Tereso y el ángel negro
La fría tarde de Julio en que Legui dejó su penosa vida en esta tierra, Tereso Marañón permaneció sentado en el andén con la mirada extraviada en las ventanillas atiborradas de rostros anónimos, con las manos recogidas y los dientes apretados. Los músculos de su rostro no fingían entendimiento ni sus pensamientos de escritor procuraban consuelo. Cierto es que Legui tenía que marcharse; la vida terrenal no guardaba dichas para aquel mastín español, medio calvo, con grumos de roña y un mar de garrapatas que pendían de su cuerpo costilludo como zarcillos o medallas.
Ni el éxito mediano de sus obras recientes, ni la sonrisa pícara de la auxiliar de la farmacia de Dorrego aplacaban aquella angustia en aquel día. Los trenes que llegan y se van si más, no son lo mismo sin Legui –pensaba Tereso- será que las amistades, como los trenes, llegan cargadas de anónimas anécdotas y se hacen familiares por simple costumbre; llenando a su llegada el aire de inexplicable alegría, que muta en tristeza cuando las luces del furgón de cola desaparecen en el horizonte y el andén es ya un desierto de huellas y de historias que fueron un instante y se fueron.
Esa misma tarde, cuando la noche se aventuraba sobre la estación, una mano suave y cálida se posó sobre el hombro de Tereso. Giró sin convicción y observó con desdén al dueño de aquella palma tibia y mullida. No le dedicó mayor atención que aquel segundo y regresó la vista al terraplén.
-¡Buenas noches, caballero!- insistió aquel hombre bastante bien vestido y con aire seguro.
El hombre era medianamente calvo y los pocos y delgados cabellos que aún detentaba, permanecían pegados al cráneo escrupulosamente engominados. Sus cejas eran negras y sus pómulos ligeramente morenos matizaban perfectamente en contraste con sus hermosos ojos azules. Sus manos afiladas sostenían, entre sus falanges entrecruzadas, la empuñadura de plata labrada de un elegante bastón.
-No sé quién es usted- dijo Tereso –pero debe saber que no es un buen día para atender a curiosos ni a vendedores.
-No vengo a venderle a usted nada, mi entrañable amigo. Muy por el contrario, he venido hasta aquí con la franca intención de comprarle a usted su alma.
El licenciado Marañón puso, al oír estas palabras, interés en su interlocutor.
-Entonces es usted el diablo- dijo –o es un charlatán de feria. Dígame, ¿quién es usted?
-No soy ni lo uno, ni lo otro, por así decirlo. Oficio como amanuense en el estudio Reynoso; bien sabrá que el derecho de los hombres y el desempeño de lo profano se sienten bien en relación estrecha. Soy algo así como un demonio menor, un aprendiz. Mis jefes directos me obligan a una cuota mínima mensual y, lejos de lo que usted pueda creer, no está fácil esto de la compra de almas.
-Comprendo- dijo Tereso meneando la cabeza –usted es algo así como un minúsculo lacayo obligado a satisfacer la voraz demanda de sus regentes, quienes se llevan el verdadero crédito de su menesterosa labor.
-Por así decirlo.
-¿Y usted se siente cómodo con lo que es?
El hombre meditó un segundo, sumergido en un aturdimiento o una profunda tristeza.
-No completamente, señor. Pero sepa que aunque el trabajo es engorroso y mal remunerado, alguien tiene que hacerlo.
Marañón lo observó de soslayo, torció la boca y de desplazó unos centímetros haciéndole lugar al homúnculo en el pavimento del terraplén.
-Siéntese- le dijo –ya que vino a desempeñar una labor voy a escucharlo.
-¿De verdad me lo dice?
-De verdad. Soy todo oídos.
El hombre extrajo del bolsillo interno de su saco un pequeño pañuelo azul, lo entendió con suma cautela sobre el empedrado y tomó asiento sobre él.
-Vea, licenciado, estoy aquí para ofrecerle un sinfín de fastuosos beneficios…
-¿Pero no es que usted no vendía nada?- lo interrumpió Tereso.
-No, bueno, sí. En realidad depende de cómo se mire la situación. Lo que intento es comprar su alma…
-O venderme beneficios a cambio de un pago desacostumbrado.
-Bueno- dijo el hombre –si usted en realidad prefiere verlo de ese modo, entonces vengo a venderle.
-Ya lo decía yo. Uno no puede ni compungirse en paz que ya está siendo abordado por tarotistas y vendedores.
-¿Me va a dejar continuar?
-Perdone usted y continúe.
-Como le decía, licenciado, pertenezco a una firma multinacional- dijo extrayendo una pequeña tarjeta circular de su bolsillo y se la extendió a Marañón –Nuestra política de satisfacción total, que es en sí un compromiso inexpugnable, contempla un acuerdo justo a la medida del usuario.
-Al grano señor… López- dijo Tereso observando el nombre en el encabezado de la tarjeta.
-Quiero su alma.
-Y me lo dice así, sin anestesia. Uno no siempre tiene la oportunidad de ser visitado por un diablo y me lanza usted el asunto de ese modo.
-Usted me pidió que vaya al grano, licenciado.
-Pero no así, mi estimado diablillo. Es mi primera vez en esta cuestión de la permuta metafísica. Creo que debería tener un poco más de tino y tratarme con más cuidado. Si me asusta usted con su demasiada profusión puedo salir corriendo y nadie gana nada. Sea dulce, tierno, pero sin perder el foco en su objetivo primordial. ¡Vamos, conquísteme!
