Las carreteras vacías en el fin del mundo,
los avisos publicitarios, las piedras que caen,
la terrible soledad del suelo,
estas cenizas ante el borde sinuoso,
cómo pierden nitidez cada segundo
y son ajenas al calor humano, lejos de las ciudades
derramadas;
rocas bajando su intensidad respiratoria
cuando nunca más el sol, ahora, nunca más
el cielo prematuro de mayo, la aurora silente,
criaturas en el horizonte quemado por el tiempo,
ojos de nadie que avanza por la oscura berma rota.
Un crudo viento sopla entre los cactus venenosos:
secreta manifestación de la naturaleza
livianamente conducida por el espíritu lunar
que guarda los aullidos en el polvo,
huellas de animales moribundos queriendo oler,
dándose al hambre como semillas desérticas.
El ritmo cardíaco de las tormentas acusa
lentitud al horadar la cuna fronteriza, su propio aire,
y baja de las montañas un río de aguas turbias
secretando vapores radioactivos. Más allá
la carretera se termina, el cerco de alambre
se corta, y el desierto fatigado se expande
como un cementerio clandestino.
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