Una anémona de luz se me acercó mientras nadaba en mi arrecife favorito de Ono Lulu. Sentí cómo pasaba muy cerca y me quedé extasiada mirándola a través del visor.
Cuando salimos del océano majestuoso, narré con lujo de detalles el millar de colores y sensaciones de esa tarde de buceo. Hablé de todo, excepto la anémona de luz. Esa la guardé para mi.
Hice mi costumbre ir cada sábado al mismo arrecife y hasta conseguí mi propio equipo para internarme en las profundidades del mar.
El entrenamiento me dejaba exhausta y la práctica, así como las horas en el fondo me agotaban pero siempre, en el mismo sitio, en idénticas condiciones estaba la anémona flotando.
Tras algún tiempo se lo conté a mi instructor pues cuando viajas cada fin de semana en la lancha para bucear los temas comienzan a surgir de lo más inusuales y más apegados al pensamiento real que atosiga cada cabeza.
-Me tiene encandilada una anémona de luz –le dije.
Se quedó callado, parpadeando con gran diversión- Explica.
-Sí, estoy una y otra vez mirando hacia donde flota esa misteriosa anémona.
-¿De luz? No entiendo. No hay anémonas de luz –insistió con ese tono implacable de quien se las entiende con el mar por dentro y por fuera, por bucear y surfear.
-Me parece de luz. Yo la llamo así porque esa es la impresión que me da.
-Ay, tonta! –bromeó, enternecido-. Es una anémona como todas. En el mismo lugar, cumpliendo su ciclo vital.
-Pero para mi parece que sobresale y brilla y llama mi atención.
Finalmente, sacudiendo la cabeza, sonrió- Te puedo enseñar a atrapar anémonas.
-¿Pero acaso se puede? ¿Qué no morirían en cautiverio?
-Es probable, pero puedes divertirte mucho mientras tanto.
De regreso ese día no podía esperar a que fuera el siguiente sábado y desperté muy temprano a mi instructor.
-¿Qué hay qué hacer?
-Vas a confiar totalm…
-Sí, sí, dime ¿qué hay qué hacer?
No fue tan difícil, según me lo hizo saber porque las anémonas no se mueven de donde están realmente y si esa en particular no había sido agresiva conmigo era porque no había mayor peligro de acercarse, alimentarla, observarla y ganarse su confianza.
De hecho, me sentí absolutamente fascinada cuando me di cuenta que tenía que seguir haciendo lo que ya sabía, bucear por ahí, como si tal.
Es extraño anticipar si esto iba a tener algún resultado pero por lo menos me divertí mucho sabiendo que alguien más conocía mi raro secreto sobre la inusual atracción hacia esa anémona.
Con el cambio de estación, me cansé de nadar y mi nuevo pasatiempo fue surfear. Ahora estaba por arriba de las olas, bañada por el sol y con una enorme sonrisa.
Arriba se hacen más amigos, por cierto.
Pronto mis sábados eran de ir al centro comercial, pasear en el jeep, leer bajo una sombrilla novelas inéditas para estar al tanto de lo último en el medio literario y comer, con el placer tremendo de probar todo y no subir de peso. Eso hace el surf con la actitud de un surfista.
Me sentía la reina hawaiiana cuando logré mantener el equilibrio. Ya era un avance.
Mi instructor, experto en el tema me preguntó a modo de chascarrillo qué había pasado con mi anémona de luz.
Le seguí el juego diciéndole que para saber algo de ella primero tendría que caerme de la tabla. Me desconcentré con mi sonora carcajada y perdí el ritmo, precipitándome ridículamente al agua.
La marea me arrastró y la tabla pasó por encima de mi.
Un escozor en el tobillo me hizo voltear. Se trataba de la anémona luminosa hiriendo mi pie con una descarga eléctrica!
Saqué la cabeza del agua más extrañada que asustada. Me rescataron y, una vez que mi instructor se aseguró de que no tenía ningún hueso roto, me curó la herida.
-Me parece increíble la conducta de esta anémona! En todos mis años, no había visto una reacción más animal.
-¿A qué te refieres?
-Casi es como si esta criatura reclamara bajo un sentido de pertenencia.
-¿Tú crees? –exclamé, intrigada de nueva cuenta por la anémona pero ahora bajo una luz totalmente distinta-. Guardaré mi distancia entonces.