-Tengo que confesarle que la situación me incomoda un poco.
-No se deje llevar por las incomodidades y diríjase al punto sin ser ni demasiado vueltero ni demasiado tosco. Usted no tiene alma, por eso no sabe lo que se siente.
-Sí la tengo, licenciado. El hecho de que los diablos nos dediquemos a la compra-venta de almas no significa que hayamos entregado la propia. Somos diablos pero no estúpidos.
-Continuemos, entonces. Quiere usted mi alma.
-Así es.
-¿Y qué me ofrece a cambio de un bien tan improbable?
-El mundo, Marañón, el mundo.
-¿Y cómo sé que usted cumpliría con su parte del trato? Mi madre me enseñó desde muy pequeño a no confiar en diablos ni en presidentes.
-Los demonios, Marañón, somos malos pero no podemos mentir. Honramos nuestra palabra y nuestras deudas.
Marañón sonrió.
-¿El mundo, me dice? El mundo es demasiado grande y yo soy sólo uno. Me desplazo a pie, lo que me dificultaría seriamente la posibilidad de tan siquiera recorrerlo. ¿De qué me serviría ser propietario de tan colosal elemento si no me alcanzaría la vida para conocer y comprender sus límites? El mundo es sin duda demasiado, López; ofrézcame otra cosa.
-Mujeres. Todas las mujeres que desee. Que ellas caigan irresistiblemente rendidas a su mirada, a su pulso, a su fragancia.
-¿Mujeres? Me suena menos prometedor que complicado. No soy gran amante ni gran entendedor y suelo conformarme con las migajas de algún que otro encuentro clandestino, con las pequeñas victorias seculares forjadas a pulso. Lo que usted me ofrece es algo así como el dominio absoluto de la baraja. La gracia del juego está justamente en el azar; si uno de antemano se supiera ganador, con el tiempo, el juego perdería su encanto.
-Entonces dinero. Más dinero del que pueda gastar en toda una vida de derroche y ostentación.
-No, mi estimado López. El dinero me garantizaría el mundo y mujeres. O cambia el discurso o mejor lo dejamos ahí.
-Usted me confunde Marañón. Dígame entonces que es lo que usted desea.
-Lo que deseo, lo que se dice desear fervientemente, no deseo nada. Lo cierto es que estoy bastante cómodo con quien soy. Y aunque la oferta es tentadora, no lo voy a negar; sobre todo porque últimamente el alma no la ando usando y a veces me resulta, como al conciencia, un estorbo metafísico. Pero sin embargo soy de esos que no suelen desprenderse de nada, porque uno nunca sabe cuándo puede necesitarlo.
-Usted me confunde, Tereso. No puedo creer que alguien se conforme con lo que tiene.
-Así es la vida López. La idea es tener poco y lo poco que se tiene quererlo poco.
El hombre permaneció en silencio, dubitativo. Secó un hilo de sudor con su manga y se puso de pie; recogió el pañuelo, lo dobló concienzudamente en cuatro, sacudió sus pantalones y extendió su mano para estrechar la de Marañón.
-En verdad, mi estimado licenciado, acaba de darme usted una lección de vida.
-No es para tanto, señor diablillo.
-Sí lo es. Me ha hecho reformular en mi mente todo lo que consideraba primordial. Sin lugar a dudas estoy en deuda con usted.
Marañón meditó un instante las últimas palabras de López.
-¿Se siente en deuda conmigo?- preguntó.
-Por supuesto que sí. Usted me ha dado una lección invaluable. ¿Cómo podría pagarle esta magnífica enseñanza?
-¿Trae dinero?- preguntó Tereso.
El hombre rebuscó en sus bolsillos y los volteó enseñándole a Marañón su desgraciada miseria.
-No traigo dinero ni objetos de valor- dijo.
-¿Y el bastón?- preguntó Tereso.
-No es mío, es simplemente parte del uniforme obligatorio de la firma. Los jefes insisten en que da aires.
-¿Y qué es lo que tiene?
-La verdad es que no llevo nada conmigo.
-Entonces deme su alma.
-¿Mi alma? ¿Cómo osa pedirle el alma a un demonio?
-Fácil, usted está en deuda conmigo y no lleva otra cosa con la que pueda pagarme. Además debo decirle que no doy crédito ni acepto cheques al portador.
Marañón levantó una servilleta y con un bolígrafo resquebrajado improvisó las líneas de un contrato privado. Alzó la vista hacia el confundido hombre extendiéndole el papel sucio y cuarteado.
-Firme, López, allí, sobre la línea, junto a la cruz.
El hombre tomó el documento y con mano temblorosa firmó. Tereso se puso de pie, recogió el papel y estrecho la mano de López.
-Ha sido un gusto inenarrable hacer negocios con usted- le dijo –Y como lección complementaria le digo, vaya con cuidado, cuando cae la noche en la estación, los andenes desiertos se llenan de demonios que intentan, desatinadamente, comprar el alma a los transeúntes.
La noche cercaba de sombras el terraplén y Tereso se alejaba del hombre, recordando tibiamente a Legui, el perro costilludo y blandiendo el vetusto papel que lo convertía por primera vez desde que el mundo es mundo en un hombre con dos almas.
|