Tarde de lluvia
Hacía horas que llovía fuera, claro. Esta vez el parchís sobre la mesa camilla y como todos los martes desde hacía dos años, él había ido a su casa a pasar la tarde. Se conocían de siempre: la misma edad, la misma pequeña ciudad, el mismo barrio… Ella llevaba tiempo divorciada y él había enviudado años atrás, sin gran dolor, sólo un cierto vacío y una soledad que en ocasiones agradecía y en ocasiones detestaba.
El hombre dijo: “¡Qué aburrimiento!” mirando por la ventana el cielo gris y la lluvia vertical y constante. Pensó en la ley de la gravedad y distraídamente cogió una manzana del frutero, que lustró frotando con la manga de su camisa y mordió apenas, sin ganas.
La mujer sin énfasis: “Yo también estoy aburrida” echándole una mirada doméstica. En vez de coger el cubilete de los dados del parchís, se levantó y se colocó a sus espaldas.
Estaba a tiro de un uno para comérselo y si se contaba veinte podía comérselo otra vez o bien meterse en casa. Miró por la ventana la lluvia y el gris creciente del atardecer. Decidió que puesto que estaba ya en su casa, lo mejor sería comérselo, con un poco de suerte: una posibilidad entre seis. Entonces lanzó el dado sobre el tablero.
Puso las manos sobre los hombros del hombre con familiaridad, midiendo su simetría con el cuello robusto. Luego una mano en su nuca deslizándola hacia arriba, a contrapelo por la cabeza, acariciándole y besándole detrás de la oreja.
Se inclinó un poco, sus pechos donde antes las manos y las manos sobándole desde el pecho, vientre abajo, hasta llegar a la bragueta.
El hombre notó el calor que desde sus ingles se extendía por todo su cuerpo y le dijo a la mujer: “Morena, sigue lloviendo, ¡vamos a la cama!”
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