-Bueno, sólo si en verdad quieres porque, de otro modo, podrías acercarte a ver qué pasa.
-Por mera curiosidad científica –dije yo, tratando de creer mi propia mentira.
-Claro! –me siguió la corriente pero mi instructor había tratado con tanta gente en toda su vida que conocía perfectamente cuando alguien quería engañarse para no admitir lo evidente.
No esperé al fin de semana para sumergirme en el arrecife y ahí estaba la anémona. Flotando tranquilamente. La misma anémona de siempre y, sin embargo, me parecía a cada momento diferente.
-No seas tonta. Ves lo que quieres ver! –pensé tras el visor.
La anémona se acercaba por el oleaje y yo no me moví, aunque sabía que si llegaba a tocarme me haría mucho daño.
-Eso no pasará con una anémona tan poco común –me había vaticinado el instructor, como si supiera exactamente lo que habría de pasar.
Temerosa, moví lentamente los brazos atrayendo a la criatura sin parecer amenazadora. Tal vez se lo parecí en algún momento, porque se detuvo.
También me detuve hasta que reanudó su intención.
Mi estrategia “científica” era dejar que la anémona de luz llegara hasta donde quisiera llegar para que yo pudiera verla de cerca y a ver qué pasaba.
Aunque, la verdad, no me sentía en lo absoluto una mente científica, sino más bien un pato que espera a que le arrojen migas de pan.
Me pareció tan molesta la sensación y ambigüedad de todas las circunstancias que me salí del agua, pataleando fuertemente para alejar a la anémona.
Qué podía esperar de un ser unicelular que se rige por los ciclos primitivos de nacer, crecer, reproducirse y morir!
Así lo dije a mis amigos cuando salíamos a caminar por la playa y se reían de mi, como si una loca hablara sobre una anémona con la misma ilusión que un marinero sobre una sirena.
-Te hará daño con sólo escucharla –advirtió mi mejor amiga, tomando mi analogía de la sirena.
-Es una anémona de luz. ¿Qué mal puede hacer?
-Allá tú! –decían todos- A fin de cuentas siempre haces lo que quieres.
¿Qué quería yo? Hubiera sido un alivio tener la respuesta más oportuna para concluir la anécdota pero en vez de ello, bajé una noche de mi terraza, boté la lancha y me aventuré a bucear bajo la luna.
El agua era más fría, las olas más salvajes y me interné en lo desconocido con el alma en un hilo y la respiración en un tubo.
La anémona era casi como el reflejo del satélite rodeado de la inmensa oscuridad. Administrando cuidadosamente el tanque de oxígeno, me quité la boquilla estando frente a la anémona.
Aguardé unos instantes, imaginando que se sentía igual de desconcertada que yo; seres tan disímbolos frente a frente sin algo claro en mente. La anémona porque no la tiene y yo porque me estaba portando a su altura, con una actitud que ni yo misma podía predecir.
Impulsada por quién sabe qué, le hablé (sí! Bajo el agua)- ¿Sabes qué entiendo yo por una anémona de luz?
La anémona se acercó como si le atrajeran las vibraciones distorsionadas que salían de mi boca.
Se aproximó hasta que tuve que cerrar los ojos para que su incandescencia no me lastimara y sentí en mi barbilla una succión cosquilleante y un escalofrío electrizante recorrió mi cuerpo.
Nadé hacia atrás y salí de ahí abruptamente.
Con la cabeza envuelta en una toalla, me recosté en las frescas sábanas cuando ya amanecía.
Sonó mi teléfono y mecánicamente contesté.
-Hola! –era mi instructor- Vi que habían movido la lancha y me preocupé.
-Sí… es que yo –intenté pensar en una buena excusa.
-Buceaste para encontrar a la anémona…
-… de luz. Así es –cedí.
-Ay, boba. Ya lo sabía.
Aguardé el regaño pero en vez de eso, el instructor me preguntó qué tal había resultado todo.
-Pues me dio una anémona –dije, acariciando mi mentón aún palpitante.
-Eso qué! Explica. ¿Es otra de tus palabras inventadas como ané-mona de luz?
-Sí –me reí.
-¿Y eso cómo es o cómo?
-Es lo que hace una anémona.
Solté una carcajada. Simplemente hay anécdotas que tienen que contarse aunque no tengan final! |