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María, ya es de día

Por Nadim Marmolejo Sevilla




Era jueves. Raquel Baiz se despertó con el sol en la cara y tuvo que frotarse los ojos para deshacerse de la ceguera momentánea que le produjo el fuego astral. Con poca destreza se despojó de la cobija y su cuerpo huesudo quedó al descubierto. Estaba desnuda. Ya no conservaba ningún rastro de la lozanía que loaban sus admiradores cuando se ponía vestidos de baño. Después se dio una ducha esperanzada en mitigar el acaloramiento que había desatado la temperatura matinal, pero su cuerpo hubo de continuar asándose durante el resto del día.

Del closet seleccionó un blusón para estar en casa, que reafirmó lo flaca que estaba. El espejo inmisericorde le reveló además la multiplicación del vitíligo en su busto. Pero no se quejó de aquel estado de lastima en que se encontraba, muy distinto a su querer, sino del vertiginoso avance de la canicie.
—La vejez no se toma ni un solo día de descanso —refunfuñó. Su voz era irremediablemente seca.

Afuera, más allá de su cancela, el mundo se sobreponía al letargo de la noche y volvía a descubrir su rostro, como un fósil que se deshiela; el presente se apropiaba de la vida; y la dictadura de las horas reasumía el poder sobre la rutina avivada. Faltó poco para que su corazón se paralizara del susto cuando sobrevino la detonación. A un costado de su lecho el ventilador de aspas azules comenzó a apagarse paulatinamente.
—Y ahora quién sabe cuándo vendrán a arreglar el daño —rezongó, y observó a través de los intersticios de la ventana la pequeña tormenta eléctrica que todavía sacudía al aparato transformador de la energía del poste de enfrente donde se produjo el corto circuito.

Posteriormente se dio a la tarea de componer la cama, mientras fumaba. Las buenas formas ni el riesgo indiscutible para su salud le habían hecho cambiar la manía de chupar el cigarrillo al revés. Y con asiduidad la ascua le ampollaba la lengua. Luego determinó poner en su lugar todo lo que andaba esparcido dentro de la habitación: los zapatos, en el armario; la ropa sucia, en la canasta; los aretes de oro, en el cofre; y unos periódicos viejos que andaban por el suelo, en recipiente de la basura. De una vez pasó la escoba y acopió en una pala el resto de la indecencia del piso. En tanto concluyó se ocupó de la sala. Allí sólo tuvo que sacudir un poco el polvo de la soledad, ya que todo estaba bien puesto.

Inmediatamente después, fue a un ángulo del comedor, dirigió la mirada hacia el agujero que había en el cielorraso, y en tono afectuoso llamó:
—María, ya es de día.

Al poco rato salió por ahí una serpiente, cuyo largor y espesura semejante a un añoso pino de cumbre, ocupó la totalidad de la anchura de la sala. Era una boa de aspecto dominador, con la piel sombreada, que pronto se enroscó cerca a los pies de Raquel. Aquello era como una visión del Edén. Había llegado a la casa de Raquel doce meses atrás, arrastrada por las aguas turbias y violentas que arrojó a los patios del sector el arroyo circundante después de un aguacero demencial. Raquel Baiz la descubrió esa misma noche de la emergencia junto al quicio de la puerta trasera y la acogió de inmediato, como si se tratara de un perrito huérfano. Le quitó la suciedad que trajo consigo de la intemperie y con unos trapos viejos improvisó una cama dentro de la canastilla de las frutas, pero no sirvió de nada porque luego de haberla depositado allí se escabulló hacia el cielorraso. Desde que supo que se comía los ratones que a diario le roían los alimentos en la cocina, su dedicación a ella se tornó casi obsesiva. Y al término de la primera semana de tenerla consigo, se le ocurrió llamarla María.
—Estás muy linda hoy —le dijo y le sobó la cabeza, como es su costumbre.

