fría de la noche).

Más atrás estaba el salón comedor, con algunas personas cenando.

Apenas entramos, todos se dieron vuelta, sin disimulo, a mirar de arriba abajo a “la forastera”. Supuse que a esa hora ya todos sabrían de mi llegada.

Don Manuel, orondo, bastante elegante dentro de su saco sport de tweed, me presentó al Intendente que estaba en una mesa junto a Martín Vega, quién se paró solícitamente ofreciéndome una silla, y dos mujeres simpáticas, que luego me presentaron como las esposas de ambos.

Todavía, a pesar de las noticias que venían de la Capital, donde cada día todo estaba peor, el ambiente estaba distendido, había democracia, algo “sui géneris”, pero democracia al fin. No quiero pensar en este momento en los años que siguieron.









IX

Ese primer lunes en mis tareas de bibliotecaria, a pesar de los treinta años transcurridos, lo recuerdo como si fuese hoy. Una, porque fui mi primer día y otra, por lo que sucedió.

Me había levantado temprano “a las siete campanadas” y ya antes de las ocho estaba “comenzando con la tarea de pensar, por dónde comenzaría”.

Había observado que los libros de consulta tenían número de inventario, fichas no había por ninguna parte, pero ya habría tiempo de confeccionarlas. Ese único número, al principio, serviría. (Pensar que Juan Pablo, con su catálogo electrónico, ahora todo lo soluciona).

Me dediqué entonces a ir sacando y apilando sobre mesas y piso, los libros de la donación “Rosales”.


Promediaba la mañana y estaba enfrascada tras una montaña de libros de Derecho. Por ese motivo me sobresalté al escuchar detrás de mí, un alegre y risueño “holaa”.

Giré y me encontré frente a frente con una jovencita encantadora, casi angelical, no tendría más de dieciocho años, no muy alta, rubia, cabello corto y ondulado y unos ojos verdes muy bonitos y expresivos, todo eso adornado por una encantadora sonrisa.

- Hola, ¿cómo estás? - la saludé.

- Mucho gusto Señora, aquí tiene una clienta fija para su biblioteca - dijo golpeándose el pecho y riéndose.

Se acercó, me dio un beso y me dijo su nombre:

- Me llamo Quimey.

Ante mi cara de asombro y de total desconocimiento de ese nombre, me aclaró.

- Quimey, en mapuche, quiere decir “hermosa”, caprichos de mi mamá. Cuando estuvo pupila en el sur, tenía una compañera india con ese nombre, y dice que se enamoró de él.

Yo pensé, que nunca había visto a alguien a quien le resultara tan bien el nombre, mientras Quimey hablaba, reía, caminaba y revolvía las colecciones de novelas famosas.

- Soy una laucha de biblioteca - me dijo - terminé la secundaria el año pasado y mientras me decido a qué hacer con mi vida, me atiborro de novelas de amor.

Me pidió permiso para tomar una: ”Grand Hotel”, de Vicki Baum y cuando venía a mi encuentro para que se la anotara en el cuaderno de “Préstamos y Devoluciones” que tenía habilitado el anterior bibliotecario, prácticamente chocó con el cajón de la donación Lucca Navarro, la miró tristemente y agregó, acariciando un libro - ¡Pobre Pedro!.

- ¿Lo conociste? - (esa colección me intrigaba cada día más).

- Si, yo tendría dos años cuando él se fue a estudiar, pero luego cuando volvió, iba mucho a casa. Papá tiene el único taller del pueblo, y a medida que yo iba creciendo fuimos haciéndonos buenos compinches, a pesar de la diferencia de edad. Era simpático, compañero, aunque los que lo conocían de antes, decían que no era ni sombra de aquel Pedro. Aún conservo un osito blanco que él me trajo de uno de sus viajes.

Estábamos enfrascadas en la charla, cuando hizo su aparición Juan Ignacio.

- Bueno, bueno, bueno, la mañana se ha iluminado a pesar de la tormenta, al contemplar estos dos bellos soles - dijo sonriente.

Quimey, no puedo decir que lo miró con simpatía, más bien con cara de aburrimiento.

Y a mí, a pesar de mostrar la gracia de días anteriores, estar tan impecablemente vestido y ser un buen mozo tan interesante, hubo algo intangible que me puso en guardia. Aún hoy me pregunto qué me sucedió, quizá haya influenciado la indiferencia de Quimey que no dejó de llamarme la atención, ya que a pesar de que Juan Ignacio era bastante mayor que ella, me daba cuenta que era un soltero, seguramente muy codiciable para “las niñas casaderas” de Rosales.

Como Juan Ignacio vio que estaba trabajando con las colecciones de su padre, me preguntó si había visto el “Tratado de Derecho Civil” de Borda, porque viajaría por un tiempo a la Capital y le sería muy necesario.

Yo, lo había visto al pasar, de modo que lo busqué, firmó el cuaderno “extrañado”, pero yo le expliqué “las reglas son reglas” y le sonreí, y él, con el tomo bajo el brazo, saludó y se fue.

Quimey lo miró irse, y suspiró.

La interrogué con la mirada y me respondió: - Es el futuro que mis padres desean para mí...” la esposa del Dr.”.

- ¿Y vos?, le pregunté.

- ¿Yo?... ni fu, ni fa.

Me produjo un gran alivio el saber que Juan Ignacio viajaría por un tiempo, eso me ayudaría a clasificar esa colección para cuando él retornara, pues estaba convencida (y no me equivoqué) que en ese entonces no muchos la consultarían, excepto él. El tiempo, luego diría.

Quimey, se fue con su “Grand Hotel”, prometiendo “tragarlo en esa noche” y volver por más.






















X

Los días subsiguientes transcurrieron tranquilos, chicos en busca de algún material de consulta e investigación (pensar que los docentes de hoy no saben trabajar si no utilizan fotocopias, con lo importante que sería inculcar en los alumnos el rastreo bibliográfico y familiarizarlos con las bibliotecas, no sólo con las PC).

Alguna que otra ama de casa que venía en busca de ”Doña Petrona” o “Cocinando con Ketty”, porque esa noche tenían a alguien a cenar y “querían lucirse”.

Pero mis dos clientas fijas, eran Patricia y Quimey.

Patricia con la colección PAIDEIA que la hacía soñar con la ”Licenciatura en Ciencias de la Educación”, pero como todo sueño, prácticamente utópico, debido a la avanzada edad de su madre y a que estaban solas en el pueblo.

Yo la invitaba a no bajar los brazos, - Mirá - le decía - que soñé y estudié para médica, luego dejé que las circunstancias me hicieran abandonar y aquí estoy ahora con treinta y cinco años, hundida en Rosales sin posibilidades de continuar.

Quimey, como bien había dicho, era una “laucha de biblioteca”: Rosa en Flor, Bajo las lilas, Los mellizos de Nevers, Alma Rebelde, El Jorobado de Lagardere, ¡qué sé yo, todo lo que llevaba y traía de un día para otro!.








XI

Días después, debí realizar varias diligencias que me fueron permitiendo vislumbrar e ir conociendo el ambiente en el que transcurrirían mis próximos años (si decidía quedarme). Hice algunas compras, entre ellas, en el almacén de ramos generales, donde conocí a Silvina Echagüe. Fue verla y algo dentro de mí la rechazó sin conocer la causa. Hoy, después de haber hurgueteado en el pasado de Pedro, a través del cajón de sus libros, esa aversión tiene explicación, pero entonces... no sé, serían esas premoniciones que siempre había tenido de chica y que me habían otorgado el mote de ”bruja” dentro de mi familia.

Conocí el pueblo en general, el balneario muy bonito alrededor de la laguna redonda, con pista de baile al aire libre que supuse se pondría muy alegre al llegar los días cálidos.

Entre idas y venidas, tuve que visitar al médico para realizar las revisaciones de rigor por mi nombramiento y aquí aparece un nuevo personaje en mi relato: Aroldo Lagos, omnipresente en mi vida a lo largo de estos años. Pero más adelante me ocuparé de él, sólo diré que fue conocerlo y saber que entre nosotros había lo que hoy se llama “química” y que no sé qué nombre se le daba hace treinta años, o quizá se le daba un nombre algo grosero, hoy se es mucho “más sutil”.

Aroldo era separado, “huido”, según él, y había caído en Rosales tan “escapado” como yo.

De cabello negro, ojos también negros, tez muy blanca y labios finos, era la imagen de un actor de cine ¿quizá Tyrone Power?, tal vez.

Muy cortés, muy preciso en sus revisaciones, se tomaba su tiempo y daba una tranquilidad suprema con sus diagnósticos.

Lentamente fue naciendo entre nosotros una relación más confidente, más amiga, quizá más cómplice; pero no era el momento para complicarme aún más la vida y mucho menos ¡con otro médico!.




























XII

Alrededor de un mes me llevó ordenar la “biblioteca Rosales”, no tanto como presentí “a priori”, pues la mayoría, sino todos, llevaban la misma clasificación, sólo hubo que inventariar y fichar.

Al menos, cuando regresara Juan Ignacio, tendría su valiosa donación lista y ello me redituaría varios puntos en el concepto de la “Comisión de Biblioteca”, pero realmente, no lo hacía por eso.

Durante ese mes y los siguientes, de mañana en mañana venía Quimey, siempre ávida de novelas de amor y poco a poco fui sabiendo de su vida y sus ilusiones.

Su padre había sido mecánico en la estancia de los Rosales desde muy pequeño, ayudando a su abuelo, que también lo había sido por años. Luego conoció a su madre que como “egresada de las salesianas” él consideraba (y ella también) superior. Se enamoraron y el extinto Dr. Rosales lo había ayudado para instalar su taller. Vivían bien, pues era el único mecánico del pueblo, e igual continuaba realizando trabajos para los Rosales.

Su madre no cesaba con su “sueño de grandeza” y desde que Quimey era muy pequeñita, fue elucubrando la idea de que algún día: Juan Ignacio sería su yerno.

Esto a Quimey la tenía sin cuidado, pensaba quizá aunque no estaba muy decidida, seguir en la Universidad del Sur la carrera de Pedro y ser ingeniera ¿para qué? o ¿por qué?, ni ella lo sabía.



Por las tardes, al cerrar la biblioteca, venía Patricia con su perra hiperquinética, charlábamos y tomábamos mate, hasta que se hacía la hora de ir a dar la cena a su madre.

Yo me atreví varias veces a hablarle de su soledad futura y de que no hiciera como yo.

Había varios “solos” “acomodados” en el pueblo, que podrían cambiar ese futuro suyo. Aunque nunca hablábamos de Juan Ignacio.



















XIII

Sigue lloviendo, creo que más fuerte, espero que no rebalse la laguna. La luz aún no volvió. Continúo con dolor de estómago, ¿qué me habrá hecho mal?. Las ocho campanadas de la Iglesia se vieron interrumpidas por la campanilla del teléfono.

Pensé en Dicky, quizá me avisaba que me enviaba las correcciones de mi novela, pero era Aroldo, preguntándome si no tenía problemas con la falta de luz, máxime cuando habían informado desde la Usina que no la darían, hasta por lo menos el mediodía de mañana.

Me preguntó si había tomado el antiespasmódico, si quería que viniera, le respondí que prefería estar sola. Como siempre, respetó mi decisión.

Esta relación nuestra, es desde hace años, algo muy particular, máxime en un pueblo chico, donde todos conocemos el refrán.

Hemos vivido casi treinta años con un afecto y una camaradería que se fue profundizando día a día; él en su casa, yo en la mía durante el día y la mayoría de las noches, compartidas.

Encontré y encuentro en él el hombro, la oreja, la pasión que yo tanto necesitaba y necesito. Él dice que es amor, yo titubeo. ¿Amor?, a pesar del tiempo transcurrido, todavía me duele nombrarlo.

Aroldo viaja para perfeccionarse, asiste a congresos, permanece un tiempo en la capital o en el exterior y yo lo extraño, y mucho. Cuando coinciden sus viajes con mi época de vacaciones vamos juntos, compartimos dos o tres días en lujosos hoteles, cenas, teatros y noches de pasión perfectas, pero, ¿amor?.

- ¿Querés al menos que lleve algo de comer livianito y me regrese?.

- No, perdoname, hoy estoy revolviendo recuerdos.

- Selva, ¿otra vez pensando en Quimey?.

- No, no te preocupes, estoy bien.

- ¿Te mandó un mail, o te llamó tu editor?.

- No, pero he recibido dos cartas muy interesantes, luego te las comento.

- Una la imagino. Bien, te espero - y cortó.

Ya me iba de la sala de lectura con la vela en la mano, cuando otra vez sonó el teléfono, era Patricia, también preocupada y preguntándome cómo me sentía, me dijo que Manuel estaba intranquilo por mí y que si quería enviaría a Lucas a buscarme o hacerme compañía.

- No, Patricia, dejá a tu hijo tranquilo sin mojarse, cuidá a Manuel y dale un beso de mi parte. ¿Cómo sigue de la tos?. ¿Le dio Mariana ese jarabe nuevo?.

- Vamos, mujer, en serio, quédense tranquilos que me voy a dormir, total no habrá luz hasta mañana, sólo puedo pensar ¿no?. No olvides que ahora, tu amiga, es una escritora conocida. Besitos, que descansen.

Camino con la vela en la mano, la cera me quema, el vientre me da retortijones, estoy pasando por la biblioteca, trato de no llevarme por delante las nuevas computadoras y de lejos, parece llamarme desde su estante, el lomo púrpura de Cumbres Borrascosas.

Cumbres Borrascosas... - ¡Ay Quimey!, ¡cómo te fascinaba el mundo de las Bronté y sus angustias!.

























XIV

Aquella mañana, ya habían transcurrido casi tres meses desde que Juan Ignacio viajara a la Capital.

