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Desde hace más de treinta y siete años, cada día de clase va repitiendo los mismos gestos, como un ritual, para preparar el cartapacio.

Es un viejo cartapacio de cuero anteado, curtido y curado por años de impecables y leales servicios, cuya asa ya cedió en varias ocasiones bajo los kilos transportados. Pero el último talabartero del pueblo siempre ha podido componérselo. Más le hubiera valido tratar de venderle otro nuevo, pero como amante de lo antiguo, ufano de su oficio de remendón, prolongar la existencia de éste para él es un pundonor. También aprovecha las intervenciones para rehacer algún que otro cosido flojo y untar la piel con un ungüento cuyo secreto guarda.

En el bolsillito delantero, con cierre imantado, pone ella las llaves de las aulas así como la agenda en la que, día tras día, clase tras clase, apunta la progresión de su enseñanza, para cada uno de los cursos que le confían.

En el fuellecito central, protegido por una cremallera, su cuaderno de notas. Hasta ahora, le venía ofrecido por el organismo gestor de sus cuotas de retiro complementario, pero este año salió año de vacas flacas : nada de cuaderno de notas, ni agenda ni bolis, ni siquiera un calendarito. Los colegas y ella torcieron el morro. Se habían acostumbrado a estos pequeños regalos que ya consideraban como algo debido.

En el fuelle delantero está su cuaderno de preparaciones y la carpeta de anillos donde guarda los apuntes del momento, según la obra y el autor que les hace estudiar a los alumnos.

En el de atrás, casi siempre hay una carpeta con su lote de tareas por devolver o corregir, pero hoy sólo contiene unas treinta fotocopias del texto que va a presentar.

Repartidos entre los dos fuelles, según su número y tamaño, vienen los libros que va a necesitar. En este caso, ninguno, ya que el autor del texto de este día a ningún editor ha seducido todavía.

Su estuche de lapices : bolígrafo negro de punta fina para las evaluaciones trimestriales, para que la copia sea muy legible, rotulador rojo de punta fina para las correcciones, pluma estilográfica con tinta azul para el cuaderno de textos, rotulador negro para trazar rayas, lápiz, sacapuntas, borrador de tinta, lápiz goma, blanqueador, rotulador fluorescente para marcar, algunos clips. No falta nada.

Queda un último bolsillito interior con sus tijeras para zurda, su estuche de rotuladores para transparentes, otro par para pizarra blanca, una cajita con algunas barras de tiza por si hiciera falta y un cúter.

Al fondo del fuelle delantero, su regla metálica.

Está todo.

Maquinales, sus manos han efectuado estas comprobaciones.

Se pone el abrigo, anuda la bufanda, calza los escarpines que estaban esperando tras la puerta, coge el bolso, dejado en el pequeño mueble del vestíbulo, abre la puerta y cambia la llave de lado, antes de tomar la cartera, depositada a sus pies, y salir al rellano.

Son las cuatro y cuarenta y cinco minutos de aquel viernes de octubre. La señorita Lavergne sale a dar clase al curso de 2°9. Su única clase de la tarde.
Cierra con doble llave y mete ésta en el bolso.

Cuanto bien ordenado tiene el cartapacio, tanta leonera es su bolso. Dentro de poco, para volver a encontrar su llave, tendrá que revolverlo a ciegas un buen rato antes de dar con ella. Desde hace años dice que tiene que remediarlo. Tiempo perdido.

- Buenas tardes, señora Lavergne.

Es puntual. Como cada tarde está la portera fregando el vestíbulo de la casa. Da ella un rodeo para no pisar donde la bayeta acaba de dejar su rastro húmedo y reluciente. Todo trabajo merece respeto ¿ no ? La señora portera hace la limpieza tan a deshora para no ver su tarea ensuciada, apenas terminada, por el barullo de la mañana.

- Muy buenas, señora Serinet. Hasta mañana.

Sabe que cuando vuelva ella, habrá reintegrado la portería y tendrá cerrada la ventanilla. Importa mucho no olvidarse de saludarla : es muy susceptible.

Ya está fuera.