Hace ya buen rato, una tarde de agosto, osó ponérsela alrededor del cuello, la acarició con delectación, la besó, y a lo último le brindó palabras simpáticas que lograron conquistar su confianza. Gracias a su consagración logró domesticarla de tal forma que es impresionante ver como le presta atención cuando le platica, incluso ha llegado a creer que dada su alta capacidad de entendimiento podría ser capaz algún día de hablar como aquella que tentó a Eva. Y a diario se esfuerza porque así sea. Por eso comparte con ella sus ocurrencias como si fuera su fiel confidente y cada vez que quiere desahogarse de algo la busca afanosamente.
—Tengo hambre —le dijo.

Y María se deslizó suavemente hacia la mesa.

En ese momento, una brisa suave, sibilante, hizo su aparición repentina y las ramas del caucho fondeado en la puerta principal de la casa rozaron las láminas de zinc sacándoles una desapacible queja, que si hubiera sido durante la noche habría espantado al más valiente. Pero casi al instante retornó la quietud y Raquel Baiz le acercó sus labios a la sierpe y la besó en la nariz cuando la vio bien acomodada en una de las sillas del comedor.
—Hace calor —mencionó, luego, y se abanicó el rostro con la mano derecha.
Y remató:
—Este clima está enloqueciendo. Esto del calentamiento global como que es en serio. Menos mal no estaré viva para cuando la tierra empiece a quemarse.

María le ofrecía a Raquel total interés en todo, algo que nunca había hallado en la gente, y por este motivo Raquel le atribuía a María el don de la verdadera comprensión que a los humanos les falla continuamente. Cree además que ella la cuida, la protege, y eso la hace sentir intocable; cuando la oye andar en las noches de un lado a otro en el cielorraso experimenta una sensación de placidez y seguridad que nunca tuvo al lado de los hombres que compartieron con ella sus años mozos. Los días de lluvia la abraza para darle calor humano, del modo en que lo haría un ser enamorado. Y cuando María prefiere estarse más tiempo arriba que abajo, Raquel se intranquiliza pensando que le ha pasado algo malo y no encuentra sosiego hasta que la vuelve a ver al día siguiente.

Después fue a la cocina. Abrió la nevera, sacó unos huevos rojos que puso a hervir al tiempo que embadurnaba un pedazo de pan con mantequilla. Luego preparó café instantáneo y le agregó leche. Sin mucho cuidado puso todo en una bandeja y la llevó a la mesa. La colocó delante de la boa y se sentó a su lado, por lo que le tocaba estirar el brazo para tomar las cosas. Tras el primer bocado volvió a dirigirle la palabra a María.
—Me imagino que comiste muchos ratones anoche.

María sacó su résped y Raquel entendió que sí; luego le hizo señas con una mano y María se arrastró suavemente por el piso y puso la cabeza sobre sus piernas. Raquel continuó hablándole pero de otro tema.
—Con toda seguridad —le dijo —si no fuera por ti sería una ermitaña. Y la culebra envolvió el cuerpo de Raquel con el suyo, a guisa de un cariñoso abrazo, y no la soltó hasta que hubo concluido de comer.

María retornó entonces al cielorraso y Raquel a la cocina a deshacerse de los platos sucios. Estando luego en la sala, sentada en el canapé mirando una revista de la farándula criolla, Raquel cayó en la cuenta que durante todo este tiempo ha sido feliz con María. Y se puso a cavilar en el misterio que rodea a la felicidad que siempre utiliza el camino menos imaginado para aparecer o desaparecer.
—Quién iba a creer que María se convertiría en la sal de mi vida – pensó.

De los hombres que tropezó, ninguno logró despertarle el amor verdadero y esa era la razón de su soledad. De algún modo los odiaba por eso, ya que fueron poco convincentes a la hora de calentarle el oído. Todos demostraron tener la burda concepción de que un amor se siembra con un buen sexo y se amarra con la red de los celos. Nunca percibieron que nada más era ponerla en almíbar y se derretiría, parece que les gustaba más bien estrellarse contra los muros de su suspicacia. Que torpes e ingenuos, juzga ahora, y que suerte no haberles comido cuento a ninguno pues sería hoy una esposa completamente frustrada. Sin embargo, no estar casada le ha dado duro y sufre mucho cuando la asalta el desasosiego que cultiva la clausura.

