¡Marcela, MARCELA! ¿Dónde estás? ¿Por qué está tan oscuro y frio?, dijo histérico al despertarse súbitamente. Miró a su alrededor y no podía ver si quiera su nariz. Al intentar mover sus brazos notó que había 4 paredes que apenas lo dejaban moverse. Había olor a tierra. Estaba húmedo. Yacía 6 pies bajo tierra. Enmudeció, intentó dormir. Al despertar las cosas seguían igual. El aire estaba un poco más rancio. Gritó. Rasguñó las maderas. Intentó golpearlas pero simplemente no había espacio alguno para que adquiriera impulso. Su estómago comenzó a rugir, su boca estaba seca. No sabía desde cuándo estaba ahí, desde cuándo debía haber estado inconsciente, probablemente desde hace mucho, mucho más de lo que puede recordar, pues claro, la última escena con luz del sol era él jugando con sus hijos a la pelota en el patio de la casa, luego, una gran laguna negra completamente vacua. Comprendió que no podía hacer nada, quizás gritar hasta el cansancio acortaría su agonía ya que lo más probable era que muriera asfixiado. Lloró. Recordó todos los momentos felices de su vida: su primer amor, su primera separación – sí, fue un momento feliz, ese debe haber sido una de las épocas más tormentosas de su vida –, su segundo matrimonio con su primer amor, sus dos hijos, la titulación de Marcia, la hija de Marcela que lo amaba como si fuera suya, y un sinfín de otros recuerdos que daban un balance positivo de su vida, aunque dejara muchas cosas por hacer y otras tantas por enmendar. Luego cerró los ojos, aún llenos de lágrimas que lentamente se iban secando sin poderlas limpiar, y durmió nuevamente.
Al despertar se sentía más ligero, con más ánimo. Intentó tocar las paredes pero no pudo, simplemente las traspasó. Esbozó una sonrisa con un dejo de ironía, sabía que estaba muerto. Ahora podía salir de ese pequeño e inmundo sarcófago antes de que fuera devorado por los gusanos. Al llegar a la superficie se alegró, estaba en el campo de sus abuelos, donde había estado jugando hace tiempo atrás. Y ahí, al fondo, se veían las luces de la casa que lo habían visto crecer. Emprendió el rumbo
Al llegar a la casa se dio cuenta que algunas cosas habían cambiado, la habían pintado de un color rojo colonial, los marcos de las ventanas ahora eran de aluminio y al entrar al comedor se dio cuenta que los muebles distaban muchos de ser los mismos. Se dirigió a su pieza viendo un baño todo renovado, y que su cama, cómoda y velador habían sido reemplazados por un escritorio con computador y una silla que parecía de lo más cómoda. Triste, se dirigió hacia la pieza de sus abuelos, en el fondo de la casa, a esa que se metían a hurtadillas con su hermana para robarle chocolate a la abuela. No estaba, o más bien, nada de ello parecía igual. Subió las escaleras que se dirigían hacia el desván y encontró la única parte de la casa que permanecía intacta: al fondo, justo debajo de la ventana circular, estaba el escritorio de mamá, con su silla blanca ya a medio maltraer. Se sentó en ella y al fijar su vista por la ventana sus ojos se volvieron melancólicos al llenarse de dulces imágenes.
Un ruido lo sacó del estado meditativo en que se encontraba, era la puerta principal que se abría. Escuchó 5 voces: una de un hombre adulto, 3 de niñitas de a lo más de 14 años, y una que dejaba notar el pasar de los años pero que le parecía increíblemente familiar. A escondidas, como pensando que alguien lo pudiera descubrir, bajó a ver quiénes eran. Al llegar a la recepción vio al hombre, de muy buena facha y aspecto respetable, dos niñas gemelas de alrededor de 9 años muy monas, y la otra que a todas luces era el conchito de la familia, de alrededor de 6 años, con los ojos verdes y el pelo castaño claro, rasgos delicados y una nariz perfectamente constituida, respingada y de singular fineza que le daba una agradable armonía a su cara… le parecía muy familiar. Vio como la señora se dirigió sus pasos inmediatamente al fondo de la casa. La siguió hasta el escritorio y se sentó en la misma silla en la que había estado hace unos momentos. Él la quedo mirando como ella observaba el cielo que se había teñido de colores anaranjados y que hacía parecer a las nubes algodones de azúcar gigantescos donde algún día el quiso ir a jugar. Al poco rato llego la niñita menor y se sentó en su falda con una gran sonrisa dibujada en su rostro mientras comía su algodón de azúcar que les había comprado su madre antes de irse unos días fuera del país por cuestiones de trabajo – que dicho sea de paso, era esa la razón por la que debía estar allí, debía cuidar a sus 3 nietas – mientras su abuela le decía:
- ¿Ves esas nubes Magdalena? Dime, ¿qué te imaginas que son?