Sabe cuántos pasos la separan de las verjas del instituto y, a veces, los recuenta mentalmente sin enterarse.

Pero hoy, no.

Esta tarde, tiene otra cosa en la cabeza.

Enfrente del instituto, las aceras están atestadas de jóvenes de toda calaña, con la mochila a las espaldas o al hombro que se saludan, se interpelan, chupan precipitadamente de pitillos finitos, al salir para la mayoría de ellos o antes de entrar para algunos en un establecimiento declarado desde hace poco "sin tabaco". Tiene que deslizarse entre los grupos de los que pocos se apartan para dejarle paso.

Está sonando el primer timbre de la última hora de clase cuando cruza la cancela.

De ordinario, sube a la sala de profesores a echar un vistazo a los tableros y comprobar que tiene el casillero vacío de cualquier conminación jerárquica.
Pero esta tarde, no. ¿ Para qué ?

Hoy, se dirige directamente hacia el aula 37, en la planta baja del edificio C. Su aula, situada al cabo de un corredor esquinado. La misma desde hace largo tiempo ya. Le va bien. Empiezan a serle un poco pesadas las escaleras. Saca las llaves del bolsillito del cartapacio y abre la puerta, de un color rosa deslavado.

Reina la penumbra en la sala. Alguien habrá utilizado el vídeo, ayer, después de su salida. Pulsa los dos interruptores y cierra detrás de sí. En el pasillo, algunos alumnos, sentados en el suelo, están escuchando el walkman. Dos solitarios tienen un libro entre manos. Los demás llegarán después del segundo timbre, para no cambiar la costumbre.

Sin darse cuenta, ha puesto la cartera de plano, atravesada en el ángulo izquierda del despacho, como siempre, pero esta tarde la deja sin abrir.

Se sienta y mira esta aula vacía, estas filas de mesas que los agentes de mantenimiento alinearon rápidamente anoche, después de barrer el suelo, lavar la pizarra y vaciar la papelera. Cinco hileras de mesas para dos, dispuestas para dejar dos pasadizos a cada lado del despacho. Cuarenta plazas, algunas sin ocupar, por lo general, afortunadamente.

Al fondo y a la derecha, un armario metálico y tableros con antiguallas olvidadas por colegas descuidados. A derecha suya, en una repisa alta, un televisor y su vídeo ; a la izquierda, en la pared, una pantalla escamotable y delante, un retroproyector en su carrito. Va pensando que cambiaron mucho las cosas desde que ella empezó.

Con excepción del despacho. Es un bueno y viejo despacho, con paneles de roble machihembrados, de los que ya no se fabrican. Tiene dos cajones y, a la derecha, debajo del tablero, una repisita para la caja de tizas. Su silla también debe de ser una superviviente : toda de madera de haya, con brazos, casi es un sillón.

Las mesas y sillas de los alumnos, por su parte, se cambiaron hace unos diez años. El formica derrocó la madera que navajas y compases habían cavado, perforado, esculpido y cubierto de inscripciones renovadas sin tregua. En las nuevas, sólo se encuentran grafitti a lápiz que el estropajo borra en un dos por tres.

No se ha ocupado el aula en lo que va de día y ella no necesita poner orden antes de hacer entrar a los alumnos. Se incorpora para ir a descorrer las cortinas. Un sol pálido y bajo ya penetra en la sala, haciendo bailar en la luz el polvo que acaba de levantar. Suena el timbre, por segunda vez. Son las cinco de la tarde. Se dirige hacia la puerta y la abre.

Desde que empezó a profesar, nunca entraron los alumnos antes que les diera el visto bueno. Está frente a ellos y los mira mientras van sentándose, armando un barullo simpático. Conocen la señal y están esperando aquel ruido con la regla que los hará callar sin que ella diga palabra y marcará el principio de la clase.

Para ellos es la sexta, séptima u octava hora de la jornada, una clase como cualquier otra, la continuación de la de ayer o anteayer, pero sobre todo la última del día, la más difícil de seguir, pero de impartir también, piensa ella.

