Todos tenemos nuestras manías. A mí, por ejemplo, no me gusta hacer lo que hacen los demás, ni tampoco lo que los demás esperan que yo haga. No me gusta leer el libro que está leyendo todo el mundo ni ver la película que está viendo todo el mundo. Este maldito prurito de originalidad que padezco ha sido el responsable de que hasta bien cumplidos los treinta años no hubiese ido a Roma, ciudad turística por excelencia. Hace veinte años y por motivo de trabajo fui por primera vez. Desde entonces no hay año en el que no vuelva a la ciudad eterna. Y si es posible, varias veces. No debe de haber un lugar en el mundo con tanta belleza por metro cuadrado, un lugar donde mejor representado esté lo más elevado que ha producido el genio humano a lo largo de la historia. Creo que me he enamorado de la ciudad. Cada vez que vuelvo visito sistemáticamente unos cuantos sitios, en los que hallo sensaciones que no dudaría en calificar de inefables. Inefable es la admiración que siento ante la majestuosidad de La Fontana de Trevi, en la plaza del mismo nombre. Inefable es el temor que experimento ante la mirada inquisitiva del papa Inocencio X de Velázquez, en la Galería Doria Pamphili. Inefable es el éxtasis en el que caigo ante el armonioso fresco “El triunfo de Galatea” de Rafael, en la Villa Farnesina.
La Villa Farnesina es un palacio construido en los aledaños del Trastevere a principios del siglo XVI. Su nombre se debe a Alejandro Farnesio, cardenal que la compró a finales de dicho siglo. Su vestíbulo principal se encuentra adornado por el fresco “El triunfo de Galatea”, pintado por el divino Rafael, quien se inspiró en un poema de Angelo Poliziano. En una concha tirada por un par de delfines la ninfa Galatea escapa de la persecución de un ejército de cupidos enviados por el cíclope Polifemo. A pesar de ésta y de otras maravillas que decoran sus paredes y techos, la villa no es muy visitada. Eso, naturalmente, la hace más atractiva para mí. No sé cuantos años tardé en percatarme de su presencia, pero un buen año (o malo, ya no recuerdo, es una manera de hablar) caí en la cuenta de que siempre había alguien en el vestíbulo. Quiero decir que siempre estaba la misma persona. Comoquiera que voy con bastante frecuencia a Roma, y comoquiera que siempre visito la Villa Farnesina, ya me había familiarizado con la presencia del extraño personaje. A pesar de ello, no podía dejar de estar intrigado. Al fin y al cabo, yo voy una o dos veces al año, pero él acude a diario. O, al menos, eso parece.
El año pasado me decidí a preguntarle por el motivo de sus constantes visitas a la Villa Farnesina. Temí que me despachara con algún improperio. Por el contrario, se avino a responderme muy cortésmente. La que sigue es su historia. Se llama Giovanni Borghese y pertenece a una familia muy acaudalada de Roma. Ha tenido su vida resuelta desde el mismo día de su nacimiento, hecho que, unido a su poca afición al trabajo, le ha llevado a cultivar con esmero el arte del “dolce far niente”. No quiere esto decir que haya descuidado su vida espiritual o cultural. Estuvo, en su tiempo, abonado a todos los museos de la ciudad, pero, poco a poco, a fuerza de visitarlos, se fue cansando de ellos. De todos menos de uno: de la Villa Farnesina. El placer que halla en la contemplación de “El triunfo de Galatea” no disminuye con el paso del tiempo. Pero ésa no ha sido la única causa de su fidelidad al museo. Me contó que de joven (ahora frisará los cuarenta años) seducía a las turistas que acudían al museo hablándoles de mitología griega: de nereidas, cíclopes y tritones. Sus romances eran breves, duraban lo que duraba la estancia en Roma de su conquista: de un fin de semana (en el peor de los casos) a un mes (en el mejor). Mientras charlábamos, repentinamente cambió su semblante. Su rostro pasó a reflejar una gran melancolía. De un tiempo a esta parte - me dijo – sus conquistas se habían reducido prácticamente a cero. Su pico de oro ya no era suficiente. Su erudición no compensaba sus años. Quizá podía haberlo intentado con señoras de su edad, pero a él le gustaban las chicas jóvenes y en eso era intransigente.
Antes de despedirnos recuperó el ánimo y la sonrisa. Me dijo que le disculpara por hacerme participe de sus tristezas, que había sido sólo una depresión pasajera. En realidad, sus cuitas de Casanova en paro habían terminado el día en el que se dio cuenta de que ninguna de las mujeres que pasaban por la Villa Farnesina, ninguna, poseía la belleza, la gracia y la elegancia de la ninfa Galatea… y con ella siempre podía contar. |