Un hombre nada en una estrecha cala braceando mar adentro. A pocos metros de la orilla ya no se hace pie, la pendiente es muy pronunciada. Hay resaca, la mar tira de él, tira de cualquier cosa, inspirando profundamente, haciendo oír su respiración contra las arenas de las orillas.
El hombre, que ha vuelto su cabeza hacia tierra, ve que ésta se le aleja y nada intentando acercarse. Lo hace despacio, está tranquilo todavía, supone que domina la situación pero la orilla sigue alejándose.
Pronto anochecerá y la multitud de bañistas se va yendo, desentendida, ajena al abismo que oscurece.
En la playa, sólo una figura blanca, sin rostro, sin desvestir, orientada a poniente, contempla el horizonte marino y por ende ve, en primer plano, los embates del agua y al hombre que lucha, que pelea ya. A su lado una ligera barca, un cascarón.
El hombre del agua nada ahora esforzadamente, con todas sus energías, pero no avanza. El mar lo quiere y vence sus brazadas. Está agotado, exhausto y ha empezado a gritar pidiendo auxilio, pero nadie escucha ni le aguarda y el batir del mar ahoga sus gritos. Agotado y casi vencido empieza a pensar: “¿Qué se puede hacer ya sino callar y darte, dejar que el mar te trague?
Declina el sol, se oculta e incendia el horizonte, bellísimo espectáculo repetido desde el principio de los tiempos. Un violonchelo, desde algún chalé próximo, derrama sobre la cala las notas de un réquiem. La figura sin rostro vestida de blanco disfruta el horizonte por donde muere el día, este día, y celebra la música que desgarra las últimas pulsiones de la luz del día.
Sin prisas, empuja la barca hacia el mar, hacia el hombre quizás y embarca en ella contra las oscuras transparencias de la mar, hacia donde ella, la húmeda criatura, hoy voraz, quiera.
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