El silencio y el grito
Un miércoles de diciembre de hace algunos años, como si saliera de un sueño del que no recuerda cuando entró, un hombre sentado en una silla, se mira en un espejo diáfano. Ni detrás del hombre ni al fondo del espejo hay nada, sólo un vacío inabarcable. Ve su boca cosida, llagada y purulenta, su cara tranquila a pesar de un gesto aislado por años de silencio.
No puede saber si está vivo o está muerto, si está viviendo un sueño o un sueño le vive a él.
Quiere recordar y todos sus recuerdos son obscuros, sordos, sin tiempo ni sonido y empieza a sentirse angustiado.
Tiene infectado el silencio en la garganta, en el pecho y la boca. A medida que se adentra en el pozo profundo del recuerdo, va aumentando su angustia.
Cierra los ojos para no distraer su atención y escucha unas palabras lejanas, dichas hace tiempo:
“¿Y si rompo el silencio?”
“Entonces, aparte de al silencio, serás condenado al olvido,…”
Ya no importa el dolor. Toma unos alicates, corta los alambres que le cosen y va desenhebrando uno a uno los segmentos metálicos. Las goteras de sangre manchan su desnudez, pero no importan ni el dolor ni la sangre. Siente ahora la mayor libertad que nunca nadie ha sentido, piensa.
Entonces abre una ventana y profiere un grito bestial, un aullido, el alarido de un mal parto, largo, salvaje y doloroso que penetra el aire y hace estallar la calma y el fuego del atardecer. Un grito negro que se derrama en la noche, un grito que no cesa.
Para no enloquecer, el hombre tapa sus oídos.
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