Quimey estaba hojeando Cumbres Borrascosas, indecisa entre ésa y Alma Rebelde, cuando escuchamos un “hola” jovial. Era Juan Ignacio de regreso (yo contentísima pues la donación Rosales estaba ya dispuesta sobre la nueva estantería que me había enviado Fidel Sánchez, no sin antes haber discutido un poco ”sobre el presupuesto exiguo”, “falta de partida”, etc. etc.), catalogada, inventariada y etiquetada.

Nos dimos vuelta ambas para devolverle el saludo.

Había algo en él que me llamó poderosamente la atención, había adelgazado bastante, estaba algo desaliñado y su sonrisa escondía un cierto rictus amargo.

Pero mi impresión fue pasajera. Rápidamente comenzó a hacer algunas bromas, se quedó extasiado contemplando los cuatrocientos treinta y ocho libros (ni uno más ni uno menos) en sus estantes, me felicitó y agradeció; y luego, acercándose a Quimey la saludó y le dijo algo bonito.

Quimey se puso colorada y se decidió por Cumbres Borrascosas (tanta angustia acumulada, parecía premonitoria, Quimey).

Ya se iba, me dio un beso y Juan Ignacio se ofreció a llevarla en el auto, pues según él “tenía un problemita en el carburador” y quería que el padre lo revisara.

Se fueron juntos, y yo me quedé pensando en qué bella pareja formaban, a pesar de la diferencia de edades, tan hermosos los dos. Pero había algo detrás de Juan Ignacio, que a mí no me cerraba, ¿qué o cuál cosa era? no lo sabía, pero...
XV

Ese día me dediqué al préstamo, a acomodar algo, pero quería comenzar con el cajón de Pedro Lucca Navarro, una vez cerrada la biblioteca.

No sabía qué me inducía a querer hacerlo. La donación Rosales la había clasificado durante las horas de trabajo, ésta no, me daba la sensación, sin conocer la causa, que iba a atravesar un umbral arcano y que debería estar a solas para hacerlo.

¿Qué me inducía esos pensamientos?, lo desconozco. De modo que a las cuatro de la tarde, luego de cerrar, me preparé un café, me puse ropa cómoda y me dispuse a “desparramar” la donación Lucca Navarro por el piso.

Desorden total, ya lo había dicho, comencé a apilar Resnicks, Spiegells, Brown- Boveris, Rey Pastores, Sobrevilas, Timoshenkos, a medida que a otro montón iban revistas técnicas y a un tercero iban a parar carpetas, biblioratos, papeles, papelitos, apuntes y toda la papelería más disímil habida y por haber.

Con criterio coloqué todo lo bibliográfico sobre una mesa (doscientos treinta y seis). Apilé revistas sobre otra, y me quedé mirando la papelería, que era más del veinte por ciento del contenido del cajón.

No entendía nada, si en los papeles encontraba apuntes de cátedra podría llegar a comprender por qué los habían embalado, pero si no lo eran, y supuse que era lo más probable ¿por qué no los habían quemado o destruido?. Eso confirmaba mi hipótesis de que habían sido sacados de estantes y “tirados dentro del cajón de cualquier manera” para luego hacer “la donación”.

Empecé a hojear el primer bibliorato: facturas y más facturas viejas, lo tiré al cajón vacío.

De esa forma fui descartando recibos, anotaciones de cambio de aceite y filtro, ayuda memorias, etc. etc. dentro del cajón.

Todas las carpetas y biblioratos eran de ese estilo ¿para qué los habían enviado?.

Ya me estaba desilusionando. Todo ese amontonamiento de papeles desechables y el desorden, sólo demostraban que la pareja “no había funcionado” y la viuda se “había sacado todo de encima”. ¿Qué buscaba yo?.

Sólo quedaba una carpeta muy abultada, “uff, me dije, más facturas”, e iba a tirarla al cajón sin abrirla, dado que había perdido más de cinco horas revisando papeles inútiles, cando se me ocurrió que quizá ésa, por ser la última, tendría apuntes de cátedra, de posible interés.

¿Cuál no sería mi sorpresa cuando al abrirla descubrí que todo su contenido, eran cartas?. Cartas ordenadas cronológicamente desde marzo de mil novecientos cincuenta y siete, hasta la última, fechada en Rosales (como las otras) el diez de febrero de mil novecientos setenta y uno. ¡Don Manuel me había dicho que Pedro había tenido su accidente mortal el dieciocho!, ¡ocho días después!.

Todas las cartas comenzaban de la misma manera “Querido Hijo”, estaban escritas con una pulcra y estilizada letra inglesa, en perfecto castellano y terminaban también de la misma forma “tu madre que te ama y desea que seas feliz”.

Sentí un tremendo problema de conciencia ¿quién era yo para hurguetear en ese pasado que no me pertenecía?. En primer momento pensé cerrarlas y devolvérselas a Silvina Echagüe. Si no le interesaba conservarlas, que las destruyera ella... pero ¿quién era yo?.

Quedó demostrado quién era yo, tomé la carpeta con un fervor casi religioso, apagué la luz de la biblioteca y me la llevé a mi habitación.

Puse dos almohadas en mi cama, encendí un cigarrillo y me abismé en una grieta, de la que mucho esfuerzo me costaría regresar a la superficie.

Las primeras cartas, del cincuenta y siete hasta alrededor del sesenta y uno, eran similares, encerraban reproches por la ida de Pedro a la Universidad, la necesidad de su padre, la soledad de ella, su madre, etc. Pero lo que llamaba poderosamente la atención, era que esta señora utilizaba constantemente la muletilla ”si Dios y nuestros muertos queridos”, así le recordaba que “Dios y los muertos queridos” lo protegerían, ayudarían, etc. y se despedía: “Que Dios y nuestros muertos queridos te acompañen”.

Nunca en mi corta o larga vida (según desde qué extremo se la observara) había visto correspondencia tan necrológica, Dios, sí; es ”algo” de uso cotidiano: Que Dios te bendiga,... ay Dios mío,... pídele a Dios... pero, “los muertos queridos”... ¡qué costumbre tan extraña!.

Como ya era casi de madrugada suspendí en alrededor del año sesenta y uno, no sin antes llamarme poderosamente la atención, además ”de los difuntos amados”, que al leer las cartas de su madre, podía saber perfectamente cuáles habían sido las respuestas de Pedro, y aún más, no dejó de asombrarme la periodicidad casi matemática de las cartas maternas, que evidentemente, coincidían con la periodicidad de las respuestas del hijo.







XVI

Ese día siguiente recuerdo mancomunados, el color de las rosas que comenzaban a florecer en la plaza y el rubor de las mejillas de Quimey, al decirme que no había traído Cumbres Borrascosas.

Me reí a carcajadas, “el hecho de que los devuelvas a diario” le dije, no significa que no tengas una semana de plazo para hacerlo.

En ese momento, observé que tenía un hermoso pendantif en el cuello, que nunca se lo había visto. Le expresé lo bonito que era y me respondió que Juan Ignacio, se lo había traído de la Capital.

Me sorprendió el obsequio, pero nada le comenté.

Después de justificar nuevamente la demora, se retiró dándome un sonoro beso. ¡Estaba distinta!. ¿Qué habría sucedido la tarde anterior?.

Así fueron sucediéndose los días, Cumbres Borrascosas, tardó semanas en volver a su lugar en el estante y durante esas semanas Quimey, de tanto en tanto, pasaba a saludarme y a reiterarme su pedido de disculpas.

- Lo que sucede es que fuimos al cine con Juan Ignacio... Fuimos a bailar al balneario... Fuimos a cabalgar a la estancia... Estuve tomando el té, con la madre de Juan Ignacio...

Siempre venía luciendo algún obsequio nuevo, una pulsera, un anillo, un pañuelo, de mayor o menor valor, no importaba, pero siempre con obsequios.

- “Me lo regaló Juan Ignacio” - decía, y se ruborizaba.

Ya no me cabía ninguna duda: Quimey se había enamorado de Juan Ignacio, desbaratando sus pensamientos en contra de las aspiraciones atesoradas por su madre. Pero ¿y él?... Hacía tiempo que no lo veía.

Estaba su auto estacionado frente al estudio, luego lo veía arrancar hacia el campo, o hacia la zona donde vivía Quimey, o hacia cualquier parte, pero no pasaba por la biblioteca.





















XVII

Una tarde, meses después, estaría ya cerca el verano, vino a pedirme el “Derecho Penal” de Sebastián Soler. Lo noté bien.

En lugar de consultarlo en la sala de lectura, como siempre hacía, se lo llevó consigo.

Yo, ya estaba promediando el año sesenta y dos en la lectura de las cartas de la madre de Pedro, pero trataba de leerlas más esporádicamente, pues sus contenidos me agobiaban. Se percibía una sutil telaraña que la madre iba tejiendo alrededor de su hijo y de la que parecía que él, no podía ni quería salir. ¡Qué relación tan extraña!, nunca faltaban los consabidos “muertos queridos”.

Una tarde, pasó Patricia a saludarme y la noté turbada, no quise preguntarle la causa, la intuía: Juan Ignacio y Quimey. Pensé que esa relación ya no tenía retorno, y efectivamente: A la mañana siguiente Quimey exultante y radiante, me trajo la invitación para su compromiso. Traía en el cuello algo muy de moda en ese momento: “la media medalla” (¿dónde habría quedado la mía con una palomita y una “C”?).

Todo sucedió de forma voraginosa. El compromiso, en que Quimey parecía un pimpollo de rosa (uff, ya me estaba dejando influenciar por las rosaledas) y el casamiento, a principios del otoño.

¡Qué bella criatura!. Parecía esas princesas que una alguna vez soñó, al leer cuentos de hadas. El traje había sido hecho en París, metros y metros de trainé alfombraban la ya blanca alfombra de la iglesia de San Pedro (¡qué ironía el santo y el nombre!). Perlas, azahares, cristales de roca ¡no faltaba nada!, todo embellecía ese traje de ensueño.

El obispo, amigo de la familia, había venido a realizar la misa de esponsales. Maritza Berini, había sido contratada especialmente para entonar el Ave María y todo Rosales y pueblos y campos vecinos, se habían volcado a la iglesia rutilante, con su araña de círculos concéntricos atiborrados de luces.

Juan Ignacio lucía radiante y feliz dentro de su impecable y magnífico jacket, lo vi bien, seguro, en paz. Quizá había interpretado erróneamente mis premoniciones.

Las campanas se dieron el gusto, esta vez con motivo, de redoblar a rabiar, casi sin permitir escuchar al obispo.

La fiesta se realizó en la estancia “La Rosaleda”, todos estaban rutilantes y felices. La bebida selecta, el menú realmente sibarítico, nunca había asistido a una celebración con tal derroche de exquisiteces y buen gusto, y no creo que lo haga en el futuro.

Comimos y bailamos hasta altas horas. Yo, pasaba de brazo en brazo, de los de don Manuel, a los de Meliton Bengochea y de los de él, a los de Aroldo y también “saqué a bailar” a Juan Ignacio, lo felicité calurosamente y le pedí que hiciera muy feliz a Quimey. Me miró extrañado, como preguntando quién podía dudarlo, y otra vez, durante una décima de segundo percibí esa mirada que tanto me preocupaba.

El viaje de bodas, no podía ser de otra manera: París, Roma, Venecia, Madrid, Marruecos y no se sabía a dónde más.

Los obsequios fueron miliunochescos, Quimey lucía un maravilloso sin fin de diamantes purísimos, junto con un cintillo roseta y los aros haciendo juego. Creo que el vaso de felicidad de ella rebosaba, sin que una gota más cupiera en él.



XVIII

Ese día fue muy importante también para la vida de Patricia.

Don Manuel, que bailó casi toda la noche con ella (a pesar de sus kilos de más, asombraba la agilidad con que se deslizaba por la pista de baile, me hacía recordar a papá) y estuvo sentado a su lado en el banquete, le manifestó su cariño, que guardaba desde hacía mucho tiempo y que no se había atrevido a expresar mientras Juan Ignacio se mantuviese soltero.

De esa forma, le demostraba que para él, igual que para mí, su amor platónico no había pasado desapercibido.

Todo esto me lo contó ella, dos días después de la boda, mientras tomábamos mate a su salida de la escuela y yo esquivaba las muestras efusivas de Golondrina que atentaban contra mi pantalón.

Me miraba como una chiquilina asustada, mientras deseaba encontrar en mí, la respuesta que ella no encontraba.

Le sonreí, le manifesté que desde el primer día yo había descubierto su amor por Juan Ignacio.

Me miró, toda colorada como una adolescente y me contó que desde siempre lo había amado, fueron compañeros de banco en la primaria, camaradas en la secundaria y cuando él viajó a la Capital para estudiar Derecho, ella se quedó en Rosales esperándolo. Pero a su regreso, apenas se habían tratado en alguna u otra reunión del Prado Español, o en encuentros casuales por la calle o en misa. Según ella, Juan Ignacio no era el mismo muchacho que tratara de toda la vida, tenía momentos en que lo desconocía.

Yo, no le manifesté mis impresiones esporádicas, y con respecto a su relación con don Manuel, me encontré diciéndole algo, que alguna vez había escuchado por ahí: “Dale su tiempo al tiempo, y el tiempo te dará su tiempo”.



























XIX

La luna de miel de Quimey y Juan Ignacio se extendió más allá de lo previsto, y a lo largo de seis meses recibí postales desde Ámsterdam, Londres, Estocolmo, Berna, Málaga, no sé, infinidad de postales. Eran escuetas, me enviaba muchos cariños, me hablaba de los maravillosos lugares que visitaban, pero nunca leí: ¡Soy feliz!.

A fines de octubre recibí una postal desde El Cairo, y esa postal con las pirámides de fondo, me hizo tremendamente feliz: ¡Estaba embarazada!, y regresarían para mediados de noviembre. Igualmente, no me hablaba de su felicidad.


Durante todos esos meses continué desentrañando las cartas de Pedro, mejor dicho de su madre.

