Ellas no saben estar calladas
Cuando sonó la campana, Andrés empezó a recoger sus bártulos con la pachorra de siempre. Colocó ordenadamente en su mochila los lapiceros, bolis, cuadernos y por último el libro de “mates”. Siempre era el último en salir de clase, rara era la vez que tenía prisa. Era un chico tranquilo. Doce años no son muchos para que un muchacho se tome las cosas con calma, pero él era así. Las prisas le ponían nervioso y además sabía que en casa no le esperaba nadie. Su madre trabajaba por las tardes y al llegar, como siempre, sólo tendría que calentarse la comida que ella le había dejado lista.
Al salir del aula no quedaba nadie en los pasillos. Fuera del edificio vio que el bus escolar se había marchado y ya no quedaba ningún coche de las madres que iban a recoger a sus hijos.
Andrés vivía a unos 15 minutos del instituto y hacía ya dos años que rogó, que prohibió mas bien a su madre que le acompañase. Se sabía el camino de memoria y conocía cada semáforo. También había renunciado al bus escolar porque varias veces le habían reñido por sus retrasos, por su lentitud, así que caminaba, ida y vuelta, tranquilo y pensando en sus cosas.
Sus cosas eran una sola cosa: Virginia, el amor de su vida.
Virginia era su vecina, vivía en el cuarto, un piso por encima del suyo, en la misma letra. Cuando Andrés estaba en su dormitorio la suponía a ella justo encima, con la cama y la mesa de estudio colocadas en el mismo lugar y podía adivinar todos sus movimientos. Ella tenía trece años, era un poco más alta y no le hacia puñetero caso. Eso a él le traía de cabeza.
Andrés sabía que ella estaba por los más mayores, de 15 ó 16 años. Cuando coincidían en el ascensor, Andrés se estiraba y casi se ponía de puntillas para estar más alto. Sabía que Virginia no era buena estudiante, varias veces le había ayudado a con los ejercicios de mates y pensaba que con suerte repetiría curso, estarían juntos en la misma aula y podría verla a todas horas.
Estaba llegando al parque próximo a su casa, cuando notó que sus tripas se revolvían y una aguda punzada en la barriga. Sintió retortijones y unas inaplazables ganas de hacer de vientre. Calculó que no aguantaría los 500 metros que le separaban del portal de su casa. Con urgencia, encontró entre unos setos, un sitio más o menos escondido. Se bajó los pantalones, pero ya era tarde. Se había cagado encima, en los calzoncillos. La mierda casi líquida, como una papilla, empezó a resbalarle por el interior de los muslos. Estaba en el trance desesperado de arreglar aquella situación, intentando salir lo más airoso posible, cuando apareció de repente, a pocos metros de donde él estaba, la figura de una chica que llegaba corriendo y parecía buscar donde esconderse. ¡Tierra, trágame! Era Virginia, su Virginia. Le vio, le miró despacio y le reconoció. Hola Andrés, dijo parándose en seco. Luego, sofocando la risa con una mano en la boca, se fue corriendo en sentido contrario al que traía.
Andrés quería morirse, querría no haber nacido, haber sido invisible.
Cuando se alejaba del lugar, pudo ver un grupito de niñas que hablaban y reían. Virginia en el centro. Quiso morirse más.
Entre los setos quedaban unos calzoncillos con corazoncitos rojos y unas hojas de su cuaderno también manchadas.
Subió por la escalera al tercer piso, donde vivía. Estaba sucio, se notaba sucio y todo le olía a mierda. Estaba humillado, jodido y reprimía las jodidas ganas de llorar. Virginia, su amada Virginia, le había visto acuclillado, pringado, como un bebé que se lo hace encima y ahora lo sabrían todas sus amigas, todo el colegio, el mundo entero. Todos sabrían que era un cagón de mierda. Ya lo decía su padre: “Las mujeres no saben estar calladas”.
Entró en su casa, se fue derecho al cuarto de baño, se desnudó y empezó a llenar la bañera. Metió toda su ropa. La frotaba y sacudía tiñendo el agua. Repitió hasta tres veces la operación. Finalmente, sin dejar de pensar en todo lo ocurrido, se enjabonó y duchó hasta que creyó que el olor a mierda había desaparecido. Luego casi vació un frasco de colonia.
Se puso el pijama, metió la ropa mojada en la lavadora y cogió un plátano que ni peló. No tenía ganas de comer.
Una vez su padre contaba que le había pasado algo parecido, pero entonces no le vio nadie. Fue también al salir de la escuela, camino de casa, solo que el lo hizo en el rincón que formaba uno de los muros de la catedral con uno de sus contrafuertes. Allí, aparte de la plasta, dejó olvidada su carpeta con las cosas del colegio.
Contaba que al día siguiente ya lo sabía toda la familia, todas las vecinas y era entonces cuando decía aquello de “Las mujeres no saben estar calladas”.
Andrés se metió en su habitación, se tumbó en su cama mirando al techo, sin poder quitarse de la cabeza el corro de chicas riendo. Finalmente se quedó dormido.
Le despertó la voz de su madre: “Andrés hay un paquete para ti, estaba en la puerta”. La madre entró en el dormitorio del hijo y dejó un paquete envuelto con papel de regalo que tenía pegado un papelito: “Para Andrés”.
Sin demasiado interés lo desenvolvió con cuidado. Pensaba que podía ser uno de esos pequeños regalos que a veces, sin un motivo especial, le hacía su madre.
Eran unos calzoncillos azules con corazones rojos, con grandes corazones rojos. De la prenda colgaba una pequeña etiqueta. No sabía qué pensar. De entre la tela apareció un papel doblado en cuatro, que cayó al suelo. Lo cogió, lo leyó despacio y lo releyó dos, tres veces:
“Andrés, perdona que te sorprendiera esta mañana así. Te prometo que no se lo he dicho a nadie, es un secreto ¿verdad?
Los corazones son ahora más grandes. Espero que sean de tu talla.
Mañana nos vemos en el instituto.
Virginia.”
Poco a poco se le fue dibujando una sonrisa y su corazón empezó a llenarse de esperanza. Salió al pasillo buscando a su madre y casi gritando: “Mamá, mamá, ¿qué hay de cena?”.
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