Lo que relataré es una de esas cosas que se creen o no. No tienen otras opciones. Se toman por válidas o por embustes. Es así de claro. Muchos podrán decir que miento. Pero no me interesa. Yo sé lo que viví. Yo sé lo que vi. Y con eso me alcanza…
Habíamos llegado con Ricardo, mi Jefe, al lugar convenido. En esos tiempos trabajaba haciendo instalaciones telefónicas como asistente. El lugar era un gran depósito. Realmente muy grande, tal vez media manzana. Allí estábamos los tres, el ya nombrado Ricardo, el sereno y yo. Casi en su totalidad era un inmenso playón de maniobras. Sólo un pequeño sector, en un primer piso era el lugar de las oficinas. Ese sería nuestro sitio de trabajo.
Subimos los nombrados unas pequeñas escaleras. Y allí, delante de mis ojos se desplegó un gran salón, lleno de escritorios y sillas. Algunos armarios con grandes cajones. Había aquí y allá, pequeñas oficinas tabicadas. Papeles viejos desparramados por el piso. Todo sumergido en penumbras. Inmensos ventanales exhibían sus persianas bajas. La soledad de ese lugar realmente daba cierto escozor. Era claro que sus antiguos usuarios hacía tiempo que se habían ido. Nuestro trabajo consistía en reacondicionar la parte telefónica para la pronta llegada de los nuevos empleados.
-Anda hasta aquella oficina. Ahí vas a ver un canasto de mudanzas. Está lleno de teléfonos. Agarra los que necesites y ve poniéndolos en cada escritorio en los que veas los cables telefónicos de conexión –me dijo Ricardo –Yo mientras tanto me voy a otro sector. Cuando termines, avísame.
Y se fueron los dos. Quedé solo. Y para decir la verdad, no muy cómodamente. Fui a la oficina que me había indicado. Allí estaban los teléfonos dentro de un gran canasto. Tomé todos los que mis brazos pudieron cargar. Y comencé a conectarlos. La poca luz ambiente hacía que el trabajo fuese dificultoso. En algunos lugares prácticamente al tacto tuve que trabajar. Y así fui completando la oficina. Por fin llegué al final de la misma. Delante de mí apareció una puerta marrón. La abrí despacio. Chirrió horriblemente. Realmente la soledad del lugar y la poca luz hacían que estuviera bastante sugestionado, nervioso. Un absolutamente negro pasillo se abrió enfrente de mí. Instintivamente cerré la puerta rápidamente. Realmente me dio miedo. Tomé los teléfonos que me sobraban, atravesé el salón y baje raudamente las escaleras. En la garita de guardia me encontré con el sereno.
-Discúlpame- dije con cierta agitación- ¿No sabes si se puede dar luz a las oficinas del primer piso?- pregunté.
-Sí, seguime- contestó.
Detrás de una puerta, un tablero general de luces. Levantó algunas llaves y la luz se hizo en el primer piso. Subí las escaleras nuevamente. Crucé el salón hasta la puerta marrón. Y aunque ya estaba dada la luz de los tubos fluorescentes, sentía cierta inquietud. Reitero, no me sentía cómodo en ese lugar. Volví a girar el picaporte y la puerta cedió haciendo un pequeño chirrido. Del otro lado ahora podía distinguirse un pasillo en penumbras. En su otro extremo otra puerta cerrada. Atravesé ese pasillo hasta llegar a la otra puerta. La abrí y nuevamente la oscuridad me recibió. Rápidamente busqué en la pared una llave de luz. Agradeciendo a Dios encontré una y la pulsé. Era una habitación muy grande. Oblonga. Calculo que de unos cuatro por seis metros. En el medio una gran mesa de conferencias, oval, con una docena de sillas altas a su alrededor. Sin ventanas. Bastante lúgubre lugar. En el otro extremo otra puerta. Pero esta era distinta. Dos hojas grandes de madera oscura mostraban una puerta corrediza. Crucé la habitación y con ambas manos abrí la puerta. Un fuerte olor a encierro me golpeó la nariz. Instintivamente me apreté las fosas nasales con la mano. Nuevamente las penumbras. Busque afanosamente un interruptor. Al pulsarlo apareció ante mis ojos otra gran habitación. Al fondo de la misma un gran escritorio de madera trabajada. Imponente. Majestuoso. Coronado con un gran sillón de cuero de espaldar alto color verde. Era claro que esa oficina tenía que haber sido del Jefe. Sobre mi derecha un gran armario empotrado en la pared mostraba tres puertas. Sobre la izquierda grandes ventanales con las persianas bajas que daban a la calle, por donde se escuchaba quedamente el sonido de los autos. Avancé unos pasos dentro de la habitación. Y un frio extraño me corrió por el cuerpo. ¿Cómo explicarlo? Esa sensación de incomodidad que había experimentado antes en las otras oficinas ahora era más evidente. Mucho más clara. Es esa sensación de sentirse observado. Es esa sensación de sentirse acompañado, aunque uno esté solo físicamente. Es esa sensación de pesadez, de ahogo que tienen algunos lugares. Ese lugar estaba cargado. Había mala onda. ¿Maldad? Tal vez… Era como si ese lugar hubiese sido testigo de algo extraño. Aquel que no haya nunca sentido esa sensación es difícil que pueda entenderlo. El olor rancio de la humedad y del encierro, me hacían picar la nariz.