Para ella también es la última. Del día, claro, de la semana, por fortuna, pero de su carrera también y no sabe si conviene que diga por fin o desgraciadamente.
Dentro de una hora, pondrá término a treinta y siete años y medio de enseñanza del francés.

Se ve a sí misma, opositora brillante a una cátedra de Letras Modernas, recién salida de la prestigiosa Ecole Normale Supérieure, delante de su primera clase : sentía un gran nerviosismo, por cierto, pero también la animaba un ardor juvenil, un entusiasmo capaz de levantar montes, que hoy le faltan.

Intenta determinar cuál es su estado de ánimo presente.

Cierta lasitud. ¿ Y cómo no ? No pasan impunes los años. Hoy en día, para ella, los escalones son más altos, las letras de molde más pequeñas y los autobuses más rápidos que antaño. Es la vida y no escapa nadie de sus evoluciones.

A pesar de todo, no le ha ido tan mal a ese respecto. Las gafas, las tenía ya a los veinte, se ha encorvado un poco de tanto inclinarse en libros y tareas y tiene ya un oído algo achacoso, pero por lo demás es fuerte como un roble. Hasta el extremo de no tener médico de cabecera. Bastante se lo van reprochando sus hijas.

Lasitud hay, pero renuncia, ninguna.

Y siempre el mismo amor por la literatura, la gran compañera de su vida. En cada temporada literaria, encuentra fuentes de entusiasmo, buscando un poco aparte del vertido mediático. Y de toda forma, aquí quedan los grandes antiguos a los que se puede leer una y otra vez con la misma emoción, la misma fruición renovadas. Hasta ahora siempre ha logrado interesar a sus alumnos por todos. Bueno, posiblemente perdieron un poco los programas oficiales y alguna que otra vez le valieron críticas sus elecciones, pero de cuando en cuando todavía se topa con ex alumnos que le dicen : "Sabe, señora, que ha sido Vd quien me ha hecho descubrir a aquel escritor, que acabo de terminar mi tesina, mi doctorado sobre tal o cual parte de su obra precisamente ..." Poco importan, pues, las amonestaciones de un inspector cualquiera, enviscado en las intrucciones oficiales...

Hoy, para dar fin a una secuencia sobre el cuento y la novela corta, ha escogido un texto de un autor contemporáneo, descubierto en la Internet. Carraspea un par de veces para esclarecer la voz y empieza a leer :

Km 1500

Los 110 CV del 307 HDI responden a la menor solicitación de su pie derecho y van ingeriendo las curvas inversas de la autopista que lo llevan allá lejos hacia el sur. De tiempo en tiempo, en los peajes, toma un ticket o presenta su tarjeta bancaria. Las facturitas se van acumulando a su lado. ¿Adónde va ? No tiene la menor idea preconcebida. Sólo decidirá su cuerpo. Espera una señal que no viene y el automóvil corre hacia el sur, con él a bordo, sin que sepa realmente por qué.

Esta tarde, cuando se abrieron las puertas del garaje concesionario en Nantes y le entregaron el coche después de firmar los papeles de la compra, le dijeron : "en este modelo, el mantenimiento es cada veinte mil kilómetros, pero después de cinco mil, sería prudente verificar los niveles y no le dé rienda suelta al motor antes de los 1500". Da una ojeada de sesgo al cuentakilómetros. Todavía falta. Es como si apretara un disparador en alguna zona de su cerebro. Acaba de descubrir el término de ese viaje repentino, inesperado, improvisado.

Nantes. Burdeos. La autopista desenrolla ante él su cinta reluciente de sol y él se esmera en enrollarla con la mayor regularidad posible para que no se le arrugue en la mente. Tolosa. Es el atardecer. Perpiñán. El Pertús. Apenas un quepis dormido al pie de una garita abandonada. ¡Cómo cambiaron los tiempos! Dos pinceladas de luz corren en la noche. Gerona. Barcelona. Francia está lejos ya. Tarragona. Valencia.

