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Me gustan los árboles y el sol que los ilumina. El tiempo pareciera que avanza de otra forma cuando los ves. Quizás en el ingreso a la edad de la competencia todo parece más rápido, más contingente y sin afanes de trascendencia. Quizás es en el inicio y en el final de la vida cuando más preguntas se tienen. Los viejos ya no tienen más que cuestionarse, y es normal que los niños se pregunten de qué están hechas las cosas. La curiosidad muere en la mediana edad, reemplazada por el cinismo, pragmatismo y las necesidades que antes no eran tales.

Estoy seguro que estos mismos árboles y este mismo sol fueron los que pintó Monet mucho tiempo atrás. Es el mismo sol que me calentaba la cabeza cuando tenía diez años y las preguntas sin respuesta latían entonces con la fuerza de un maremoto. Hoy en día están ahí, palpitando, pero postergadas por otras de tipo más concreto. Preguntas derivadas a aterrizar deseos, a pulir un cimiento sólido para el futuro, a experimentar cosas. Es en el fondo un intenso optimismo por la vida, aunque no tiene la transparencia que lleve a verlo todo blanco. Los matices y la conciencia invocan que este optimismo sea grisáceo.

La ventana de mi habitación es lo único que tengo. Es mía y de una araña, que debe ser la descendiente de la araña fundacional, llamada Eusebia, que colonizó ese marco hace seis años. A veces, si tengo mucha ira en las noches, destruyo la tela. Otros días la contemplo y cavilo junto a la araña. Ella siempre reconstruye la red. Algunas veces nos encontramos, y ella me mira desafiante, porque sabe que no la mataré. No me interesa matarla, y si me pica, la dejo, en respeto a Eusebia. Quizás yo también soy el descendiente de mí mismo hace seis años, o hace diez, o hace quince.

Sólo tengo esta ventana. Ya me sé de memoria el paisaje que hay afuera. Un par de casas, un par cables, algunos pájaros que habitan en los cables. Antes un halcón era el rey de la tribu de los pájaros. Pero el halcón se marchó. Un día creí verlo cerca de la universidad, y me ilusioné pensando que me seguía. Cuando le conté a algunas personas me dijeron que no podía ser un halcón, que acá no habían halcones. Enumeraron las especies de pájaros de la región. Yo me negué a aceptarlo. Es un halcón. Un halcón cazador, como los del Sahara, repliqué.

Una vez me encontré con el halcón frente a frente, y me miró con la altivez de una especie muy digna; en sus ojos se podía notar que era muy sabio, que tenía el conocimiento heredado de tribus de indios ancestrales. Estaba escarbando entre la basura de una casa. Yo me detuve a contemplarlo, y él me sostuvo la vista largamente. No sé cómo se habrá relacionado con las otras aves, pero le rendían pleitesía, eso era claro. Tampoco sé cómo le habrán llamado, pero yo le decía Abelardo. No recuerdo bien por qué (hoy en día tanto Eusebia como Abelardo me parecen nombres ridículos; quizás yo era ridículo entonces).

Si afino la vista a lo lejos se ve una línea de árboles desde mi ventana. No sé qué árboles serán. No son sagrados, eso está claro. Si fueran sagrados el halcón se hubiese quedado en la zona. Pero el halcón se marchó, al año. De seguro se fue a un lugar más salvaje y solitario. No soportó la presencia humana, y aquella tropa de golondrinas aturdidas que no dejaban de fornicar. De alguna forma u otra supongo que tuvo razón. ¿Para qué se habría quedado? Era el rey indiscutido, podía corretear hasta los perros si lo deseaba, pero el sitio no era digno de él.

Un día me soñé con el halcón, cuando ya se había ido. Soñé que con un grupo de personas intentábamos cazarlo. En el sueño el halcón era mucho más grande, sus alas eran de más de dos metros, y la razón de la cacería era que estaba asesinando hombres. Los capturaba como si fueran conejos y se los llevaba hacia lugares que nadie conocía. Algún sitio rocoso y en las montañas, cerca de Egipto, seguramente. Salimos con perros, rifles y sables. Me lo topé un par de veces, y estuve bajo su sombra de nâzgul. Fui incapaz de dispararle. Sólo pude temer y admirar.

Estoy seguro que la araña se marchó por lo mismo, para explorar nuevos horizontes, y ahora debe ser una especie de leyenda para sus descendientes. Cuando me encuentro con la araña de ahora sé que piensa lo mismo, porque observa hacia fuera con un dejo de laconismo explícito. Se detiene en dirección al horizonte, donde amanece, y posiblemente recuerda por tradición oral lo que sucedió acá seis años atrás. No logro dimensionar cuánto serán seis años para las arañas, pero imagino que deben ser como centurias. Para mí son como milenios.

Una vez instalé mi telescopio para mirar la línea de árboles. Saqué la cajita de aumentos del velador y soplé el polvo de los engranajes. Luego de calibrar los lentes, apunté y divisé con claridad las hojas, que se veían un poco borrosas, como cuando hay mucho calor y las formas se difuminan. Por un segundo creí que era un espejismo. Luego me pareció ver la figura de un pájaro muy grande y pardo, planeando veloz y amenazante.

Moví las perillas de ajuste para obtener una imagen más nítida, pero el ave ya no estaba. Ahora sólo quedaba el cielo, completamente vacío en su bóveda celeste intensa, inabarcable e impenetrable. Detrás de los árboles no había nada, sólo aire y arena, eso estaba claro. Allí estaba muy caliente, se notaba que detrás de los árboles la temperatura ascendía bruscamente, hasta los cuarenta o cincuenta grados. Y más allá, más lejos aún, era un hecho que un humano moriría calcinado.

Eso es obvio. Porque cuando miro hacia allá siento que no lo resisto y me obligo a apartar la vista. Porque aquel desierto no es como los demás; él es capaz de transportar su infierno a cualquiera que lo desee, a cualquiera que lo mire con la suficiente paciencia y anhelo. Y yo lo anhelo, aunque no me permito morir. Sé que el sol saca su fuerza de ese vacío escondido en el fondo del cielo, tras los árboles. Y que allí está el halcón, surcando el infinito con furia, muy vivo, más que vivo que nosotros, más vivo que yo. Además sé que en ese lugar no hay pasado ni futuro; sólo un presente eterno, cadencioso y caprichoso que se concentra en el polvo del suelo y el calor, un océano seco, abrasivo y un deseo consumado. Aquí el halcón vuela muy rápido y muy arriba para abarcar más tierra con los ojos, que desde la altura lo ven todo, ardiendo, como el paraíso en mis sueños

Texto agregado el 19-01-2010, y leído por 177 visitantes. (0 votos)


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