Rosendo encontró un rato a medio día para ver a su amante. Esa morena que lo hacía suspirar era una regordeta con suficiente capacidad mental para una relación sexual y no más. Su pelo azabache con ondulaciones profundas no combinaban para nada con su cara redonda. A decir verdad, no eran exactamente para ella esos suspiros, sino que para el buen rato que pasaba sin su mujer haciendo travesuras en otro cuerpo.

Se sentó junto a ella en la cafetería de aquel almacén de Metrocentro. Era improbable que sus amigos estuvieran por ahí, o más aún, alguna amiga de su esposa. Estaba un poco acaramelado y un poco avergonzado, porque en realidad su amante era fea. Pero qué más da, se divertía mucho.

En cuestión de tres minutos, se despidieron porque debían volver a sus respectivos trabajos. Él sintió que había desafiado peligros inmensos al presentarse en un lugar público con esa mujer. Por ello, llevaba paso orgulloso y aquella sonrisa de quien comete un crimen seguro de no ser condenado.

Antes de salir del área de comidas, alguien pronunció su nombre y lo improbable, se volvió posible y, más aún, real. El que lo llamó no era solo su amigo, sino que también era amigo de su mujer.
- ¿Qué ondas vos? ¿Cómo estás?
- Bien vos, que voy con prisa – dijo, buscando una frase sabia que lo sacara rápido del embrollo.
- ¿Y la Hilda, cómo está?
- Bien vos, con los niños, allá en la casa…
- A ver cuándo llegan a visitarnos, podemos hacer una carne asada…
- Sí vos, te llamo por teléfono en la noche… nos vemos al rato!
- Está bueno, cuidate…

Dio unos pasos para adelante, con las manos heladas y un leve temblor en las piernas. Intentó respirar hondo para calmar el susto. La voz de su amigo volvió a resonar a sus espaldas:
- Hey, Rosendo, quitate las manchas de labial rosa que andás en el bigote… Chau!