A partir de mil novecientos sesenta y dos, iba percibiendo reproches solapados sobre su aceptación como ingeniero de vuelo de Swissair y la soledad de ella.

Apenas hablaba de Silvina, con la que ya Pedro se había casado y vivía en Rosales, y cuando se refería a su esposa, la madre hacía alusión a “Ella”, nunca el nombre, nunca tu esposa, y continuaba la invocación constante de “Dios y nuestros muertos queridos”.

Descubría por la carta correlativa, que Pedro le respondía molesto, pero que inconscientemente caía en el juego, y eso me apabullaba.

Me preguntaba al mismo tiempo, qué era lo que hacía que él fuese conservando prolijamente todas sus cartas, cuando yo las hubiese destruido al momento: Cartas en las que sutilmente lo iban envenenando, máxime hallándose a tantos kilómetros de distancia ¿qué fin perseguía esa mujer?, aún hoy me lo pregunto.

Sin ser psicóloga observaba una relación enferma entre ambos, sádica por parte de ella y masoquista por parte de él, pero ¿por qué?.





























XX

Una tarde, estaba cerrando la biblioteca, cuando vi llegar un Mercedes espectacular al chalet de los Rosales. De él bajó Juan Ignacio, ayudó a descender a Quimey a quien observé con un chemise “futura mamá” y se internaron en la casa.

Esa casa había sido remozada en su ausencia, doña Presentina, la madre de Juan Ignacio, se había mudado a la estancia definitivamente y los que habían trabajado en la remodelación, arreglos, decoración, amoblamiento, hablaban de una vivienda, digna de una princesa (cuando la conocí tiempo después, no me cupo la menor duda).

Quedé expectante, ¡deseaba tanto verla! ... ¡No se hizo esperar!. No habían pasado dos horas cuando entrando por mi jardincito, golpeó la puerta de mi cocina.

¡Qué feliz fui al verla!. La abracé, la miré de arriba abajo, le toqué la pancita, la hice sentar y la observé... ¿Dónde estaba Quimey?. La que tenía delante de mí, era una joven, bella sí, pero extremadamente delgada, a pesar de su embarazo, ojerosa, pálida, con un nerviosismo que le hacía golpetear los dedos sobre la falda y una mirada triste y esquiva.

- Quimey - le pregunté - ¿Estás bien de salud? - . - Si - me respondió - algo anémica, pero los médicos dicen que es todo producto de mi estado y debo alimentarme bien y vitaminizarme.

- Ah, bien - le respondí, y no pude con mi genio: - ¿Sos feliz?.

Esquivó mi mirada, noté que los ojos se le humedecían y me respondió: - ¿Me falta algo para ser feliz, Selva? : Abro la boca y tengo lo que quiero, acabo de recorrer el mundo, vivo junto al hombre que amo como jamás supuse que amaría y estoy esperando un hijo de él. ¿Cómo puedo no ser feliz? - y sonrió.

Me di cuenta que con sus palabras, que le fluían a borbotones, estaba tratando de convencerme a mí, de lo que ella misma no estaba convencida.

Callé, le hice un mohín y le respondí: - Bien Quimey, pero ya sabés que estoy aquí, si me necesitás.
























XXI

Esas vacaciones decidí viajar a la Capital, ya no tenía objeto seguir pagando el alquiler de mi departamento, pues había decidido que Rosales, era un buen lugar para envejecer.

Tenía mi trabajo, estaba Aroldo, ¿qué más necesitaba para vivir en paz?.

En esos casi dos años las heridas habían ido cicatrizando, pero supe que supurarían al pisar mi antiguo departamento. Ya no importaba, las cauterizaría sin temor; si hacía falta ¡con fuego!.

Aroldo quiso acompañarme, yo preferí dar ese primer paso hacia la amputación de mi pasado, sola.

A principios de enero, con un calor infernal, visité a Nelly y le manifesté mi intención de dejarle libre la vivienda. Ella me miraba atenta, tratando de descubrir cómo me había ido en esos dos años pasados, dado que, según me manifestó, mis cartas habían sido muy escuetas.

Le hablé del pueblo, de lo bonito que era, de la cordialidad de su gente, de mi trabajo, de mi pequeño hogar, de mi amiga Patricia, y de nada más.

Esa noche quise dormir en mi departamento. Fue abrir esa puerta y sentir como que todo el dolor del pasado acudía a sitiarme, ¡pero no lo dejé!. Nelly me dijo que Carlos había venido dos o tres veces en mi busca... ella no le dijo dónde estaba, ¡bien!.

Miré las fotos sobre el piano, miré el placard con alguna ropa suya, mis libros, mis discos, mi caja de recuerdos. ¡No!... ¡no podía seguirle el juego a ese pasado!, al día siguiente le diría a Nelly que se quedara con lo que ella necesitase o quisiera y que el resto se lo entregara a EMAUS, yo, me llevaría mis libros, algunos discos sólo míos, mi piano y mis fotos familiares. Ni siquiera llevaría mi ropa de cama, que era bastante, pues había sido testigo de noches compartidas, que no quería recordar.

Al día siguiente, libre como cuando a uno le cercenan una pierna gangrenada, aún sabiendo que de ahí en más deberá caminar con muletas, me dediqué a recorrer la Capital.

Visité amigos, parientes, mi barrio, el cementerio y caminé por el centro, quise ir a tomar un helado a “Cadore”, mi heladería preferida, y recorrer algunas librerías. ¡También yo!... después de casi dos años rodeada de libros, no tenía mejor idea que recorrer librerías.

El ambiente se notaba raro, tenso, demasiada policía por las calles, demasiadas sirenas.

Parecía que en Rosales, a pesar de las noticias, a pesar de los diarios, me había mantenido dentro de una burbuja.

No me cabía la menor duda, la gente tenia miedo... ¡y mucho!.

Me metí en un cine continuado, luego compré unas porciones de fugazzetta en “Banchero”, que ya no eran las mismas (¿o eran más ricas porque las comía con Carlos contando los centavos al salir de la facultad?) y volví a mi departamento.

A la mañana, ya con todo separado, le dije a Nelly que hiciera lo que quisiera con mis cosas. Llamé a una empresa de mudanzas preguntando el importe para llevar mi piano y mis libros, los de medicina los donaría a la biblioteca, total no pensaba retomar la carrera y Aroldo tenía los suyos (Juan Pablo ya los cargó en su catálogo electrónico y quizá algún día coloque un cartelito sobre la estantería: “Biblioteca Selva Donadío”, espero que falte mucho tiempo). Le dejé el dinero a Nelly, me despedí con muchísimo cariño prometiendo escribirle, e invitándola a que me visitase subí al taxi que me llevaría a la terminal.

Nelly se quedó llorando... yo, en mi bolso llevaba mi pequeña caja con recuerdos, esos recuerdos que sí quería perpetuar, el resto, quedó bajo llave dentro de mi departamento, ya no más mío, al que no volvería a pisar.

























XXII

En la terminal me encontré casualmente con Luis, el joven hijo de Roberto Ramos, gerente del banco de Rosales. Roberto y su esposa Aída eran dos buenos amigos, con los que había compartido varias tertulias en esos años.

Luis era estudiante de medicina y trabajaba en una de las sucursales del mismo banco, en la Capital, (quizá le serían útiles mis libros).

El viaje se me hizo corto y ameno junto a él. Me habló de sus estudios, ya avanzados (tenía veintidós años), de su novia Mayra que estudiaba psicología y de la firme decisión de ambos de radicarse en Rosales al recibirse.

- No, no se preocupe - me dijo pícaro - pienso especializarme en pediatría y el Dr. Lagos no es pediatra.

Se rió a carcajadas cuando vio que me ponía colorada, al comprobar que todo el mundo en Rosales, incluso los “no residentes”, sabían de mi relación con Aroldo.

Hablamos de la situación en la Capital y le expresé mis sensaciones de los días anteriores al notar que la gente “estaba mal”, que se percibía temor.

Me confirmó lo que yo había percibido. No se vivía tranquilo, especialmente los estudiantes, un ministro hacía y deshacía, lo que la presidenta no se animaba, o no quería impedir o ver.

Ese gobierno ya había caído en una pendiente sin retorno, y ambos, Luis y yo, expresamos nuestro deseo de que pronto fuera destituido (ahora que lo evoco, siento náuseas).

Roberto Ramos estaba esperando a su hijo en el cruce, de modo que solícitamente me llevó a casa, no sin antes compartir un café en “El Prado Español”.

Una vez que llegué a mi departamento, experimenté por primera vez una hermosa sensación de pertenencia, ya no había nada que me atara a la Capital y me sentí libre.

Calculé el lugar que ocuparía mi piano en el living, apretado, pero cabría.

Estaba acomodando los retratos de mis padres sobre el aparador, cuando escuché los golpecitos y el inconfundible ¿se puede? de Patricia, y Golondrina entrando delante a los saltos.

Estaba muy cambiada desde que había decidido darle el sí a Manuel, se casarían en las vacaciones de invierno. Mariana estaba felicísima, su madre también, ¿qué más podía pedir?, según ella.

Estaba más gordita. No iba y venía, como antes, con el guardapolvo puesto, y estaba más coqueta, hasta diría más joven; aunque eso no importaba, porque Manuel ya andaba “pisando los cincuenta”.

Puse la pava al fuego y comprobé que Patricia, “venía con algo bajo el poncho”.

Mientras preparaba el mate, le pregunté qué le pasaba y con mirada cómplice me respondió.

- Selva, hasta ahora hemos hablado de mí, sabés todos los pormenores de mi vida gris, me “diste el empujoncito” para mi relación con Manuel y yo no sé nada de vos, viajaste a la Capital, ¿qué fuiste a buscar?, ¿ qué encontraste?, ¿volviste bien?.

Me senté frente a ella, le di el primer mate, le alcancé el plato con los bizcochitos y ya totalmente liberada de ese lastre de años, le conté toda mi vida.

La iglesia y la municipalidad dieron las doce cuando Patricia se puso de pie, me tomó del hombro y me dijo.

- ¡Cuánto dolor para haberlo llevado sola, Selva!, ¿por qué no confiaste en mí?.

- No te preocupes, le respondí, ya todo quedó atrás y por suerte me siento libre.

Me dio un beso y se fue preocupada, pensando que había dejado a su madre sin cenar.

Cerré y abrí la cama; a la mañana siguiente llamaría a Aroldo para decirle que ya había regresado, completa y entera. Y dormí, como hacía tiempo que no dormía.














XXIII

Hacía alrededor de dos meses que no veía a Quimey a solas, desde el día de su regreso.

Nos habíamos encontrado en el cine, o en el balneario, o en el Prado Español, siempre acompañada por Juan Ignacio, al que en toda oportunidad se lo observaba solícito, mimoso, orgulloso de su pancita, que ya no era tal; Aroldo me había comentado que sería un bebé muy grande o quizá dos y esto último, según él, enloquecía a Juan Ignacio que a todo el que quisiera oírlo le hablaba de sus esperados mellicitos y de su orgullo y felicidad.

Quimey estaba entrando a su octavo mes de embarazo, debería haber estado pletórica de dicha, pero no era así, cada día se la veía más demacrada, más delgada, más triste.

Yo había escuchado en algunas reuniones “como al pasar” que mucha gente comentaba la poca felicidad que demostraba; ”totalmente injustificada, pues tenía a su lado un marido que la adoraba, que no la dejaba abrir la boca y ya estaba satisfaciendo hasta sus más pequeños caprichos, que era riquísima, que vivía como una princesa”. Yo, trataba de aislarme de esos chismorreos y deseaba por todos los medios conocer qué preocupaba a Quimey, para poder ayudarla.

Días después pasó por la biblioteca, ¡no era la misma!. ¿Dónde había quedado esa mocosita dicharachera y exultante que yo había conocido?. ¿Dónde estaba aquella feliz “lauchita de biblioteca” ?.

Hurgueteó entre los libros, como buscando lo que no sabía, o sabía que no existía en una biblioteca.

Yo, ya estaba a punto de cerrar, de modo que la invité a tomar un té.

Aceptó, cerré las puertas y me siguió a la cocina. Mientras se calentaba la pava la observé, no cabía ninguna duda: A Quimey le estaba sucediendo algo y ese algo era grave.

Serví el té, la miré y le dije: - Hace dos meses que te prometí que aquí estaría si me necesitabas. Sé que me necesitás, ¡por favor, dejame ayudarte!.

El llanto que brotó de Quimey me dejó alelada, no era llanto, eran gritos de dolor, de desesperación.

Me puse de pié y la abracé, apoyé su cabeza en mi pecho y le pedí por favor, que confiara en mí.

- ¡Ay Selva! - gritó - ¡soy un fracaso!, ¡una inútil!, ¡no sirvo para nada!.

- Pero, ¿por qué decís semejante cosa Quimey querida?, estás casada con el hombre que amás, esperás su hijo, te ama.

- ¡No, no me ama! - balbuceó entre llantos - ¡no me ama!.

- Quimey, ¡por favor!, contame de dónde sacás semejante cosa.

- Le cuento, lo que no me animo a contarle a nadie, ni a mi madre que vive reprochándome mi estado de ánimo y sólo tiene loas de gloria para Juan Ignacio: La noche de bodas fue perfecta, el viaje magnífico, Juan Ignacio me hacía el amor constantemente, como obsesionado, siempre hablaba de su futuro hijo. En Málaga, me sentí mal, y ahí los médicos confirmaron que estaba embarazada.

- ¿Y entonces? - pregunté.

- Ahí, Juan Ignacio pareció que tocaba el cielo con las manos, me cubrió de regalos, alargamos la luna de miel, satisfacía mis más pequeños caprichos, me cuidaba como si fuese una estatuilla de cristal o de porcelana, pero nunca más me tocó.

- ¿Cómo, que nunca más te tocó?.

