A veces deseaba quedarse sordo para no tener que escuchar las quejas de su madre postrada.
Los dos quedaron viudos y cuando la anciana se enfermó, Esteban decidió traerla a vivir con él, muy a su pesar.
Aunando su sueldo de profesor y la pensión de Doña Matilde, vivían decorosamente en un pequeño departamento interno de la calle Arenales.
Todos amaban a la anciana. Se mostraba débil e indefensa ante parientes y
amistades. Pero escondía bajo las sábanas almidonadas, una personalidad manipuladora y dominante.
Su dolencia, era científicamente inexplicable, por lo que le aconsejaron a su hijo que consultara con un psiquiatra. Esteban se negó rotundamente, pues creía infructuosa ese tipo de terapia para su madre
Aquel día, la anciana tenía un humor pésimo. Trataba por todos los medios de llamar la atención de su hijo con dolores inexistentes, reclamos o sollozos lamentando su viudez.
Esteban la consolaba tratando de no quebrarse al recordar también a su adorada Martita.
Ya no la entretenían ni la radio, ni la colección de la biblioteca que ocupaba casi toda una pared del dormitorio y que su obstinado hijo no quiso donar.
Esteban, entre tazas de té, bolsa de agua caliente y otros menesteres, desde la mañana, trataba de preparar su clase de “Historia de Cultura Griega”.
Por suerte tuvo un respiro cuando la anciana se dispuso a dormir la siesta.
Se sentó y en el escritorio acomodó algunos apuntes, leyó el último párrafo y
creyó conveniente agregar algo más de información.
Sacó de la biblioteca el tomo dos de Cultura Griega. Lo acarició con ternura, al recordarlo en las manos de su padre cuando sostenían aquellas amenas charlas literarias; a veces ensombrecida por la impertinencia de su madre, con comentarios banales.
Abrió el libro y surgieron de él pequeños insectos negros que huyeron despavoridos, sin darle tiempo a atraparlos.
Desesperado, miró las páginas y suspiró con alivio al comprobar que el libro estaba intacto.
Primero leyó sobre Heródoto y luego la historia sobre el poeta Hesíodo, que citaba que los aldeanos tenían la creencia de la omnipresencia de seres sobrehumanos. Entre otros, los treinta mil guardianes de los mortales, que circulaban por el país envueltos en vapores y observaban lo justo de lo injusto.
Con esto quería el poeta atemorizar a los jueces injustos.
Esteban varias veces cabeceó mientras estudiaba. Rendido por el sueño, reclinó la cabeza en el escritorio y se durmió.
Atrincherados en los libros, los pequeños cascarudos, marcharon en fila india por el marco de la biblioteca y completaron la cantidad de guardianes, con los del tomo dos que esperaban en el piso.
Uno de ellos había hecho ya un relevamiento de la zona escarpada que debían escalar para atacar.
El reloj de péndulo dio las campanadas de las siete de la tarde.
Esteban se despertó sobresaltado. Le extrañó que su madre no lo hubiera llamado, reclamando la merienda que tomaba puntualmente a las cuatro. Cuando entró en el dormitorio, horrorizado, descubrió el cuerpo hinchado y casi irreconocible de la anciana.
Unos días después del funeral, hizo fumigar cada rincón de la casa, menos la biblioteca, temeroso de que se deterioran los libros heredados.
Esa tarde abrió una ventana para orear el lugar. El sol entró de lleno y respiró hondo. Animado, retomó su trabajo.
Los insectos observaban desde la biblioteca, satisfechos, por haber cumplido con la misión. Aquella que les encomendara, Don Esteban padre, antes de morir.
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