Un muy ligero olor a amóniaco le recuerda que sigue funcionando la climatización. Bizca hacia la pantallita del ordenador : temperatura exterior : 12° ; kilómetros recorridos : 1352. También vienen escritas la frecuencia de la emisora que desbobina su hilo musical y la hora. Lee : las 4 y 23. Pulsa en el mando, esperando que la máquina le diga desde hace cuantas horas ha salido, pero eso no figura en el programa. Tiene que hacer un esfuerzo mental para calcularlo : con una velocidad media de unos 130, y teniendo en cuenta algunas paradas fisiológicas, hará unas doce horas largas.

Le van pesando los párpados a pesar de los cafés que se bebió cada tres horas. Le quedan ciento cuarenta y ocho kilómetros. Su computador de bordo personal acaba de empezar una cuenta atrás que él ya no quiere parar. Pero, ¿y si le iban a alcanzar los mil quinientos en medio del quinto pino, entre dos salidas ? ¡Cuidado! No había que caer en esa trampa. Fiarse del instinto, a pesar de todo. Del destino. De los números. Siente como una comunión entre él y la máquina, sin saber muy bien quién manda al otro.

1420. Alicante quedaría cerca ahora. ¿Sigue la autopista más allá, hacia Almería y Andalucía? Trata de reunir sus recuerdos de geografía ibérica y montañas áridas surgen a sus ojos. Pero la dinamita y el dinero de las hordas teutónicas y bátavas acaban con todo, le sopla una vocecita malintencionada. - ¡Te estás olvidando de todos los coches franceses que pasaste desde la frontera! Tiene que convenir en su fuero interno, que esta Costa Blanca en la que se ha internado también es el último suburbio de París : los bloques de pisos de veraneo brotan al sol desde hace casi cuarenta años y han rechazado allende la autopista los cítricos y las verduras de antaño ; allí los obreros con salario mínimo de Suresnes, Montreuil u Aubervilliers vienen a darse la ilusión de la holgura, bajo un sol de plomo, en conejeras en las que no quisieran vivir en su país. ¡No están en el desierto todos los espejismos!

1460. En el resplandor del alba, el Peñón de Ifach, erguido en la orilla, vigila las villas señoriales de Calpe, escalonadas en las estribaciones de la sierra, mientras, a sus pies, decenas de inmuebles clonados intentan en balde izarse a su altura.

1480. Queda lejos el último café absorbido y va parpadeando peligrosamente. Decelera. Afortunadamente, en este país es rugosa la pintura de los arcenes y lo devuelve al buen camino cuando se aparta de la trayectoria ideal. Sabe que sólo un susto superior a los demás podría ya liberar en él la adrenalina capaz de despertarle del todo y llevarlo sin tropiezo al término de su viaje. De todas maneras, tiene que probar fortuna. A ella se remite.

1490. Faltan diez kilómetros. Salida Alicante 5000 m. Quiere ver el mar. Peaje. El Campello. Platjas. Por cierto, aquí se habla valenciano antes de hablar castellano. Calles paralelas de inmuebles de ladrillo con balcones alineados. Glorietas en construcción. Paseo marítimo.

1499. Sus ojos se van cerrando a pesar suyo. Al final de la avenida, una dirección prohibida y una calle que oblicua hacia el interior, para dar paso a un paseo marítimo cuyo enlosado imita los relieves de Vasarely.

1499,9. Entra en la primera calle a mano izquierda. Cien metros más.

1500. ¡Bingo! Pensión La Pepa. Apaga el motor. Y se cae dormido en el volante. Hasta que un timbre estridente le chirrie a los oídos. Probablemente impide que alguien salga o entre. Abre un ojo. ¡Qué barbaridad! La luz roja del despertador parpadea sin piedad. "Il est cinq heures et Paris s'éveille... "suena. La otra parte de la cama esta vacía y en la mano tiene la llave de su nuevecito coche...

P.-A. G.


Un revuelo de murmullos provocados por la lectura de las últimas tres frases le acaba de revelar que el desenlace ha surtido el efecto esperado. Mientras va repartiendo el texto fotocopiado, enuncia la primera pregunta :

- Bueno, ¿ por qué escogí leeros este cuento, a vuestro parecer ?