- Textualmente lo que le digo Selva, aunque me avergüenzo al confesarlo, en algo le debo haber fallado, algo he hecho que lo ha desilusionado, porque desde ese día, apenas me roza la mejilla con un beso y nada más. Le pregunto qué le sucede, en qué fallé, pero siempre me responde con evasivas o elude la respuesta. Se acuesta mucho después que yo, diciendo que tiene mucho trabajo, o mucho antes, aduciendo que está agotado por el campo y el bufete.

- ¡Pero Quimey! - le respondí - muchas veces eso es normal, están tan ansiosos por un hijo, que temen hacerle daño. Es muy común en muchos hombres, te lo aseguro.

- ¿Le parece Selva?, ¿no lo habré decepcionado en algo?, ¿no me habrá dejado de amar?.

- ¡No seas tontita!, es como yo te digo. Luego que nazca tu hijo, verás que todo volverá a la normalidad. ¿No me decís que te da todos los gustos?. ¿No me decís que está enloquecido con tu embarazo? (y eso ya todo el pueblo lo ha comprobado, dije jocosa) ¡verás que no me equivoco! - Y me encontré diciéndole, lo que hacía unos meses le había dicho a Patricia: “Dale su tiempo al tiempo, y el tiempo te dará su tiempo”.

- Disfrutá tu embarazo, pienso que es algo único, vivilo, sé feliz. Tu hijo necesita que estés bien, alegre, que te alimentes, que no sufras.

Como queriendo convencerse de lo que yo le había dicho, inventó una sonrisita alegre, se acarició la panza, y se puso de pie con su carga a cuestas.

Me besó y la acompañé hasta la puerta, al abrirla vi que ya se acercaba Juan Ignacio en su búsqueda.

La miró preocupado, me miró interrogante y sólo atiné a responder: - ¡Esta niña está toda sensible pensando en el crío! - y me reí a carcajadas.

Se alejaron, pero mi carcajada se congeló: No era tan simple como se lo había pintado a Quimey, yo presentía que algo estaba sucediendo. ¿Pero qué?, ¡todo seguía sin cerrarme!.



















XXIV

En esos días observé que de una de las estanterías se habían salido dos tornillos Phillips. Sabiendo que si llamaba a “Mantenimiento de la Municipalidad”, la estantería se vendría abajo antes de que acudieran; fui al almacén de ramos generales a comprarlos, pensando pedirle a algún conocido que los colocara.

Me atendió Silvina, más atenta que otras veces. Hablamos de varios temas triviales, por primera vez me preguntó por la donación Lucca Navarro, le respondí que ya hacía tiempo que había terminado su catalogación y que estaba acomodada justamente en el estante que había perdido los dos tornillos.

Le comenté, como al pasar, que había descartado carpetas con papelería vencida y asintió sin ningún problema.

Por su rostro comprobé que en su “tirada dentro del cajón”, desconocía la existencia de la carpeta de cartas.

Prometió pasar “cualquier día” a observar cómo había quedado la biblioteca. Supe que transcurriría mucho tiempo antes de que lo hiciera; si lo hacía.

Ya me iba con mis tornillos, cuando me preguntó quién los colocaría, le respondí que me abocaría a la búsqueda de “algún ángel dispuesto”.

Se rió y llamó a Jorge. Según me dijo, era su hijo menor, que “se daba maña para todo”.

Apareció detrás del mostrador un chiquilín de no más de diez años, con unos ojazos inmensos, que a la indicación de su madre agarró taladro y tarugos y se dispuso a acompañarme con una sonrisa simpática.

Mientras nos dirigíamos hacia la biblioteca, le pregunté cómo era que no lo conocía a pesar de todo el tiempo que ya había pasado en Rosales.

Me respondió que durante el año estaba pupilo con los Maristas en la Capital, y que en las vacaciones pasadas había viajado con sus abuelos maternos al exterior.

Mientras con gran idoneidad, a pesar de su corta edad, arreglaba la estantería, yo lo observaba notando que su aspecto, su mirada, su belleza, me hacían recordar a alguien, pero no podía precisar a quién.



En ese año y medio, fueron muchísimas las cartas de la madre de Pedro que había ido leyendo de noche en noche. Ya me sentía saturada de tantos reproches, tanta insidia y tantos “muertos queridos”, hasta que de repente, hojeando y ojeando algunas, reparé entre “los difuntos” un nombre conocido: Meliton Bengochea. Presté mayor atención a esa carta fechada hacía ya, once años.

En ella, la madre reprochaba al hijo su demora en regresar, hablaba con insidia de su mujer y le insistía de la cotidianeidad con que Meliton Bengochea “visitaba el almacén”, o de cómo había encontrado a Silvina hablando con él, por determinados lugares del pueblo.

¡Qué estupidez!, ¡qué vieja arpía!, ¡qué veneno! me dije... como si un mayordomo de estancia no tuviese la necesidad de visitar un almacén de ramos generales casi a diario, o en un pueblo no “se chocasen” sus habitantes unos con otros, varias veces al día.

Ya sentía unas ansias tremendas de tirar “al diablo” esa carpeta, no quería leerla más, y al mismo tiempo, sentía una necesidad enfermiza de hacerlo.

Para mí, ya había encontrado la causa de la “tirada de libros” al cajón; conviviendo con “semejante suegra”, consideraba que Silvina había tenido sobrados motivos para ir detestando al hijo; hasta le tuve lástima.

























XXV

En ese mes que faltaba para el nacimiento del bebé de Quimey, fueron pocas las oportunidades que tuve de verla, y sólo en forma circunstancial, nunca a solas. Pero aún en esos pocos momentos, observé que no seguía bien.

Para mediados de abril llegaron las gemelas: Ailín y Nuria. Recuerdo cómo Juan Ignacio se encargó de que las campanas volaran sin cesar y Rosales se hizo eco de la felicidad de ese hombre tan querido, tan respetado, tan adinerado y también tan envidiado.

Una o dos tardes después, cuando supuse que ya no habría tantas visitas atosigándola de mimos, alabanzas y felicitaciones, entreabrí suavemente la puerta de la habitación de la clínica al escuchar una melodía que provenía del interior. ¡Qué imagen tan hermosa presencié!. En semipenumbras, Quimey estaba sentada sobre almohadas, en cada brazo sostenía una beba y pasándoles el mentón por cada cabecita mientras las oprimía contra su pecho, tarareaba una canción de cuna.

No me animé a interrumpir esa escena tan íntima. Quimey estaba bellísima, aunque delgada y pálida, envuelta en una bata de encaje, y las dos criaturitas que sostenía, eran dos pompones rosados, con pelusita de oro en las cabecitas.

Al rato, cuando escuché que la canción había cesado, golpeé suavemente la puerta.

Un “adelante” alegre me invitó a entrar, y me halagó muchísimo el notar en la calidez de la mirada de Quimey, que me estaba esperando.

Si, no me cupo la menor duda, ahora Quimey iba a ser al fin feliz, e iban a concluir todas sus angustias.

Conversamos de lo que siempre se habla en una maternidad: ¡Qué bonitas!..., ¡Pero mirá, eran dos al final!..., ¿Qué nombres les van a poner?..., ¿Fue bueno el parto?.... Y terminé con la pregunta que me hormigueaba:

- ¿Sos muy feliz, verdad, Quimey?.

Me miró con chispitas en los ojos y me respondió:

- ¡Sí, Selva!, ¡al fin todo va a cambiar!. ¿No le parece?.

Se abrió la puerta, la habitación seguía en penumbras, pero a través de la luz del pasillo, vi entrar a Juan Ignacio exultante detrás de un inmenso ramo de rosas, ¿dónde las habría conseguido en esa fecha?, y ¿dónde pondría la enfermera más flores?, pues la habitación rebosaba de ellas.

Me puse de pie para no interferir en el encuentro de Juan Ignacio con su esposa y sus bebas. Besé a Quimey. Lo felicité una vez más a él, aunque ya lo había hecho hacía dos días cuando echó a volar las campanas, y al irme retirando, aunque todo seguía en penumbras, no dejé de notar el orgullo que mostraba al agarrar ambas gemelas de los brazos de Quimey, y la falta de un beso o una caricia hacia ella.











XXVI

El resto de ese año debe haber transcurrido relativamente tranquilo, dado que apenas conservo flashes de él (salvo el casamiento de Patricia y Manuel): Quimey y Juan Ignacio, paseando a las gemelas en su bellísimo cochecito doble por el rosedal... Quimey, sentada en un banco de la plaza mirando sus gemelas en el coche, a la sombra de las glorietas... Pero, ¡Quimey seguía mal!.

En el pueblo, ya no eran charlas en voz baja las que “escuchaba al pasar”. En todas partes, en el almacén, la panadería, en misa, en el Prado, se hablaba del ”no entusiasmo de Quimey”.

- “Ahora... que además de ser rica, amada, etc. etc. tenía dos hijas que eran soles y un marido que se desvivía como padre... ¿qué más quería esa chica?”.

Yo, escuchaba y callaba.


Una tarde, mientras el padre de Quimey le cambiaba las bujías a mi Citroën (regalo de Aroldo, al que yo me había resistido, pues Rosales se podía recorrer a pie de extremo a extremo), la madre se acercó con un mate y con la intención “inconfundible” de entablar conversación (pocas eran las veces que habíamos conversado).

Me preguntó casi ”a boca de jarro”, si yo, que “conocía tanto a Quimey”, no sabía lo que le estaba sucediendo.

La miré con cara de asombro (bastante elaborada) y le respondí:

- Pero ¿cómo?, ¿qué le sucede a Quimey?.

Me respondió si no había notado su abulia, su apatía, su desgano, su indiferencia, (Bueh, un derroche de sinónimos); y acotó sin esperar respuesta:

- Con todo lo que tiene... todo, lo que puede soñar una mujer...

Y poniendo “ella” cara de ensoñación siguió:

- Dinero, joyas, campos, amor, un hombre magnífico que la adora y ahora esas dos criaturas celestiales...

Cambié mi cara estudiada de asombro, por una más estudiada de “yo no sé nada” y acoté:

- Señora, yo no creo que Quimey tenga algún problema, si lo tuviese, yo no lo sabría, y si lo supiese, dé por contado que no se lo diría.

La saludé “muy cordialmente” dejándola chupando mi mate vacío, puse en marcha “mi piróscafo” como lo llamaba Aroldo y me fui... con “una bronca contenida”; esa vez, sin poder “cambiar la cara”.


En julio se casaron Patricia y Manuel. Me emocioné hasta las lágrimas al ver entrar en la iglesia a mi amiga, del brazo de Aroldo. Estaba preciosa, sencilla, y con una cara de felicidad y paz que no me hizo dudar en ningún momento que sería muy dichosa. Manuel estaba nervioso, expectante, y más nerviosa me hacía poner a mí que lo sostenía, para que no se desplomara junto al altar.

La ceremonia fue sencilla, hermosa, todo Rosales estaba en la iglesia, por todas partes se destacaban jóvenes exalumnos de Patricia.

Al salir del brazo de Aroldo, noté los cuchicheos infaltables e infalibles en “pueblo chico”. Él, me oprimió la mano y me susurró pícaro:

- ¿Y nosotros, cuándo?.

- Umm - le dije sonriente - por iglesia difícil ... a lo que él acotó:

- No me importa: por iglesia, por mezquita, por sinagoga o por “detrás de la iglesia”, pero ¡yo me caso con vos!, ¡te voy a ganar por cansancio!.

Ya llegábamos al atrio, y con mi risa contenida, no pude responderle. Todo el mundo estaba ahí saludando, besando y augurando dicha, hasta Golondrina, poniendo en peligro, con sus saltos ornamentales, el precioso vestido de encaje de Patricia y el impecable traje gris de Manuel.

Cenamos, los íntimos, en el Prado Español y la feliz pareja partió por unos días a las sierras. ¿Quién quedó al cuidado de Golondrina?: ¡por supuesto, yo!. Temblaba de sólo pensar en los desastres, excavaciones e incursiones exploratorias que haría en mi jardín y en mi departamento, pero no fue tanto y llegamos, ambas enteras, al final de la luna de miel.

Quimey vino pocas veces a la biblioteca ese año, pues pasaba casi todo el tiempo en la estancia con su suegra, las bebas y la niñera. Sí, “con su suegra, las bebas y la niñera”, como después comprobé.







XXVII

Una tarde, a principios del año siguiente, vino a visitarme, aún recuerdo el precioso vestidito celeste de hilo que traía. Noté rápidamente que venía en mi busca y no en la de los libros.

Habló sin parar, de las bebas, que la tenían loca de alegría con sus monerías y sus da-da-dá, del campo, del tiempo, de la suegra, del auto que le había obsequiado últimamente Juan Ignacio, de, de, de...

- Quimey - le corté - ¿qué te sigue pasando?.

¡Qué llanto!, ¡qué angustia!, ¡qué gritos de impotencia!.

- ¡Todo sigue igual Selva!, no igual, ¡peor!, ¡mucho peor!. Juan Ignacio vive en el estudio. Como se le hace tarde, se queda a dormir en el pueblo y cuando va, sólo vive para las gemelas. ¡No duerme conmigo!. ¡Jamás volvió a dormir conmigo, desde Málaga!.

Y llorando convulsivamente, continuó:

- Cuando se acuesta, busca mil y una excusas para dormir en otra habitación. No me mira. Casi no me habla. Si estamos delante de alguien, me hace arrumacos, me mira dulcemente. A solas, me desprecia, no me deja hablar. Me cubre de regalos como para que todos los vean, pero nada más.

No podía asimilar todo el horror que estaba viviendo esa casi nena, y le pregunté:

- Y vos, ¿todavía lo querés?.

- Cada día más, y a cada instante me pregunto: ¿en qué le habré fallado?, ¿qué es lo que no encontró en mí?, ¿por qué me detesta?.