Rápidamente fui detrás del escritorio a concluir con mi trabajo. Quería salir lo más pronto de allí. Sentía que algo, en cualquier momento, se abalanzaría sobre mí. Hice lo más rápido que pude lo que se me había encomendado. Levanté mis herramientas y prácticamente salí corriendo del lugar. Ni la luz apagué. Crucé el salón a la carrera y bajé las escaleras en unos saltos. Me topé de frente con Ricardo.
-¿Terminaste?- me preguntó.
-Sí,… sí –contesté jadeando. Seguramente la palidez de mi rostro evidenciaba algo.
-¿Qué te pasó?... ¿Viste algún fantasma…?- me preguntó socarronamente esbozando una sonrisa
No tuve otra opción de contarle lo que me había ocurrido en esa oficina del fondo. Se lo conté con cierta vergüenza. Cuando terminé mi relato, lanzó una gran carcajada. Me sentí un estúpido por haber tenido ese miedo irracional, y mucho más por habérselo contado.
-Veni, acompáñame. Quiero que veas algo- me dijo
Subimos nuevamente la escalera. Atravesamos el gran salón. Cruzamos el pasillo oscuro. Transitamos por la sala de reuniones y por fin llegamos a la oficina del fondo.
-¿Era aquí?- me preguntó.
Asentí con la cabeza
Despacio se dirigió al armario de la derecha. Instintivamente retrocedí un paso. Tuve la sensación de que algo saldría de su interior. Abrió una hoja y nada. Abrió la segunda y nada. Retrocedí otro paso. Abrió la tercera. Y allí, en el estante superior, había un casco de obra plástico. Blanco. Era ese tipo de cascos de seguridad que se usan en las obras en construcción. Le sacudió un poco el polvo y me lo extendió.
-Lee adentro- me dijo serio. Su semblante risueño ahora había cambiado.
Tomé el casco entre mis manos. Era un casco común. Lo giré. Y miré en su interior. Y allí, en el borde, en la parte que da a la nuca un nombre. Escrito a mano, en una cinta de papel engomado había un nombre. El nombre del dueño de ese casco. Casi me desmayo cuando lo leí. Sentí que las piernas se me aflojaban. Era la respuesta a mis sensaciones anteriores…
-¿Te sentís bien?- me preguntó Ricardo al ver mi reacción.
-Sí, sí, estoy bien… ¡Con razón!- exclamé.
Esa oficina había tenido dueño. Era claro que había sido el Jefe de todo aquel lugar. Entendí claramente del porqué de mis sensaciones. Del porqué de mis miedos. Del porqué de mis temores y aversiones. La historia trágica de ese hombre había quedado impregnada en esas paredes. No podía haber otra respuesta. No podía ser de otra manera. Cierto dejo de tristeza, al recordar el destino de ese pobre desdichado se apoderó de mí. Su fortuna de sangre y muerte se había terminado de tejer entre esas cuatro paredes.
-Él trabajó aquí, hasta las nueve de la noche de ese viernes, en donde luego lo asesinaron en su casa- me aclaró mi Jefe- Yo lo conocí. Era un buen tipo. Una lástima…
Volví a mirar en el interior del casco que aún estaba en mis manos. Se lo alcancé a Ricardo que lo volvió a colocar en el anaquel. Cerró las puertas del armario. Apagó la luz y salimos de la oficina maldita…
Aún hoy, a pesar de los años transcurridos, cada vez que recuerdo aquella escena, cada vez que recuerdo el nombre escrito en esa tira de papel, los pelos de la nuca se me erizan. Muy claramente podía leerse, escrito con una letra firme y estudiada, “Ing. Mauricio Schoklender”…
NdA: El "Caso Schoklender" fue un caso policial muy famoso ocurrido en Buenos Aires a comienzo de los años ochenta. El Ingeniero Mauricio Schoklender fue asesinado brutalmente conjuntamente con su esposa por dos de sus hijos.
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