Unas diez manos de chicos y chicas, pero de chicas más, se levantan :

- Dime, Mélanie
- Será por el final, señora.
- ¿ Por qué ? ¿ Tiene algo particular el final ? Sí, dime, Harold :
- Es sorprendente. Durante todo el cuento, nos creemos que es un viaje de verdad y que va a pasar un accidente y resulta que sólo es un sueño.
- Exactamente. Es una característica común a muchas novelas cortas y casi una ley del género : el desenlace es sorprendente. Algunos incluso dicen que cuanto más inesperado es el final, mejor es el cuento. Pero ese punto, ya lo vimos en nuestras lecturas anteriores ; por lo tanto, tiene que haber otros motivos que hayan justificado la elección de este texto. Leedlo otra vez en silencio y los váis a encontrar.

Se inclinan las cabezas sobre el texto durante un tiempo variable, entre la decena de segundos y varios minutos, pero siempre termina esta segunda lectura cuando es detectado el primer indicio. Ya están alzadas dos manos.

- Dime, Clara.
- Es raro el título, señora.
- Raro. ¿Qué entiendes con eso ?
- Pues, por lo normal, el título explica un poco el tema o es el nombre de un personaje.
- Y ¿ No es el caso ?
- Pues, no, ya, lo de km 1500, no entiende bien una si significa que hay 1500 kilómetros por recorrer, o sea si es una distancia porque no puso dos puntos después de km.
- ¿ Quién no hizo eso, Clara ?
- Pues, el autor.
- Y entonces, sin estos dos puntos, el título, ¿ qué significado tiene ? Sí, dime, Mickaël :
- Yo creo que es un destino, no una distancia.
- Sí, Mickaël, pero en realidad son las dos cosas : el narrador quiere alcanzar aquel km 1500, aquel milésimo quingentésimo kilómetro recorrido que puso como término a su viaje en su sueño. Pero ¿ para qué será este título ambiguo ?
- Intrigarnos - dice un par de trenzas rubias como estopa.
- Sí, María Claudia, e incluso en este caso, inducirnos en error ya que nos incita a creer en un viaje cuando sólo se trata de un sueño, lo que viene a reforzar el carácter inesperado del desenlace. Bueno, después de este desenlace inesperado y de ese título sorprendente, que focaliza la atención, citadme otra característica de la mayor parte de las novelas cortas, que ya vimos y que se encuentra en ésta también.

Silencio. Luego, levanta un brazo un rasta con la pelambrera de regla.

- Te escuchamos, Clovis.
- Empieza en seguida, ¿ eh ?, nada de tiempo perdido en jorobarnos con eso o aquello. Va directo al grano, el tío.
- Exactamente, pero ¿ no podrías decírmelo con palabras más selectas ? Se utiliza una expresión latina para calificar este tipo de principio, que es una de las características principales de las novelas cortas, y esta expresión ya la vimos...
- Ya, ya, es un principio mediático...

Se destornillan de risa.

- Que no. Eso no es "el Gran Hermano". Es un principio "in medias res", es decir, en medio de las cosas, sin introducción ni descripción previas. La novela es corta, pues, como lo dice Clovis, no hay tiempo para perder.
- ¡ Eso sí que me mola !
- Bueno, vale ya, Clovis ; otra pregunta, más difícil. En este cuento, y eso sucede bastante a menudo, deja el autor indicios que deberían permitir al lector, prever, adivinar el desenlace. En éste, yo veo dos, uno al principio y otro casi al final. ¿ Quién me los podría encontrar ?

Vuelven a sumirse en el texto las cabezas. Madeleine Lavergne se sienta por unos momentos, antes de incorporarse en cuanto se alza la primera mano :

- Bueno, Estefanía, los encontraste ?
- Pues, no sé, señora, pero cuando él dice " para que no se le arrugue la mente", me parece que no pega con el resto, no es posible, creo yo.
- Tienes razón. Es verdad, la segunda parte de esta frase "La autopista desenrolla ante él su cinta reluciente de sol y él se esmera en enrollarla con la mayor regularidad posible para que no se le arrugue en la mente" nos hace bascular en la irrealidad, pero de manera incompleta porque podríamos creer en una mera metáfora, o si queréis, una imagen para darnos a entender que el conductor intenta seguir la curva ideal, y pues, el lector, en el mismo momento de su lectura, no va a tomar en serio este indicio. Por eso, va el autor a darnos otro, justo antes del desenlace, ¿ lo véis ?