- ¡Algodón de azúcar! – Respondió con una voz sumamente alegre – ¡Algodones de azúcar gigante que tenemos que comer juntas!
- Precisamente – dijo mientras sonreía y apreciaba la cara de atención y alegría con que la observaban – Mira, te voy a contar una historia: Hace mucho tiempo, había una muchacha jovencita, que estaba locamente enamorada de un joven no mucho mayor que ella. Todos los domingos, después de almuerzo, cuando todos se dirigían a tomar la siesta, ellos preparaban un picnic, tomaban prestado un par de toallas y lo metían todo en un bolsito junto con sus trajes de baño y se dirigían a ese río en el que te has bañado ya muchas veces. Al llegar allá tendían una manta que siempre llevaban, iban a ponerse traje de baño detrás de una roca diferente cada uno, todo entre risas porque no era más que un simple juego. Cuando ella terminaba de cambiarse él ya estaba en el agua y hacían que no se conocían. Él la invitaba a bañarse cordialmente y así comenzaba el coqueteo todas las veces distinto y atrayente que siempre terminaba en un apasionado y romántico beso en el río. Acto seguido salían del agua y él le invitaba un exquisito sándwich que tenía reservado por si alguna chica bonita se presentaba por ahí, servía dos copas de vino y se contaban una vida completamente imaginaria, pero que siempre terminaba con ambos desnudos nuevamente en el río para luego... – la abuela se detuvo, miró por la ventana, dio un leve suspiro y continuó – para luego prometerse amor eterno y que se volverían a encontrar en ese mismo lugar el próximo domingo. – Le sonrió nuevamente a su nieta que la miraba con los ojos bien abiertos intentando guardar para siempre cada palabra que en ese momento estaba escuchando - ¿Te gustó?
- Sí, mucho. ¿Pero qué paso luego?
- Esa es una historia que te contaré otro día. Por ahora, procura no contarle esto a nadie más, es un secreto entre tú y yo. ¿Promesa?
- Promesa.
En esos momentos Magdalena escucho un ligero sonido. Se volteó y pudo ver lo que parecía ser dos manchas dejadas por una gota de agua. Le preguntó a su abuela si había escuchado y veía las manchas en el piso, a lo que contestó negativamente. Se pararon y bajaron. Bajó con ellas y acompañó a la pequeña a su pieza.
Al día siguiente él las siguió y se sentó apoyado en un árbol mientras veía como las 3 jugaban como buenas hermanas. Luego las vio cómo tomaban once, cómo se preparaban para dormir y en las mañanas para ir al colegio. Evitó que le cayera a Magdalena encima una rama de un árbol, que una araña la asustara en la noche antes de ponerse su pijama, que se quemara con el agua hirviendo de la tetera más de un par de veces, y otra serie de accidentes. Se había convertido en su ángel guardián.
Un día, pasado ya algunos meses, mientras estaba sentado esperando a que se durmiera, Magdalena se dio cuenta de su presencia. Quedó aterrada. Se sentó inmediatamente y se pegó contra la pared, intentando ir cada vez más lejos sin darse cuenta de que ya no avanzaba; sus ojos completamente desorbitados, la respiración entrecortada y esa ansiedad indescriptible generada por la imposibilidad de gritar la invadían. Sabiendo él que ella no podía escaparse, se acerco lentamente con una gran sonrisa conciliadora que obtuvo todo su efecto una vez que le acarició la mejilla y le dio a entender que él estaba ahí para cuidarla, para quererla, para verla crecer y convertirse en una mujer bella, madura e inteligente…
Amigos se hicieron de inmediato. Todos los días la acompañaba a jugar con sus hermanas y amigas al patio de la casa. Salían juntos a recolectar madera para la chimenea que debía encenderse de manera ceremonial cada vez que la abuela venía a casa; a cosechar moras para hacer esa exquisita mermelada en verano, pero sobre todo a jugar con las bellotas. Ella las miraba con codicia, con un brillo exuberante en sus ojos, las deseaba profundamente y eso él lo sabía muy bien, la verdad es que ella no tenía como ocultarlo: la primera vez que Magdalena pasó con él al lado del árbol de las bellotas le pidió que le alcanzará una, a lo que él se negó. Enojada, o más bien dicho amurrada comenzó a dar pequeños saltitos intentando alcanzar la rama más baja para sacar las 3 bellotas que de ella colgaban. Riendo sin poder ser escuchado, alegre y jovial comenzó a mover la rama de lado a lado evitando que ella la alcanzase. Magdalena intentó e intentó no obstante no lo consiguió. Ya viéndola con cara de angustia, logró sacar una bellota y acercársela a sus manos y, viendo como su pequeña y tierna carita se iluminaba nuevamente, la lanzó a lo alto. Ella salió persiguiendo esa preciada bellota velozmente, a lo que él salió a su encuentro y se la quitaba justo en el momento anterior a que ésta aterrizara en sus manos. Largo rato jugaron con la bellota mientras en el aire se iba dibujando una estela, una diáfana nubecilla color rosa alrededor de la bellota que danzaba de manera grácil y elegante por el aire. Magdalena reía extasiada. Él disfrutaba y pensaba cuán feliz podría haber hecho a Marcela y todos sus hijos y nietos si es que siguiera vivo. Pero no lo estaba, y esto era más que suficiente. Ese día el aire de la casa se impregnó con olor a rosas y una felicidad poco común se instalo en el cuarto donde estaban todos juntos reunidos, a los pies de la chimenea mientras ésta y el chocolate caliente que tenía cada uno entre ambas manos, muy cerca de sus cuerpos, les brindaba calor y escuchaban atentos las historia que la abuela tenía para contarles esa noche.