- ¡Quimey! - le respondí - ¿cómo va a detestarte?.

- ¡Sí Selva!, ¡me detesta!, ¡es más, le diría que hasta me tiene asco!.

Me turbé aún más al responderle...

- ¿Asco, Quimey?, ¡ésa es una palabra muy fuerte!. ¿Cómo va a tenerte asco si sos una criatura dulce y bellísima?. ¡No digas tonterías!.

- ¡No sé Selva!, ¡no sé ni lo que digo!, ¡ni lo que pienso!, ¡ni lo que hago!. Sólo vive para las gemelas y como “para lucirlas en público”.

La conversación no daba para más. No sabía qué decirle. Sólo se me ocurrió darle algunos consejos de cómo transformarse en “una mujer sensual”, provocándolo, tentándolo, pero en realidad no sabía ni lo que estaba diciéndole, justamente yo dándole consejos, cuando nunca supe manejar mi relación con Carlos, su indiferencia, sus humillaciones y también su asco.

Cuando se fue, en su precioso auto nuevo, la saludé con la mano y me quedé pensando preocupada, más aún de lo que que lo había estado hasta ese momento.

Yo había creído que Juan Ignacio iba a cambiar. ¿Lo había creído?. No, en realidad no lo creía, sin saber a ciencia cierta que era “aquello” que no me permitía creer. En la vida pública era una persona encantadora, intachable, solícito, simpatiquísimo, ¿qué escondía ese “dechado de perfecciones”? y ¿qué era lo que nunca a mí, me había permitido “bajar la guardia”?.


XXVIII

En el mes de marzo y en los subsiguientes, sucedieron tantas cosas imposibles de olvidar, que es como que el dolor de Quimey, a pesar de ser inmenso, pasó a segundo plano para mí.

Todo Rosales se hundió en un dolor tan tremendo que de sólo pensarlo, aún hoy se sangra.

A fines de junio, Mayra, la novia de Luis, llegó una noche, causando gran sorpresa en Roberto y Aída.

¿El motivo de su viaje intempestivo?... a los pocos días lo supimos, cuando Roberto viajó a la Capital dejándola en Rosales: Luis hacía días que no estaba en su departamento. Mayra había entrado, no había encontrado desorden, sólo faltaba un bolso grande y la mayoría de la ropa; pero en algo percibió como que hubiese “salido a las corridas”.

Roberto averiguó en todos los lugares habituales de Luis, nadie lo había visto. En el banco donde trabajaba, hacía días que no concurría y no había dado aviso. Revisó su cuenta, y vio que había retirado todos sus ahorros.

Ninguno de sus amigos pudo dar explicaciones. Luis no militaba en nada, no le conocían otras compañías, iba a su trabajo, al hospital y a la facultad, compartía casi todas sus noches con Marya. Una vida totalmente normal.

Roberto buscó en los hospitales, en las comisarías, le indicaron “dónde más averiguar”... golpeó todas las puertas, nadie supo o quiso darle alguna respuesta, Juan Ignacio también colaboró en las averiguaciones, buscando relaciones, amigos, conocidos, en vano.

Durante mucho tiempo, más de seis años, Mayra, Roberto y Aída y con ellos todo Rosales, pensamos que había “escapado de algo” o “de alguien” y que de algún país lejano se iba a recibir una llamada, un aviso, “una señal” que dijese que estaba bien, o al menos vivo.

Nunca se supo nada de Luis. Aún hoy, después de más de veinte años, Aída, convertida en un espectro viviente, sueña con su regreso. Roberto, no pudo soportar la espera, los viajes, las entrevistas, las falsas promesas, y hace ya años que nos dejó para siempre. Hoy duele, y cómo, es una herida que no cesará de sangrar, ver el nombre de Luis en la lista de la CONADEP. Era tan alegre, tan jovial, tenía tantos sueños, sus padres habían depositado tantas esperanzas en él... ¡pobre Luis! y ¡pobres los otros miles, que siguieron su destino sólo “por ser pensantes o pensar distinto”!.


















XXIX

Meses después de la desaparición de Luis, volví a tener entre mis manos la carpeta “de la bruja Navarro”, como había bautizado internamente a esa mujer a quién no conocía, que no sabía dónde estaba, pero detestaba.

A la mañana había estado Jorge, haciendo algunos retoques a las bibliotecas y cambiando unas fichas de las lámparas, y yo me pregunté, como en otras oportunidades, a quién me recordaba ese jovencito tan hermoso y tan jovial.

Durante ese último año había entablado, sino una amistad, una cordial camaradería con Silvina, de modo que me pareció deshonesto seguir hurgueteando en la carpeta; además, estaba saturada. Ese día estaba decidida: leería la última carta y quemaría todo.

A grandes rasgos todavía la recuerdo, sobre todo la fecha.


Rosales, 10 de febrero de 1971

Querido hijo:

A pesar de las inconveniencias que utilizaste para responder mi última carta, aquí me tienes “como abnegada madre” escribiéndote desde mi lecho de enferma, esperando que te encuentres bien de salud.

Pedro, no logro comprender, cómo a pesar de mis anteriores misivas, en las que con mi mejor intención, te comentaba, para abrirte los ojos, lo que estaba sucediendo en este maldito pueblo; no has decidido de una vez y para siempre regresar junto a Ella y sus hijos, o lo que es mejor, venir y divorciarte.

Me dices en todas tus cartas que no te atosigue más, ¿atosigarte yo?. Me hablas de tu amor y de su amor, y de tus bellos hijos. Pero, Pedro querido, ¿cómo puedes estar tan ciego?, ¿cómo puedes tener tal venda en los ojos que te impida ver que “tu amado hijo menor” cada día que pasa es más y más el retrato de Meliton Bengochea.

Allá tú, hijito querido, les ruego a “nuestros muertos queridos” que logren hacerte abrir los ojos.

Ahora, necesito que estés junto a mí, hace tiempo que no me siento bien, percibo que el final de mis días se acerca y no quiero morir sin verte, al menos, por última vez y decirte ¡cuánto te amo!.

Hasta prontito Pedro querido, sé que acudirás a mi llamado. ¡Que Dios y “nuestros muertos queridos”, te acompañen en tu viaje!.

Tu madre que te ama y desea que seas muy feliz.



¡Qué asco!, ¡qué repulsión!, esa carta me daba náuseas, me quemaba entre las manos... de sólo pensar que ocho días después, Pedro había caído en la telaraña de su madre, de los “muertos queridos” y de los cables de alta tensión.

No tardé un instante, agarré toda la carpeta con su contenido y realmente descompuesta la llevé hasta el patio, le eché el alcohol con que limpiaba los tipos de la máquina y le prendí fuego desde todos los ángulos, como para no darles posibilidades a Pedro, a “la madre que lo amaba” y a “los muertos queridos” de escaparse por alguna rendija.

Cuando todo se consumió, sólo atiné a entrar, tomar un vaso de leche, dos calmantes, y meterme en la cama. Maldije el día en que cometí el error de comenzar a leer esas cartas.

La iglesia “acalla pecados” de “San Pedro”, estaba dando la hora.


























XXX

Quimey, cada vez que venía a visitarme, a pesar de que lo hacía en forma esporádica, me dejaba al irse un tremendo dolor y una tremenda impotencia.

Amaba a sus hijas, creo que era lo único que la alentaba a vivir, pero no era ni sombra de la que había conocido. Vestía siempre elegantemente, cambiaba de coche y de joyas... pero nada más, no vivía, sólo transcurría.

La gente que yo había conocido, trabajando en la Municipalidad, ya no estaba ahí, por razones obvias. Todos habían logrado “acomodarse” en alguna que otra tarea. El intendente había retornado a sus vacas, Martín Vega ayudaba a Silvina en el almacén de ramos generales y Fidel Sánchez le llevaba la contabilidad y le hacía de secretario a Juan Ignacio ( es más, lo había visto retirarse a altas horas de la noche, cuando los campanazos no me dejaban dormir).


Una tarde, dejé a Juan Ignacio consultando el Código Penal en la sala de lectura y salí por un momento a hacer algo que no recuerdo.

Al regresar, estaba a punto de abrir la puerta, cuando escuché encendidos gritos que provenían del interior.

Me detuve y oí la voz de alguien vociferando muy fuerte, pero como la biblioteca estaba tan bien construida no pude entender lo que decía, ni quién era. Era una voz cargada de ira, y luego, mucho más baja, reconocí la voz de Juan Ignacio.

Seguidamente se abrió la puerta, yo hice “como que estaba llegando” y vi salir con una furia desconocida, pues siempre había sido “suave casi pusilánime”, a Fidel Sánchez, quien se dirigió hacia el bufete.

Entré, con cara de “yo no oí nada” y me encontré a un Juan Ignacio desconocido, desencajado, hasta diría que con ganas de golpear a alguien.

Me devolvió el Código en silencio, me sonrió al salir y subió a su auto. ¿A dónde iría?

Me quedé pensando en qué chanchullos de pleitos estarían metidos esos dos, y me extrañó que Juan Ignacio, con tanta personalidad, se dejara gritar de esa manera.

Sobresaltada, me descubrí “mimetizada con el pueblo”, al querer saber en “qué líos de papeles andarían”.

En la cena se lo comenté a Aroldo, me miró enigmático y me dijo sonriendo:

- Selva, a veces me parecés tan chiquilina...

- ¿Por qué? - le pregunté - ¿vos sabés algo?.

- No, nada - y no me dejó seguir hablando, se dedicó concienzudamente a mimarme.

Por esa noche, me olvidé de las campanas, de Juan Ignacio, de Fidel, de Quimey... ¿Por qué nunca le había comentado a Aroldo de mis charlas con ella?.










XXXI

En los años siguientes, todo continuó más o menos de la misma forma.

Nació Lucas, Patricia no cabía dentro de sí de tanta dicha, Manuel no sé de dónde sacó tantas fuerzas pero con su cuerpo robusto y sus cincuenta y pico, hizo redoblar las campanas, creo que con más fuerza que cuando nacieron las gemelas de Quimey.

En Rosales ya no se hablaba en secreto, todo el mundo comentaba sobre Quimey a voces, hasta oí decir que “seguramente estaba loca”.

Muchas veces me encontré envuelta en esa maraña de maledicencias y defendí “con los dientes” la salud mental y la conducta de Quimey. Todos me miraban suspicaces.

Juan Ignacio seguía siendo “el orgullo transparente, sin mácula e intachable” de las “fuerzas vivas” de Rosales. No había acto, celebración, acontecimiento, donde él no concurriera con “su esposa y sus gemelas” haciendo un derroche de atenciones y mimos hacia las tres, que a todos conmovía, pero a mí... ¡no me cerraba!.

Un día, Quimey me confesó desesperada que al reprocharle su actitud, medio encolerizada, él llegó a levantarle la mano.

Aún a pesar del maquillaje, pude notarle los cardenales. Pero eso sí, derroche de lujo y obsequios no le faltaban.

Él ya no iba por las noches a la estancia, yo veía que las luces del chalet permanecían encendidas hasta altas horas.


XXXII

Ese año siguiente, también fue dolorosamente inolvidable para el país, para Rosales y dentro del pueblo, por supuesto para mí.

Sergio, el hijo de Martín Vega, recién había sido dado de baja del Servicio Militar, apenas había cumplido sus diecinueve años, hacía unos pocos días que había regresado al pueblo y todavía estaba celebrando con sus amigos, cuando una tarde de repente, al final de marzo, fue citado con urgencia a la Capital. Todos comentaban, nadie sabía por qué. Todos teníamos el dolor candente de la pérdida de Luis, no entendíamos esa citación.

Martín Vega, preocupado, no lo dejó ir solo, esa misma noche viajaron juntos.

A los dos días nadie pudo creerlo, era un mezcla tremenda de miedo, de felicidad inconsciente, de orgullo, de bronca, una vorágine de sensaciones encontradas: La Argentina tomó Las Malvinas. Hubo quien estaba feliz, hubo quién lloró, perdimos jóvenes el primer día. Al día siguiente volvió Martín Vega, Sergio había quedado acuartelado “sólo como prevención” le dijeron. A la semana, después de búsquedas, llamadas, comunicaciones, el padre supo que había sido embarcado hacia Las Islas.

Aún hoy con el tiempo que ha transcurrido, lamentablemente no puedo sacar conclusiones. Conservo diarios y revistas en la biblioteca, unas hablan de los Sea Harrier que tiramos abajo, otros hablan de los países de América Latina que nos apoyaron, otros hablan de los que nos dieron la espalda.

Hablan del ataque de Inglaterra a nuestras Georgias, hablan de nuestro Crucero General Belgrano, del Exeter, de barcazas de desembarco, hablan de mercenarios nepaleses, hablan del Fondo Patriótico Malvinas, de programas de veinticuatro horas en televisión que recaudaron billones de pesos (claro de pesos viejos, pero billones al fin), hablan de la ida del Papa a Inglaterra, hablan de la venida del Papa a Argentina. Hablan de nuestra rendición.

Recuerdo que nos descontaron de los sueldos, que había cajas por todas partes en las que colocábamos medias, bufandas, chocolates, cigarrillos 43/70 (porque si fumaban rubios no lo notarían y si fumaban negros tampoco) ¡qué ilusos!.

En todas partes se escuchaba “La canción de Las Malvinas”, una canción vieja, pero que se había “desempolvado”. Se respiraba “argentinidad”, todo el mundo con la escarapela, todo el mundo con la radio conectada a las orejas, en las calles, en el banco, en la plaza.

Martín Vega nada sabía de Sergio, nosotros por ende, tampoco. El catorce de junio cuando Argentina se rindió, todos sentimos un tremendo alivio y una tremenda cantidad de sensaciones encontradas, los anteriores “argentinos patriotas” hablaron de traición, de los soldados que no recibieron nada, de que perdíamos constantemente, de que no teníamos armas. La historia fue justa, y nos dio una respuesta en el futuro, en ese momento ésas eran mis sensaciones.