Es motivo de risa para ella imaginar qué habría dicho y hecho su receloso padre que durante la adolescencia le aplicó la ley del encierro permanente, empecinado en impedir que los muchachos de la calle la enamoraran a escondidas, sí se enterara del curso que tomó su existencia luego de escapársele de sus garras. De tal conducta fueron testigos los compañeros de trabajo de la empresa del acueducto, adonde estuvo encargada de la secretaría de la gerencia hasta jubilarse, que lograron cristalizar amoríos pasajeros con ella. Y las amigas más cercanas que fueron participes de las continuas juergas que organizaba en los bares del sector con el fin preconcebido de elegir a quien se llevaría a la cama. Asunto que por mucho tiempo fue el principal en los costureros ulteriores a la hora del almuerzo. Era un ser que hacía exactamente todo lo que desease. Su extroversión hizo historia, ya que nadie la llegó a igualar.
—Llevas una vida loca —llegaron a recriminarle las personas más cercanas.
—La cordura es aburrida —justificó ella.

Hubo pretendientes que le propusieron matrimonio, en serio, quién no sí era hermosa, pero sólo obtuvieron de ella su rechazo brutal pues no los consideró diferentes de los demás.
—El amor autentico, sincero, no es algo que suelan dar ustedes —les decía a todos los que se le acercaban con tal intención. Yo quiero algo así como lo que existe entre la flor y el colibrí.
Como está visto, aquello nunca se dio.

Mediodía era cuando una algazara la sacudió a ella y al barrio entero. El abanico eléctrico volvió a girar en el cuarto, dejando escapar un ruido delator de sus graves problemas de óxido. Al asomarse por las rendijas de la ventana pudo ver a un grupo de técnicos de la empresa de energía que bajaba del canasto de la grúa que los alzó para realizar la reparación del transformador averiado. Y a un sinnúmero de muchachos sin oficio que habían presenciado la maniobra, como si aquel fuera un espectáculo circense. Ellos eran los del bullicio.

El barrio recuperó su tranquilidad más tarde, aunque de vez en cuando el vendedor de repuestos para ollas a presión que todas las tardes recorre el sector rompía aquella serenidad con el tañido estridente de la campánula de su carretilla. El jueves había adquirido para entonces, gracias a todo esto, la característica de un día realmente incomparable.
Por la tardecita, ya casi a oscuras, Raquel llamó otra vez María.
—Ven, ¿qué estás haciendo?

Y, como una bombilla que se enciende, la serpiente reapareció en el hueco del cielorraso y recorrió sigilosa la distancia que había hasta el sofá. Allá llegó Raquel a monologar.
—¿No te aburres sola allá arriba? —le dijo.
E imaginando que María probablemente hubiera inquirido lo mismo, aseguró:
—Yo hubiera dado todo el oro y los tesoros del mundo por estar hoy con un hombre que me valorara, sabes.

Y María, súbitamente, huyó del diván. Raquel la vio introducirse aprisa en el cielorraso de nuevo. Al quedarse sola, Raquel Baiz se pasó una mano por la nuca algo confundida. La actitud de María le resultaba extraña, por decir lo menos. Sólo cuando la noche acabó de esparcir su manto negro por toda la casa y debió encender la luz eléctrica para no quedarse a oscuras infirió que la reacción de María pudo haber sido un simple ataque de celos. Y determinó ahí mismo no volverle a hablar jamás de sus cuitas. Pero no tuvo oportunidad de hacerlo, pues esa misma noche Raquel Baiz murió de un infarto al corazón y María tomó su lugar en la casa. Los mensajeros que llevan la correspondencia del banco donde Raquel tiene la pensión son los primeros que han comenzado a sospechar que algo le ha pasado pues ya no abre la puerta como antes, como si no fuera la misma.
—Hasta la voz le ha cambiado —comentan.




FIN

Texto agregado el 29-01-2010, y leído por 177 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
01-03-2010 Muy buen cuento sobre el vínculo afectivo con una boa de una mujer sola que en su juventud gozó de la belleza y el sexo sin reparos. Saludos. Gatocteles
 
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