Silencio.

- Bueno, no pasa de medio indicio. ¿ Os dáis por vencidos ?

Se alza un coro estruendoso : ¡ SÍÍÍÍ !

- ¡ Calma, por favor ! Ocurre cuando cita la letra de la canción famosa esa de Jacques Dutronc "Il est cinq heures... Paris s'éveille". Puede tener doble sentido : primero que el despertador radia de veras esta canción, pero también que nuestro protagonista despierta en París y pues que su viaje desde Nantes hasta Alicante no era sino un sueño. Lo cual nos va a confirmar la frase siguiente. La última. Pero, vosotros ¿ cómo la comprendéis esa frase ? Sí, dime, Ronan :

- Se quedó pegao a las sábanas.
- Que no, acaba de sonar el despertador. Sí, Maia :
- Sólo le mola el buga nuevo al tío ese, hasta se acostó con las llaves para que no se las birle nadie, pues a su gachí se le fue la paciencia y se largó.
- Muy bien, Maia, en efecto es lo que deja entender el autor, pero ¿ nos podrías decir eso con palabras más escogidas ? Hala, te escuchamos :
-Pues... el autor nos quiere mostrar que el coche ocupa demasiado sitio en la mente de los chicos.
- Ya ves cómo te sale cuando quieres. Y tienes razón, los sondeos muestran que el francés en general otorga demasiada importancia a su coche y al sentimiento de potencia que le da, en detrimento de su presupuesto, de su seguridad y hasta del bienestar de los miembros de su familia.

Acaba de chillar un timbre que provoca instántanea agitación.

Madeleine Lavergne vacila. Entre retirarse sobre las punta de los pies en silencio y decirles.... Le quedan diez segundos para optar.

- Una cosa más antes de que salgáis : la semana que viene, tendréis otro profesor de francés, hasta el final del curso.
- ¿ Por qué, señora ? ¿ Está Vd enferma ?
- No, Benito, pero me jubilo. Esta clase era la última. Suerte para todo a todos.

Le ha temblado un poco la voz, pero esta edad desconoce la piedad y es la última hora de la jornada, por lo que el barrullo de la salida encubre su emoción. El aula queda vacía como por magia. Recoge los bártulos, borra la pizarra donde anotó los diferentes puntos de intérés evocados, apaga las luces, se pone el abrigo colgado de la percha y toma de ella el bolso.
Ha cogido la cartera y ha salido. Por primera vez desde hace muchísimo tiempo, no ha cerrado con llave.

Camina por los oscuros pasillos del externado. Era la última hora de clase de un día de otoño y ella es una de los pocos profesores que no toleran salida antes del timbre ; por eso no la extraña recorrer sola los cien metros que la separan del exterior.

Pero en la esquina del corredor, dos sombras encapuchadas se agitan delante de la puerta de la reserva del material.

- ¡ Eh ! ¿ Qué hacéis aquí ? - intenta decir con voz firme, para esconder su sorpresa y aprensión.
Pilladas cuando intentaban volver a cerrarla puerta con llave para dilatar el descubrimiento de su fechoría, se incorporan las dos sombras, cargados los brazos con dos vídeos. No la habían oído acercarse, ya llega a su altura. Sienten pánico. Se cae un vídeo. Surge una hoja al cabo de una mano en la penumbra y describe una curva al nivel de su garganta : Madeleine Lavergne se desploma en un grito.

Ha sido el guarda de noche, cuando su primera ronda, quien la ha descubierto en un charco de sangre, tibia aún. El día en que cumplía los sesenta. Mi profe.

No permitió la penuria de agentes de mantenimiento que se hiciera la limpieza en aquella parte del instituto esa noche.

©P.-A. G. ,2003 - Derechos reservados.
http://pierrealaingasse.fr/esp/

Texto agregado el 19-06-2004, y leído por 205 visitantes. (0 votos)


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