A fines de junio, recién Martín Vega tuvo noticias: ¡Sergio estaba vivo y volvía a Rosales!, todos nos dimos cita en la Terminal, íbamos a recibir a un héroe, un héroe de Rosales que había combatido en Malvinas.

Cuando llegó el ómnibus, no lo podíamos reconocer, bajó un viejo, un viejo en lugar del niño que había partido agarrado de la mano de su papá.

No habló, se abrazó a sus padres y se fueron rápidamente. Supe por Aroldo que Sergio no podía dormir, vivía subido a su cama en cuclillas, sin atreverse a cerrar los ojos y con los walkman conectados a todo volumen porque decía escuchar las balas y las bombas alrededor suyo.

Mucho tiempo después, habló y nos contó lo que hoy todo el mundo sabe, los desastres, las mentiras, la negligencia, la cobardía de los “grandes”, los hangares repletos de comida y ellos muriéndose de hambre, “los peligrosos nepaleses” dándoles sus abrigos y sus chocolates porque les daban lástima esos chiquilines desprotegidos, muertos de hambre y de frío. Después de ese día, en que no habló más del tema, lentamente fue reponiéndose, no completamente, pero reponiéndose al fin. Con el tiempo volvió con su antigua novia a la que había dejado al volver, se casó y hoy tiene dos pibes preciosos y trabaja en la estación de servicio que instalaron con su padre tiempo después.






















XXXIII

Una tarde, víspera del día en que Nuria y Aylén cumplirían siete años, Quimey vino a tomar el té conmigo, como habitualmente lo hacía desde que las gemelas habían comenzado la escuela.

Patricia me contaba que eran unas nenas aplicadísimas, sensibles y muy inteligentes, además de bellas (que eso por supuesto lo veíamos todos: Con tales padres... tales hijas).

Ese día, a pesar de su delgadez, de su cara de desesperación, estaba entusiasmada con la fiesta que les realizarían al día siguiente en la estancia.

Juan Ignacio se había encargado de que nada faltase, había estado atento, según ella, hasta del más ínfimo detalle: músicos, payasos, títeres, todo de lo mejor y lo más caro.

Los vestiditos habían sido comprados en Marilú. Todo miliunochesco.

Ella me comentó que ya se había “acostumbrado” a la indiferencia de Juan Ignacio y que sólo vivía para sus hijas (¡con apenas veinticinco años!); que prefería permanecer indiferente antes de que él la castigara, cosa que se había tomado por costumbre a la menor réplica de su parte.

- Yo, mascullaba en voz baja mi indignación y me preguntaba por qué no tomaría mi determinación de antaño de mandarse a mudar, pero claro, en este caso estaban las gemelas y con qué excusas podría sacárselas a “semejante joya popular”.

Como faltaba un pequeño detalle sobre la organización, dejó el auto en la puerta de la biblioteca y se fue caminando hasta el bufete, para conversarlo con Juan Ignacio.

Yo, me quedé atendiendo a algunos alumnos, ya no quedaba nadie, hice unas llamadas por teléfono y en ese momento la vi regresar desencajada.

Estaba esta vez sí, como loca, como decía el pueblo; daba golpes con los puños contra las mesas, la mirada desvariada, el pecho agitado, no hablaba, sólo corría y golpeaba.

Llamé a Aroldo por teléfono y corrí a abrazarla, la cacheteé para hacerla volver en sí y le gritaba:

- ¡Quimey!, ¡Quimey querida!, ¿qué te pasa?, ¡Quimey!, ¡por favor, contestame!.

Me miró desconociéndome, la mirada alucinada y corriendo hacia la puerta gritó:

- ¿Yo, soy un asco?... ¿Yo, no sirvo para nada?... ¡Juntos!... ¡Estaban acostados juntos!... ¡Ay, que asco!, ¡Dios mío, qué asco!. ¡Juan Ignacio! ... ¡Junto!... ¡Qué asco!...

¡No pude detenerla!. Cuando iba a alcanzarla, arrancó el auto y salió a una velocidad inusitada.

Me quedé gritándole, sin lograr que me escuchara.

En ese momento llegó Aroldo, llorando le repetí, sin entender nada, o no queriendo entender, lo que había pasado. Estaba fuera de mí, gritaba yo también como una loca, quería salir detrás de Quimey.

Aroldo me introdujo “de prepo” dentro de la biblioteca, pues la gente que “andaba por ahí, como siempre” ya se arremolinaba alrededor mío. Cerró la puerta con llave, buscó algo en su botiquín, me levantó la falda, me inyectó no sé qué cosa y salió corriendo a su auto.

En mi delirio y en mi incipiente mareo comprendí que había ido en busca de Quimey.



Me había quedado dormida sentada en una silla cuando me sobresaltó el teléfono. Era él. Nervioso, raro, me preguntó:

- Selva ¿cómo estás?.

- Bien, por favor ¿cómo está Quimey?.

- Tranquila chiquita, estoy en el hospital, llamé a Patricia para que vaya para allí. Ya voy.

- Pero... ¿por qué?... ¿qué pasa?

- Nada, tranquila, ya voy.

Apenas colgué el teléfono, cuando Patricia entró por la cocina. Estaba desorbitada, blanca como el papel.

Me levanté tambaleante y la agarré.

- Patricia, por Dios, ¿qué pasó?.

Mi pregunta fue interrumpida por las campanas, que comenzaron a tañer, en un macabro “De Profundis”.

Me quedé alelada, ¡Quimey!, ¿Qué le había pasado a Quimey?.

Patricia me llevó hasta la cama, se tiró a mi lado y queriendo darme fuerzas a mí, rompió a llorar a los gritos.

Ahí no me cupo la menor duda: Algo grave le había pasado a Quimey, pero ¿qué?, ¿cómo?.

Aroldo que llegó más tarde con Manuel, y también sedó a Patricia, me dio las respuestas: Cavilando dónde podía haber ido Quimey se dirigió a la laguna, tembló pensando que se hubiese sumergido.

De lejos divisó el auto en la orilla y respiró aliviado, pues al irse acercando la vio con la cabeza apoyada contra el vidrio, como llorando.

Se dispuso a ir preparando otro sedante, esta vez doble, pero cuando se acercó... Al llegar a este punto del relato, Manuel abrazó a Patricia y Aroldo muy fuerte a mí...

- Y, ¿qué pasó?, le preguntamos desesperadas.

- Quimey, chiquitas, se había pegado un tiro.












XXXIV

No sé a ciencia cierta cuántos mg de Diazepán nos dio Aroldo a Patricia y a mí, pues toda esa terrible noche que siguió a la espantosa noticia del suicidio de Quimey, está guardada en mi cerebro como una nebulosa confusa, de pesadilla.

Sólo recuerdo que amanecía cuando me despertaron las campanas tañendo a Réquiem, observé a Patricia aún dormida con los ojos hinchados y su parte de la almohada húmeda y escuché el murmullo de la conversación de Aroldo con Manuel en la cocina, a la vez que me invadía un tremendo olor a cigarrillos, tabaco holandés y café, ¿se habían quedado velando nuestro sueño?.

Antes de que se dieran cuenta que había despertado me quedé en silencio, contemplando la nada, preguntándome en qué punto la realidad se mezclaba con lo onírico en mis recuerdos de la noche anterior, al mismo tiempo que me surgía el interrogante sobre qué sabían Patricia, Manuel y Aroldo, de todas las angustias pasadas por Quimey.

A Aroldo, cuando acudió en busca de ella le había hablado de su desesperación, no de lo que había descubierto y gritado.

¿Y Patricia, la otrora enamorada de Juan Ignacio?, ¿qué sabía o intuía?.

¡Dulce y pequeña Quimey, aún me lastima el recuerdo!. ¡Pobre criatura, “matarse, para dejar de morir”!.


Ya estaba a punto de demostrar que había despertado, cuando entró Aroldo seguido por Manuel, y se despertó Patricia.

Todo lo que siguió me demostró dos cosas: que Patricia y Manuel, no sabían nada y aducían una crisis emocional en Quimey (¿qué pasaría cuando supieran la verdadera historia?) y que Aroldo intuía las inclinaciones de Juan Ignacio, pero desconocía el drama de Quimey pensando en él con una doble vida.


Lo que siguió en ese día, acrecentó más aún en este bendito pueblo, la admiración, ahora acompañada de dolor y compasión por Juan Ignacio, y la pena, aunada con la indignación, por la determinación tremenda de Quimey. En ese momento no cupo ninguna duda sobre su “injustificada depresión y locura”.

La misa de “cuerpo presente” fue un mayor derroche de aparatosidad que la del casamiento y el cura “entendió”, perfectamente, “que había sido un accidente”, para acceder a celebrar la misa, pues como nadie ignora, la Iglesia condena el suicidio... como si Ella o alguien pudiesen saber, o siquiera imaginar, qué pasa por la mente del suicida, segundos antes de morir.

El desfile de gente por la capilla ardiente fue realmente apoteótico; del pueblo, del campo, de pueblos vecinos, de la ciudad. Todos convergían hacia Quimey, pero el dolor se manifestaba hacia Juan Ignacio “ese hombre tan amado y tan injustamente lastimado por esa mujer que no supo vivir a su lado”, y hacia esas bellísimas gemelas, que sin comprender aún, permanecían asidas a su padre, en un día de cumpleaños que jamás olvidarían.

Las flores desbordaban la iglesia y entre ellas sobresalía una corona de rosas rojas, en que se leía: “A mi amada Quimey”, su esposo.

Yo no cabía en mí de furia; el dolor tremendo y desgarrante que sentía por Quimey, se veía opacado por el odio y el desprecio por ese hombre que tenía el poder en su cabeza, un pueblo a sus pies y a sus habitantes en la mano.

XXXV

Meses después, Juan Ignacio, su madre, las gemelas y su niñera viajaron a Europa “para restañar las heridas”. Meliton Bengochea quedó a cargo de todo.

Una tarde, pasé a conversar con Patricia y la encontré ordenando fotografías.

Creo que a la mayoría de las mujeres nos encanta revolver fotos viejas, de modo que yo no fui la excepción de la regla, y así pasé buena parte de la tarde mirando y escuchando las aclaraciones de Patricia.

De repente, tuve en mis manos una fotografía de “fiesta de egresados”.

Ahí Patricia me mostró a ella, el día en que terminó la secundaria. Me fue presentando a cada uno de los componentes del grupo: estaba Juan Ignacio bellísimo y alegre, haciéndole una mueca a un morocho muy interesante del que Patricia me explicó que era Pedro Lucca Navarro.

Me detuve largo rato contemplando su sonrisa, y feliz de conocer el rostro de quien me había quitado el sueño con sus angustias y su madre.

Detrás de él, un altísimo muchacho rubio, en el que instantáneamente reconocí a Meliton Bengochea.

Patricia me contó que todos eran muy unidos en esa época, salían de pic-nic, iban a bailar y ahí se enamoró de Juan Ignacio.

Yo la miraba y me preguntaba si tenía derecho a hablarle de Quimey y de sus confesiones. Me dije que no. Sólo lo hubiese hecho si Patricia hubiese estado soltera y siguiera amando a Juan Ignacio, pero estaba segura de que era muy feliz con Manuel.

Además, ¿quién era yo para develar algo tan de Quimey, tan íntimo?.

Quise saber de Pedro y de Meliton. Me contó que el segundo, siempre fue un caballero. Su padre había sido dueño de una de las estancias más importantes de Rosales y luego por reveses del destino, de los que el pueblo comentaba en voz baja que no había estado ajeno el viejo Lucca, quedó de un día para el otro en la ruina y a raíz del disgusto falleció al poco tiempo. Meliton fue socorrido por el Dr. Rosales padre, y partió hacia Inglaterra, para estudiar de mayordomo y administrador de estancia. Desde que regresó se hizo cargo de absolutamente toda la responsabilidad de “La Rosaleda” y era muy querido por su integridad, (mentalmente mientras Patricia relataba, yo rememoraba las últimas cartas de la “vieja Navarro”).

De Pedro, de cuya imagen yo no sacaba la vista de encima, me contó que era el más alegre del grupo, y “en secreto” me relató que estaba harto de la dominación y control de su madre (si lo sabría yo) y por ello en cuanto tuvo oportunidad, a pesar de los reproches, “se mandó a mudar” con la excusa de estudiar ingeniería aeronáutica.

Para tratar de imbuirme más en la vida de Pedro le pregunté, “como al pasar”, cuál era el problema de la madre y qué tipo de mujer era.

Patricia me miró algo extrañada, pero me hizo un retrato físico y moral de doña Orosia Navarro. Me la describió como una mujer atractiva, bastante sensual, extremadamente culta y “castrante”.

Según Patricia, ya desde pequeño, Pedro no podía “moverse” sin el control de su madre a cada instante. Ni hablar de su época de adolescente, donde no podía concurrir a asaltos, pic-nics, sin que su madre apareciera, o la mejor de las veces, llamase por teléfono.

- Pero ¿por qué te interesa cómo es doña Orosia si ni siquiera la conocés? - me preguntó Patricia.

- Por nada - mentí - solamente es pura curiosidad.

Me sentía culpable frente a Patricia y conociéndola como la conocía, sabía perfectamente que no aprobaría mi incursión en la correspondencia de Pedro.

Yo misma me desconocía, siempre había respetado la privacidad de las personas. Quizá si en otros tiempo hubiese sido tan curiosa, Carlos no me hubiera engañado tan alevosamente, aún delante de mis propias narices.

Aún cuando Esther, mi prima política, me había asegurado haberlo visto con una chiquilina que trabajaba con él, saliendo juntos del hospital, no quise nunca hurguetear entre sus papeles, ni su agenda, ni siquiera observarlo yo misma algún día, a su salida.


Delante del grupo de pie, había algunos chicos y chicas en cuclillas.

