Cuando Gregorio Samsa se despertó, se había convertido en Franz Kafka. Y Kafka en una mesita de noche, sobre la cual reposaba un asqueroso bicho, una especie de escarabajo gigante que pataleaba furiosamente para darse la vuelta. Al entrar la madre en la habitación, profirió un sutil y elegante chillido porcino. “¿Dónde está mi hijo? ¿Qué ha hecho usted con él?” Y, acto seguido, volvió a gritar al ver el asqueroso escarabajo. Samsa dijo con calma: “Ya, sé, madre, que le parecerá extraño, pero yo soy su hijo.” Antes de acabar la frase, entro la hermana. Repitió el ritual establecido por la madre y soltó alegremente un alarido ante la inesperada situación. La madre la cogió por los hombros y dijo: “Querida, tu hermano no está. Ha... desaparecido..”. Esta última parte de su declaración la realizó mirando de reojo al bicho. Ambas mujeres se miraron. Y, como si de telepatía se tratase, se giraron y tratando de componer una sonrisa, la madre habló: “Bien, caballero... supongo que debe tener hambre y... bueno, el desayuno ya está hecho. ¿Le gustaría acompañarnos?” Samsa repitió: “Madre, soy Gregorio, su hijo”. La madre dejó escapar una risita nerviosa: “Sí, sí, ya... Venga por aquí, por favor. Por cierto, es usted muy apuesto, debe tener ya alguna pretendiente, ¿verdad?” Samsa, un tanto perplejo, contestó: “Pues.. . no, no tengo, pero...” La madre dio un codazo a su hija y, riendo, siguió: “¡Ande, ande! ¡No sea usted tímido! Querida, acompaña al caballero al comedor” La hermana, con una sonrisa pícara en su rostro, se cogió suavemente del brazo de Samsa convertido en Kafka y le sacó de la habitación mientras la madre, a base de zapatillazos, mataba al escarabajo. Cerró la puerta de la habitación y, mirando a su hija y a su acompañante, exclamó: “¡Vaya! ¡Qué buena pareja hacen! ¿Se han dado cuenta? Anda, querida, se amable con nuestro invitado y trátale como yo te he enseñado que se ha de tratar a los caballeros con clase.” Madre e hija rieron complacidas y cómplices mientras Samsa desayunaba. Y en la habitación, ahora vacía, Kafka suspiraba abriendo y cerrando los cajones.
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