Mientras camino en dirección a la puerta por donde sales de tu trabajo, como tantas tardes de invierno, en busca de la calma y la quietud desprendidas de tus gestos tan contagiosos, como ese desperezarte tan grácil, recuerdo que no te había entregado las llaves de mi casa, no porque no lo hubiese pensado antes, fue por esa pereza que se instala en nuestra rutina para evitar sobresaltos, para eludir la extrañeza de no tenerte cerca en el pequeño pasillo, en la antesala de la ausencia.
Esta mañana, un poco templada para ser 14 de febrero, he comprendido el acierto de dártelas, sin ofrecerte la oportunidad de replicarme ¿y para qué necesito las llaves de tu casa, si nunca voy a querer ir si tú no estás? Lo arreglé con un “llega antes que yo cariño” no sin antes pedirte que comprases algo ligero para la cena. Ya sabes, después de nuestros entretenidos intentos y logrados orgasmos, siempre nos acucia el hambre y las ganas de mear.
Revolviendo en el asunto de las llaves, puede ser que la ocurrencia viniese del símil hecho con las lujurias este pasado y oloroso fin de semana. ¡Con que nitidez lo saboreo y lo repito cuando quiero explicármelo, cuando lo convierto en mi verdad, esa para la que fuimos moldeados por los quehaceres de nuestros maestros, por las caricias y la ternura de los papás, por las palabras y las promesas de nuestros amantes!
“Fuera aparte” del motivo original por el que te ofreciera las llaves, conseguí el cese de tus anhelados ruegos, evitamos así el desgaste tan tonto para el que no estás hecha, ese perder energías repitiendo los mismos y transparentes sueños, los engordados deseos, las cercanas y encontradas palabras de amor. Logrado esto, he de confesarte lo mucho que me gustaba que me suplicases al oído -y por favor ¡no te enamores de otra! ¡ No quiero verterme sin ti!-
Cuando puedas, te lo ruego, insta de nuevo tu súplica.
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