Patricia, me mostró un gordito con anteojos, que no era otro que Fidel Sánchez y a su lado, Martín Vega.

Le pregunté cómo era Fidel y me contó que era un chico muy introvertido, huraño, algo afeminado, del que todos se burlaban, pero por el que siempre salían en su defensa Juan Ignacio y Pedro. Más, Juan Ignacio, que viajó con él a la Capital cuando decidieron seguir en la Universidad, uno Derecho y el otro Económicas.

Me di cuenta que se iba cerrando lentamente la terrible tela que había asfixiado a Quimey entre sus hilos, me quedé pensativa con la foto en la mano, mirándola sin verla, o quizá viéndola demasiado.

Patricia me observó en silencio y me dijo:

- Selva, me doy cuenta que hay muchas cosas que vos sabés o presentís y que te angustian y las fuiste guardando. Por supuesto, sos dueña de hacerlo, pero si en algo te ayuda compartirlas, sabés perfectamente que aquí estoy yo.

En ese momento, hizo eclosión todo el dolor que me produjo la vida y la muerte de Quimey y rompí a llorar en forma inconsolable.

Patricia trataba de calmarme, apesadumbrada, sin saber qué decir.

Al oír mi llanto a gritos, acudió Manuel y no pudiendo aguantar más mi dolor, ante los ojos asombrados e impotentes de ambos, estuve a punto de contarles las atrocidades de ese hombre al que Patricia durante tanto tiempo había tenido erigido en un pedestal inalcanzable; pero en ese momento, Aroldo pasó a buscarme a su salida del consultorio y fue la tangente que me permitió huir de mi infidencia.














XXXVI

El pueblo se fue calmando a medida que fueron transcurriendo los meses. La lejanía de Rosales de Juan Ignacio y su familia ayudaba por momentos al olvido de Quimey, máxime si recordamos lo que a su vez estaba pasando el pueblo con el dolor de Sergio y sus padres. Yo, no dejaba pasar un día sin visitar el panteón de los Rosales dejándole una rosa.


Tiempo después, no puedo precisar cuánto, estaba yo enfrascada en la catalogación de nuevo material comprado, cuando recibí la visita de una mujer a la que no conocía.

Me llamó sobremanera la atención su porte, su elegancia y sus modales muy refinados, su traje sastre y el prendedor pequeño de diamantes, como una grulla, que lucía en su solapa.

Era una mujer delgada, de unos sesenta años, mucho más alta que yo, morena, cabello corto muy bien cuidado, con una mirada penetrante y unos ojos muy expresivos, verdes y hermosos.

Me hizo recordar a alguien, pero no tuve que perder el tiempo pensando a quién, pues en cuanto se acercó, me sonrió algo soberbia y se presentó como Orosia Navarro.

Quiso ver los libros de su hijo, le satisfizo sobremanera el observar que yo había hecho colocar sobre la estantería, una placa en la que se leía: “Biblioteca del Ing. Pedro Lucca Navarro”.

Me dijo que había acudido, pues le había llamado sobremanera la atención el enterarse que se habían donado los libros de su hijo. Le expliqué que la donación había sido muy importante para la biblioteca y para todo “Rosales”, donde ya había dos o tres jóvenes que seguirían la carrera de ingeniería.

No estaba muy convencida aparentemente, pero caminó erguida por todo el salón observando las modificaciones que, según ella, se habían realizado desde su partida.

Habló poco y lo preciso, siempre demostrando que se sentía totalmente superior.

Le pregunté sólo por formalidad, cómo había sido su viaje y si pensaba quedarse un tiempo, ahora que había regresado.

Tenía un Timoshenko de Pedro en la mano y lo estaba hojeando, como acariciando sus páginas; levantó la vista hacia mí y me respondió:

- Sólo un tiempo, el suficiente para realizar algunas tareas que me he propuesto y luego regresaré a Berna, a radicarme en forma definitiva.

Hablamos de algunas trivialidades y luego me saludó y salió. Por la ventana la observé subir a un Opel último modelo. Evidentemente estaba bien económicamente, me llamó la atención, pues Silvina era poco lo que levantaba cabeza en el antiguo almacén de ramos generales.

Ésa fue la primera y la última vez que mantuve un breve intercambio de palabras con ella.

Luego, la vi dos o tres domingos en misa y algún día en El Prado, donde generalmente los fines de semana Patricia, Manuel, Aroldo y yo, íbamos a cenar.



XXXVII

¿Cuánto tiempo transcurrió hasta que otra vez la paz y la tranquilidad desaparecieron de Rosales?. La verdad, no sé.

Juan Ignacio y su familia habían regresado, pues él se postulaba para ser el intendente de la nueva democracia instaurada.

Una noche volvió desencajado de la estancia, en busca de Aroldo. Él estaba conmigo y le preguntó qué sucedía, alarmado por la lividez de su rostro.

Juan Ignacio, pálido como un papel, lo llevó hasta la camioneta. Como estaba oscuro no pude ver de qué se trataba, pero vi que Aroldo subió en la caja y Juan Ignacio arrancó a toda velocidad en la dirección del hospital.

Luego supe por Aroldo, que Juan Ignacio había llegado a la estancia y buscó por todas partes a Meliton Bengochea, hasta que dejándose guiar por los quejidos que escuchaba provenientes de la herrería, lo encontró tirado con un tiro en el pecho. Estaba inconsciente, lo subió a la camioneta y vino en busca de él.

La policía investigó rápidamente el caso, espoleada por Juan Ignacio y esperaban expectantes que Meliton saliera del coma, para interrogarlo.

Aroldo dudaba que pudiese sobrevivir, la bala había atravesado la aorta y se había alojado en la columna, destrozando a su paso todo lo que encontró, produciéndole una terrible hemorragia interna.

Pasaron los días sin que Meliton reaccionara, a pesar de los cuidados y transfusiones de Aroldo y de la intervención que le practicó el doctor Müller, eminente cirujano que fue traído por Juan Ignacio desde la capital, por sugerencia de Aroldo.

La policía, acuciada por todo el pueblo, se dedicó a investigar minuciosamente el lugar del hecho. Todo los desconcertaba, sobre todo que los peones no hubiesen oído nada. Pero según parecía, como hacía frío, estaban encerrados en sus habitaciones y acostados desde temprano, dado que al día siguiente a la madrugada tenían que marcar hacienda nueva y Meliton era muy severo respecto al descanso de la peonada.

Nada demostraba violencia, ni lucha. Hasta que un oficial joven, Mendiguren, encontró en un potrero cercano restos de un fogón, seguramente prendido por un linyera.

Ésa fue la hipótesis más firme, mientras Meliton luchaba entre la vida y la muerte en Terapia Intensiva. Los que lo conocían, entre ellos Juan Ignacio, descartaban esa hipótesis, dado que Meliton era el típico mayordomo que continuaba con la tradición ancestral de las estancias, dando carne, galleta y permitiendo quedarse a todos los caminantes, hecho que hacía que habitualmente pasaran por ahí linyeras ya conocidos, que muchas veces se conchababan en alguna tarea transitoria.


A los más o menos diez días de angustia colectiva, pero con esperanzas, me despertaron las campanas con su macabro tañido a Réquiem.

Todos salimos a la calle preguntándonos por quién doblarían las campanas, pues había dos ancianos enfermos por esos días, nadie pensó que el fortachón de Meliton había hecho un paro cardio-respiratorio durante la noche y no había podido salir de él.

Todos estábamos consternados, nadie sabía qué decir, Meliton era un muchacho maravilloso y yo no podía olvidar que fue la primera persona que conocí al llegar a Rosales y todas sus atenciones.

Silvina estaba en la Iglesia junto al féretro, la acompañaban Jorge y Juan Pablo, nada era sospechoso para el pueblo, pues Pedro y Meliton habían sido grandes amigos. Al verlos, no pude dejar de recordar la última carta de la vieja Navarro.

Pregunté por ella a Aroldo, pues hacía días que no la veía.

Me respondió que se había vuelto a ir, que justamente se había cruzado con su auto por la ruta, el día que con Juan Ignacio llevaban a Meliton al hospital.

Me quedé pensando en la casualidad. ¿Sería casualidad?. La policía, por más que investigó no pudo encontrar al supuesto linyera y prácticamente el caso quedó abierto sin resolver.

Yo, hacía días que tenía una idea en la cabeza, disparatada, pero si la hubiera hecho pública seguramente me hubiesen tomado por loca, o me hubieran hecho un juicio por calumnias y falso testimonio.

Nada tenía que pudiese demostrar mi hipótesis. Hacía ya mucho tiempo que había quemado las cartas de Pedro, única prueba que hubiese podido confirmar esa presunción, que no por ser disparatada dejaba de tener asidero.

Pero no pude hablar. Era un absurdo y no tenía ningún elemento en mis manos que pudiera siquiera levantar la más mínima sospecha sobre Orosia Navarro.

Cada día estaba más y más segura, Orosia fue hasta la estancia quizá a recriminarle algo a Meliton, pero ya allí, quizá él le dio alguna mala respuesta y ella le pegó un tiro. Pero creo que quería imitar a Agata Christie con mis teorías disparatadas, no tenía Orosia el aspecto de una asesina (aunque sí escritura de psicópata, emuladora de Yacasta). Pero, ¿qué era yo, psicóloga, psiquiatra, criminóloga?; disuadí a mi mente de tanto desvarío y traté de continuar mi vida normalmente.

XXXVIII

Anoche, después de meditar sobre todo ese pasado de Rosales, de llorar una vez más con el recuerdo de mi querida e inolvidable Quimey, de Meliton y de “todos los muertos queridos”, me acosté temprano. No podía escribir a la luz de una vela y no podía encender la computadora por la falta de electricidad. Esa computadora ante la cual me resistí durante años, declarándome incapaz de entenderla y envidiosa de cómo los chiquilines la manejaban, como si hubiesen venido al mundo, no, con un pan bajo el brazo, sino con un manual de instrucciones, pero de la que Juan Pablo me fue interiorizando poco a poco, haciéndome casi dependiente.

Cuando lo veo a él cargando y manejando el catálogo electrónico y los archivos de la biblioteca y recuerdo mi cuaderno de “préstamos y devoluciones “ y mis fichas blancas de títulos y autores, me siento como única sobreviviente del pleistoceno.

No recuerdo si en algún momento hablé de Juan Pablo, este muchacho maravilloso al que quiero como un hijo, pero que es el hijo mayor de Pedro.

Fue él, el que hace ya bastantes años, no recuerdo cuántos, vino con la noticia. Yo sabía que la muerte de Meliton Bengochea era un caso “no cerrado” para la policía, máxime si tenemos en cuenta que Juan Ignacio acicateaba constantemente para que no se cerrara, a fin de encontrar al culpable de la muerte de su amigo.

Muchas pisadas fueron y vinieron por la herrería de “La Rosaleda”, pisadas que fueron enterrando en el camino una pequeña grulla de diamantes, que meses después encontró un peón barriendo la hojarasca. Yo no lo supe... ¡Cuántas investigaciones hubiese ahorrado!... ¿pero, de qué forma?...

Juan Ignacio creía haber visto esa grulla en el pecho de Orosia Navarro y recordando la ruina en que el viejo Lucca había sumido a la familia Bengochea presumió un encuentro entre Meliton y Orosia, pero sin saber a ciencia cierta la causa.

Se solicitó a Suiza la extradición y Orosia se entregó sin oponer ninguna resistencia y sin dar ninguna explicación. Durante el juicio, no era ni sombra de la elegante y bella mujer que conocí en mi biblioteca, nunca salió a la luz la causa, pues nunca volvió a hablar. Con ese silencio, ese hermetismo y esa incógnita para todos, ingresó al Borda y en el Borda murió hace dos o tres años. Al fin estará con “sus muertos queridos”. Yo, cuando hoy pienso en la carpeta de cartas, ya dudo en qué punto comienza la realidad y dónde termina lo alucinado.























XXXIV

La electricidad volvió, la tormenta pasó, la laguna no se desbordó, pero yo sigo con este dolor de vientre que por momentos es muy intenso. Tendré que hacerle caso a Aroldo en ésta y en varias cosas más. La primera, hacerme estudios y las restantes, reconocer seriamente que ya no quiero estar más sola. Necesito que esté siempre a mi lado, no ya por las noches, sino todos los días.

No sé si fue la tormenta, la falta de luz, mis recuerdos o qué, pero esta noche pasada me hizo comprender que lo quiero a mi lado siempre. No “las escapaditas” a la Capital, no las noches que yo deseo, sino siempre y para siempre. Lo he decidido: Hoy, se lo voy a decir.

Acabo de abrir mis mails, Dicky me escribió contándome que mi “Decile que no venga” ha tenido una repercusión impensada en la Capital. Se ha agotado la primera edición. Luis María, ha hecho unos comentarios excelentes en su micro de la televisión y todo parece como un sueño, del que no quiero despertar.



Los estudios que mi hizo Aroldo “fueron muy crueles” así se lo hice saber entre ”ayes y risas”.

Durante estos treinta años, le he ido desnudando la totalidad de mi alma, pero parece que no satisfecho con ello, hoy se ha dedicado a hurguetear todo órgano u orificio de mi cuerpo, concienzudamente.

Resultado: quiere que me revise el Dr. Müller, porque es un eminente cirujano, de modo que mañana viajaremos a la Capital. Creo que no “me escaparé” de la cirugía, pero dice Aroldo que no tema, pues es una operación simple que en un día me permitirá caminar y en muy pocos más, me permitirá regresar a Rosales.


