Ayer por la mañana sonó el teléfono. Un desconocido con voz gentil pedía hablar con mi padre. Le dije que no estaba en casa y que yo podía darle el recado. El hombre me hizo preguntas que no entendí y dejó indicaciones. Me lo repitió dos veces y casi lo memoricé. Se despidió con humildad dándome las gracias por haber sido tan amable, por un momento pensé que fue irónico, porque sin duda el dechado de amabilidad era él.
Cuando mi padre llegó, a la hora de la comida, yo casi había olvidado la llamada, pero repentinamente de mi boca salieron las palabras: “El hombre del camión viene a las cinco y que tengas todo listo”. “Ya está”, dijo mi padre. Y al tiempo que se sentaba percibí el olor que emanaba de su cuerpo. Me senté a su lado mientras mi madre servía la sopa, a ratos yo volvía el rostro cubriéndome la nariz con disimulo y ninguno de los dos pareció advertirlo.
Jamás he contado que algunas veces trabajé en la granja, así la llamábamos nosotros aunque era tan sólo un conjunto de corrales rodeados por una valla alta y a escasos 300 metros de nuestra casa. Lo hice muchos veranos, desde niño y hasta los dieciocho años. Cuando era pequeño parecía un juego, con una escoba diminuta barría el espacio de los lechones mientras mis padres limpiaban el resto. Terminábamos al ponerse el sol y, de regreso a casa, mi padre me frotaba los cabellos despeinados y se burlaba de mi ropa: su camisa vieja que me llegaba a las rodillas y unas botitas de lluvia. A veces me daba una moneda pero no era el dinero por lo que me gustaba acompañarlos.
Cuando pude cargar una pala de hierro y botarla sobre la cabeza de los cerdos que intentaban morderme conocí el trabajo sucio. Con la pala trazaba laberintos mientras esquivaba cerdos y en una esquina del corral acopiaba la mierda, a veces dura y reseca como las piedras, otras tantas aguada y chorreante. Del otro lado del muro esperaba la carreta, y con todas mis fuerzas llenaba la pala como en cucharadas, arrojando todo al otro lado en el cajón, luego vaciaba el agua sucia del bebedero y ,ya limpio, abría el grifo. Los cerdos se amontonaban impacientes abriendo la boca bajo el chorro y a ratos sacudían el cuerpo hasta salpicarme, yo aprovechaba su descuido para barrer a prisa el corral. Algunos insistían en seguirme, me lamían las botas, las manos o el pantalón, yo ya había aprendido a alejarlos: les lanzaba patadas en el vientre y a los más inquietos les estrellaba la pala en el hocico. Las primeras veces me daban lástima, luego aprendí que de no hacerlo jamás terminaría.
En aquel tiempo apenas notaba la pestilencia. Unos minutos en la granja eran suficientes para quedar impregnado y ya el olor se hacía imperceptible, y a tal grado, que mis padres que asistían dos veces al día se sentaban a la mesa con la piel y los cabellos penetrados, pero ya no se daban cuenta. Yo, recién bañado, me acercaba despacito a la cocina, arrugando la nariz, pero luego de un rato me acostumbraba a ellos, y tomaba el desayuno o la cenaba como si nada.
Muchos años después, muy lejos de casa, cuando ya estudiaba en la universidad, encontré entre mis papeles una vieja fotografía: Yo estaba sentado en el borde de un muro del corral con una gorra en la cabeza; mi padre, con una inmensa sonrisa, caminaba abriéndose paso entre un grupo de cerdos. Recordé que por largo tiempo se habló de eso como una leyenda mítica: aquel año mi papá tuvo veinte cerdas preñadas al mismo tiempo, cada una tuvo 12 críos y todos sobrevivieron. Yo en realidad no lo recordaba pero la foto estuvo siempre atestiguando. La contemplé largo rato con una profunda extrañeza por tenerla conmigo en aquel espacio tan límpido de la residencia estudiantil, y sentí que por tocarla mis manos hedían. No coloqué la foto en la pared, junto a las otras, y volví a perderla entre los papeles.
Durante los cinco años que he estado fuera, vuelvo a casa dos veces al año y permanezco allí hasta tres semanas. En todo ese tiempo no he vuelto a ver las corraletas. Sé que todo sigue como antes. Pero ahora mi padre y mi madre se quitan las ropas sucias en el granero, y se lavan fuera de casa, como avergonzados de que yo los vea.
Cuando tocaron el portón yo salí a abrir. El hombre estaba al frente de su camión, tendría la edad de mi padre y me preguntó si podía llamarlo, le dije que él ya esperaba en la granja y le indiqué como llegar. El hombre, que ya habría venido anteriormente, subió al camión y rodeo la calle para encaminarse. Durante toda la tarde hasta la casa se escuchaba el viejo tractor entre el lago de estiércol. Mamá y yo cerramos las ventanas, porque a pesar de la distancia hasta la casa llegaban las olas con olor a podrido. Cada verano, antes de que arrecien las lluvias, un camión de volteo viene para llevarse el estiércol que por meses se ha almacenado allí; más que por el dinero, mi padre lo vende porque en época de lluvias el lodazal es inmenso como las quejas de los vecinos.
Cuando el ruido cesó mi padre se acercó a la casa y mandó a mamá a comprar unas cervezas, mi madre se encaminó enseguida y en unos minutos ya estaba de vuelta, yo me ofrecí a llevarlas hasta la granja; cuando llegué mi padre me miró de arriba a abajo sin decir palabra.
El olor se agudizaba con el frío del atardecer. El camión casi se derramaba y el tractor y la cuchara de carga empezaban a orearse. Mi padre y el hombre tomaban a sorbos contemplado el terreno ahora llano. El hombre rompió el silencio y preguntó con avidez lo que yo hacía. “Estudio”, contesté. Él hombre dijo burlón: “tú no quieres vivir entre porquería”. Y mi papá sonrió. No dije nada. Cuando me dirigí a la casa ya se ponía el sol y, mientras caminaba, aspiré profundamente, como si no quisiera olvidarlo, aquel olor.
Anabel Contreras Ríos
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