Muchas escenas así se repitieron en el futuro. Magdalena creció y con ello fue disminuyendo el tiempo que pasaba con Se sentía cada día más cansado y la idea de que ya era hora de partir de este mundo fue tomando un peso ineludible. Una noche, mientras estaba sentado en su silla de madera y mimbre esperando que ella se quedará dormida, le pidió un favor, el único favor que nunca le había pedido y que jamás volvería hacerlo, que escribiera lo siguiente:
Marcela,
¿Cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que nos vimos? ¿Veinte, treinta, cuarenta y cinco años? Probablemente sean cincuenta. Durante tantos, tantos años he estado junto a ti. Tan cerca… créeme. He visto como envejeces y disfrutas de ellos junto a tus nietos, les cuentas historias y las haces chocolate caliente, preparas con delicadeza y pasión cada almuerzo dominical con una sonrisa que ya todos la quisieran independiente de la edad que cada uno de ellos tuviera. ¿Por qué no puede estar conmigo en estos momentos? Te extraño, te extraño muchísimo. Ah, y Magdalena, tienes una nieta maravillosa. La he visto crecer durante todo este tiempo, la he cuidado con ternura y las pocas energías que me van quedando. Cada día son menos. Será una mujer maravillosa. Me recuerda inevitablemente a ti. Quizás sea por eso que decidí quedarme junto a ella la primera vez que la vi, el primer día que volví a esta casa, cuando esa carita tierna que te escuchaba atentamente la historia de cuando nos enamoramos quedó grabada en mi memoria. Ciertamenta estas igual de maravillosa que la primera vez que hicimos el amor junto al río. Te amo y siempre te amaré. Espero verte pronto.
Alejandro
Magdalena lo miró con lágrimas en sus ojos. Sabía que esta era la despedida y se sentía algo arrepentida de no haber pasado más tiempo con él durante los últimos meses. Le pidió que pusiera la carta en un sobre y la dejara sobre el velador de Marcela antes de que se fuera acostar. Al hacerlo, se dieron un fuerte abrazo y le prometió que se verían nuevamente, y esperó que esto fuera más tarde que pronto.
La noche llegó y Marcela encontró el sobre al lado del vaso de agua que le dejaban cada en el velador antes de que se fuera a acostar. Lo abrió extrañada. El papel tenía un olor muy familiar, un olor que pensaba que había olvidado hace mucho tiempo. Sacó sus lentes del cajón. La leyó y la apretó fuertemente contra su pecho con lágrimas y una sonrisa en el rostro. Sabía que Alejandro estaba ahí, viéndola en esos momentos. Ven, le dijo, acuéstate conmigo en esta cama como tantas otras veces, acompáñame esta última noche.
Marcela no tardó mucho en sentir como un agradable calor le invadía el cuerpo y comenzaba a recordar tantos momentos. Sintió cómo sus almas se unían indisolublemente y comenzaban a hacer el amor de forma apasionada y etérea. Observó como dejaba su cuerpo allá abajo para poder pasar la primera de muchas noches nuevamente junto a él.
Tres días más tarde realizaron su entierro y juntos quedaron. Magdalena depositó una flor en cada una de las lápidas desde ese día y cada 15 de Noviembre hasta que sus piernas se lo impidieron y no hubo nadie que la llevara hasta ellas.
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