Aprovecho esta noche para recordar el “evento” al cual estamos invitados, en que Juan Ignacio partirá con Silvina a la Capital. ¿Por qué se casaron?, es algo que aún me queda por descubrir, él en ningún momento dejó de “aparentar su hombría”, su paternidad responsable junto a Ailín y Nuria (hoy ya abogadas) y su “dolorida viudez”. Fue siempre para este pueblo la imagen de la bondad, de la responsabilidad, de la bonhomía (pensar que yo aún tengo presentes los golpes de Quimey tapados por maquillaje, los desprecios de los que era víctima, su suicidio producto de su desesperación e impotencia, aparte de las “entradas y salidas subrepticias” de Fidel Sánchez casi todas las noches en la casa de al lado). ¿Y Silvina?, ¿qué buscaba?, nadie sospechó jamás de su relación con Meliton, de su traición a Pedro, del origen de Jorge. ¿Qué los llevó a casarse en el verano pasado justo cuando él se postulaba para el cargo de Diputado Nacional?.

Ella, quizá, eligió escapar de su pasado en Rosales, él, estoy segura, quiso aún más fortalecer su imagen “sin mácula” de esposo amantísimo y de padre entrañable.

Pero a mí, no pueden engañarme. Recuerdo en este momento a Henry Barbusse en “El Infierno”, él habla de “su agujero sobre la humanidad”... yo tengo “mi biblioteca sobre Rosales” y sé al igual que él, después de treinta años, lo que todos valen y lo que todos esconden.

Me voy a bañar y a acostar, mañana tengo que madrugar. Guardaré esta historia en el cajón de mi mesa de noche hasta mi regreso, no quiero que pueda llegar a manos de Juan Pablo.

Y mientras el sueño acude, me regocijaré pensando en esta tarde (a pesar de la invasión anatómica) en que le dije a Aroldo cuánto lo amaba y cuánto lo necesitaba y la cara de paz y felicidad con que me regaló. Ya comenzamos a hablar de nuestros planes futuros, de la casa que compraremos, del viaje a París que hace tanto tiempo tenemos planeado y de la cara “de asombro fingido” y de “no nos lo hubiésemos imaginado” que pondrán Patricia y Manuel, mientras se burlen de nosotros y se rían a carcajadas.

Soy ya una mujer de más de sesenta años, pero me siento joven, vital, ilusionada, al fin la vida me sonríe, al fin seré totalmente feliz.

Se me acaba de ocurrir un poema, antes de dormirme lo escribiré, pues mañana puedo olvidarlo:

¡HOY QUIERO VIVIR!

Quiero dejar de ser
un turista pasivo de mi propia existencia,
¡aprender a vivir!.
Comprender que la vida, está ahí para amarla,
y jamás sucumbir.
Juntar flores silvestres, probar frutos maduros,
embarrar mis tobillos y cantar y reír...
Ver en cada mañana mi penúltimo día,
y beberlo hasta el fin.
Al llegar de las noches empaparme de luna,
y sentirme vivir.
Quiero estar en tus brazos y tenerte en los míos
¡y saberme feliz!.






Notre Dame acaba de dar las ocho campanadas, pienso en Rosales, las palomas aún revolotean en la Place de la Concorde, las barcazas y las lanchas de paseo se arremolinan sobre el Sena, todo comienza a iluminarse y a resplandecer en esta bella tarde de verano, víspera del catorce de julio.

Los parisinos y los turistas van y vienen por los Champs- Elyséss y por la Galerie Lafayette, mi café se está enfriando sobre la mesa colocada en la vereda del bar de la Ruè Bailleul.

Este mediodía llegué a París, dejé mi equipaje en el “Lizard Loungue” donde ya he parado en otras oportunidades y me dediqué a caminar sin meta por la Ruè du Bourg-Tibourg, hacia Montmartre.

A plena luz del día me siento totalmente a oscuras y estoy a pesar de tanta gente, en plena soledad.

¿Cuánto hace que vengo postergando este viaje? ¿dos, tres, cuatro años?, cada instante transcurrido se ha transformado en siglos para mí. Patricia y Manuel me insistieron para que viniese, pero ¿qué hago en París?, mejor podría preguntarme ¿qué hago en cualquier parte?... nada existe, nada veo, todo transcurre para mí.

Este viaje a París fue tantas veces planeado y tantas veces postergado junto a Selva, que no entiendo qué me llevó a hacerlo ahora, cuatro años después de haberla perdido.



El garzón retiró mi pocillo frío y le pedí otro café, aunque positivamente sé que volverá a enfriarse mientras rememoro y añoro, contemplando la silla vacía colocada frente a mí.


A pesar de ser médico, nunca logré entender qué fue lo que sucedió aquella tarde de octubre de hace cuatro años. Selva, hacía días que venía quejándose de una epigastralgia y yo insistí en viajar a la Capital, para que la diagnosticara el Dr. Müller. Todo me pareció simple, pensé en una laparoscopia, pero Müller prefirió realizar una cirugía exploratoria, algo no le cerraba a él con su larga trayectoria de cirujano y me lo hizo observar: Pequeñas manchas detrás de la vesícula.

Estuvimos varios días en la Capital mientras Selva realizaba sus estudios prequirúrgicos, algo la preocupaba, la disuadí de todo mal pensamiento. Le expliqué que la intervención era sencilla. Pero no, su preocupación no era la cirugía, cosa que en su momento no logré entender: era el no estar presente en Rosales, cuando se realizara la despedida de Juan Ignacio.

Cuando le manifesté que no comprendía su interés en semejante pacatería, con tono misterioso y burlón me manifestó que “en su mesa de luz guardaba un obsequio muy especial” para él y Silvina.

En ese momento no lo entendí y preferí con fingido desconcierto esperar a regresar a Rosales y ver “su sorpresa”.

Luego... todo sucedió como en un calidoscopio nefasto de negros y grises.

La acompañé al quirófano, oprimí su mano mientras la anestesia iba haciendo efecto lentamente y corriéndole la cofia la besé en la frente, me guiñó un ojo y me dijo: ”Hasta luego amor, esperame que ya vuelvo”.

¡Pero no regresó!... todo estaba bien, los ECG nada hacían sospechar, el prequirúrgico excelente, pero un paro cardiorrespiratorio se la llevó, sin que yo, que sostenía su mano con firmeza, haya podido reaccionar, a pesar del empellón violento que me dieron el cardiólogo y el anestesista aplicándole el desfibrilador varias veces, en forma infructuosa. Permanecí allí largo tiempo sin poder convencerme y luego, como si una parte de mi vida se hubiese ido con ella, tardé en volver en mí.

Müller, trató de consolarme de mil y una formas, la primordial, demostrándome que todo hubiese sido mucho peor para ella, pues las manchas que se observaban detrás de la vesícula eran racimos de linfomas. Pero no quise escucharlo, en mi egoísmo preferí que hubiese salido de la cirugía, durante un tiempo poder viajar, poder hablar, poder reiterarle mi amor de tantos años, desde el primer día que la vi en mi consultorio con su cara triste y preocupada, cuyas causas, luego el tiempo, me ayudó a descubrir.

Hoy sé que fue mejor, que no sufrió, que no se vio decaer, ¡que no lo merecía!. Pero me pregunto... ¿acaso, merecía morir?.

Yo no soy escritor como mi querida Selva, me cuesta expresarme literalmente, pero trataré de relatar lo más claramente posible, todo lo que a continuación sucedió:

La dejé en “Flores”, junto a sus padres (a los que justamente habíamos visitado días antes y les habíamos colocado claveles rojos sobre su tumba). Selva decía que su madre adoraba los claveles rojos y que su padre, cada vez “que hacía una felonía” aparecía parapetado detrás de un enorme ramo de ellos y de una bandeja de masas.

En ese momento se reía a carcajadas con el recuerdo de su padre tapado de claveles y su madre, muchas veces, revoleándoselos por la cabeza; pero ¡qué vida de sufrimientos me había ido relatando a través de esos años!. Me hablaba de palizas, de castigos injustificados, de peleas, de amagos de suicidios donde se ponía al medio, de lágrimas a cada paso.

Me hablaba de sus complejos, de sus temores, y de su gran alivio cuando conoció a Carlos al que imaginó como el cauterizador de todas sus heridas. Después más lágrimas, más traiciones, más desprecios.

Él la utilizó para catapultarse en su carrera de médico, apoyándose en ella y pisoteándola, traicionándola y engañándola al lograr su cometido. Tantas mentiras, tanto dolor, tantos engaños fue encofrando en ese pobre corazón, hasta el día que ella me describía como “milagroso” en que en un diario de la tarde leyó que en Rosales, necesitaban una bibliotecaria.

Cuando ella llegó, yo hacía poco tiempo que había terminado mi matrimonio con Mariana, un matrimonio que había transcurrido sin pena y sin gloria y que no había siquiera llegado a dejarme un sabor amargo en la boca.




Vacío totalmente y con un odio tremendo hacia el mundo y hacia Dios, regresé a Rosales junto con Patricia y Manuel, que me habían ido a acompañar en la Capital. Ellos no podían reaccionar y como ellos todo el pueblo. Maravillaba el ver cuánto amor había cosechado Selva a través de treinta años. Las campanas de la iglesia tañeron, como yo recordaba que siempre había sucedido y cuando en la misa que dimos aparecieron Juan Ignacio y Silvina, recordé las palabras de Selva sobre “el obsequio para ambos” que estaba en la mesa de luz.

Al salir acudí a su departamento, ese departamento al que Selva pronto iba a dejar pues al fin, después de tantos años, había aceptado unir su vida a la mía. Pasé las manos sobre las teclas del piano, mientras contemplaba sobre él el retrato en que estaba junto a su papá y su mamá tomada de la mano, siendo muy pequeña.

Fui a su dormitorio, abrí la mesa de luz y encontré noventa y seis hojas manuscritas, en que a primera vista se veía de tanto en tanto, el nombre de Quimey.

Me llamó sobremanera la atención, pues sabía de su libro recién publicado y de sus cuentos anteriores, pero jamás me había hablado de que estuviese trabajando en algo sobre Quimey. ¿Qué era lo que había escrito?.

A pesar de mi tremendo dolor, de mi agotamiento y de mi vacuidad, me recosté sobre su cama donde flotaban su perfume y mis recuerdos, y me puse a leer. Creo que más que leer, devoré esas páginas manuscritas que encerraban tanto dolor y tantos secretos mantenidos por años.

Luego, atosigado por no sé qué extraño sentimiento, descompuesto por tanta inmundicia callada por Selva y emocionado hasta las lágrimas por sus bellísimas y últimas palabras que parecían premonitorias, corrí a la biblioteca, me senté frente a la computadora y me dediqué a tipear su escrito.

Como decía Selva, el boing-boing de la iglesia marcaba las seis de la mañana, cuando con los ojos hinchados pero satisfecho, comencé a imprimirlo.

Al día siguiente era la despedida de Juan Ignacio, me excusé de ir, cosa que todos comprendieron, pero le pedí a Juan Pablo que le entregara un sobre. En él iba el primer impreso, de lo que luego sería la segunda y exitosa novela de Selva: “Recordarás a Quimey”.

Esa noche, la empleé en leérselas a Patricia y Manuel en la cocina de Selva. ¡Cómo lloraba Patricia! y ¡cuánta bronca contenía Manuel!.


Cuando a los dos días salió la noticia en los titulares de los diarios, todo Rosales quedó consternado, no entendía nada. Manuel, Patricia y yo, nos abrazamos emocionados: “A pesar de todo, nuestra querida Selva había llegado a tiempo a la despedida de Juan Ignacio”.

Sonriendo aún, escuchamos el noticiero del mediodía: “Ha sorprendido al país y al pueblo de Rosales que tantas esperanzas había depositado en él, la sorpresiva noticia de la renuncia indeclinable del conocido jurista, Dr. Juan Ignacio Rosales, a su banca en la Cámara de Diputados. Se desconocen los detalles, sólo podemos adelantar que el Dr. Rosales y su esposa han partido hoy del país, con destino desconocido”.

Cuando a los dos meses, Dicky lanzó la presentación de “Recordarás a Quimey” yo me di por satisfecho: Sabía que había cumplido con el deseo de Selva.

Rosales ya no fue la misma, todo seguía transcurriendo, siguieron las misas de los domingos, las reuniones en El Prado, los paseos por la plaza, los bailes en el balneario, pero se había establecido como un acuerdo tácito de silencio, con respecto al pasado. Coincidentemente, a quien recorriera los senderos del cementerio, no dejaba de llamarle la atención que desde ese momento, las tumbas de Quimey y de Pedro, siempre estaban abarrotadas de flores.



No me equivoqué, el café volvió a enfriarse, ya es de noche, y en la cara de la luna que se refleja sobre el Sena me parece notar los guiños de Selva y me vienen a la memoria los últimos versos de aquel poema tan hermoso que me dedicó:
Al llegar de las noches empaparme de luna,
y sentirme vivir.
Quiero estar en tus brazos y tenerte en los míos
¡y saberme feliz!.






NOTA DE LA AUTORA: Quimey, Pedro y Meliton existieron, quizá no coincidentes en los espacios y los tiempos.

El pueblo de Rosales, también existe, aunque con otro nombre, por razones obvias. En él aún se pavonea Juan Ignacio, o como se llame.

Y yo existí... o no... ¿Ustedes qué opinan?



















Texto agregado el 20-06-2004, y leído por 551 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
10-01-2005 BUeno el segundo voto es el mío. EXITOS te los merecés. Podés dar fé que he seguido paso a paso esta nouvelle. Besos sil anouka
10-01-2005 Bueh hermanita el seungo coto es el mío. Podes dar fe de que he seguido esta novela paso a paso. Exitos, te lo merecés. Besos Sil anouka
15-07-2004 es una gran novela... aunque hay partes que me dejaron desconcertadas (creo que ahi esta la gracia), felicitaciones es un exelente trabajo!!, besitos. lorenap
 
Para escribir comentarios debes ingresar a la Comunidad: Login


[ Privacidad | Términos y Condiciones | Reglamento | Contacto | Equipo | Preguntas Frecuentes | Haz tu aporte! ]