–Tenía la madrina sesenta y cinco años, cuando su memoria comenzó a perderse en el horizonte como la barracuda en las profundidades del océano.
–Solía pasarse los días con su esposo, en la casa de playa, en Patillas. Y allí, sumergida en la tranquilidad que ésta le proporcionaba, dejaba escapar del pensamiento todas esas ideas maravillosas que plasmaba en sus escritos.
–Aún recuerdo, los muchos fines de semanas que compartí con ellos, donde disfruté de aquellos hermosos días en la playa –le contaba a mi novio–. ¡Cuántas veces me ayudó a hacer castillos de arena, tomando un rico baño de sol! ¡Cuántas veces nos íbamos a la playa donde el mar nos acariciaba con sus olas! Y al subir a la casa, tenía la madrina ya preparado un suculento salmorejo de jueyes con guineítos, que le quitaba el hambre a cualquiera, y un sabroso dulce de coco con piña, que era mi favorito.
–Después de comer, pasábamos largo rato en la mesa conversando y jugando cartas. Luego nos íbamos al balcón, donde tenía dos hamacas, una para ellos dos y la otra la ocupaba yo –decía Raquel, mientras su novio la escuchaba atentamente, cual suave melodía–. Allí en el balcón, al vaivén de la hamaca, veíamos al sol moribundo, dándole
paso a la luna para que el mar no quedara a oscuras, y pudiéramos observar los navíos
en la lejanía..
–¡Cuánto disfruté de aquel tiempo maravilloso con mi madrina! –suspiraba Raquel, añorando aquellos días, que para ella serán eternos. “Qué bellos recuerdos aquellos”, pensaba…, mientras los comparaba con el tiempo presente.
–Mi pobre madrina –le decía Raquel– merecía la calma de la vejez pero no la renuncia de su mente–. Aquellas actividades que solía hacer, escribir novelas, dar clases, cocinar, disfrutar de la playa, se habían jubilado junto con ella.
Después de una vida plena, la fue perdiendo lenta y progresivamente. Apenas se levantaba y vivía de mal humor, peleando con el pobre viejo.
–¡Qué paciencia debió haber tenido! –dijo Jaime a Raquel.
–Sí… era un gran hombre y la quería mucho. Cuando la edad no le permitió a ninguno de los dos mayores distracciones, que ya no podían viajar largas distancias, él se resignó a pasar los días tranquilo, cuidando de ella en su apartamento en San Juan.
Ella, en momentos de lucidez, extrañaba su movilidad de antaño. Y como una genial idea que identificaba por un instante, recordaba la casa de la playa, y volvía y se le perdía como gaviota en la espesa niebla.
Su buena memoria, que por décadas había tenido la habilidad de guiarla en la vida, se convirtió en un laberinto, atrapada en su cuerpo, donde no conocía ni su nombre. Y por ende, su salud la abandonó.
Raquel, aunque el tiempo había pasado, siempre recordaba a su madrina; pero ocupada con sus estudios universitarios la había descuidado un poco.
Una mañana, de un fin de semana…, se levantó Raquel, pensando en ella…
sin saber que la muerte se levantó primero y se llevó consigo a su madrina.
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