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La vieja capilla se teñía de luces cuando el sol se embarraba por sus paredes, de ahí la vi salir por primer vez; aquella visión que penetro hasta mis huesos y se quedó impregnada me dejó sin aire para seguir andando. Los largos cabellos que llegaban a su cintura se mecían en un vaivén interminable, los ojos como dos piedras negras de volcán, el pecho erguido como diosa, todo en ella me dejaba petrificado.

Pasaron dos semanas desde la primera vez que con su andar me dejó sin aliento y sin poder dormir por la incertidumbre de saber quien era. Ya para entonces en el pueblo sabían todos que yo era un hombre casado, pero yo en mis intentos no iba a ceder por lo que pudieran decir las personas, que como de costumbre, siempre murmuran de la gente, como si todo lo que dijeran se convirtiera para ellas en lo más real.

Las noches con mi mujer se volvían cada vez más insoportables, hasta el grado de quejarme de jaqueca o de valerme de la somnolencia que nunca caracterizó mi vida, y de algunas otras argucias para no tener intimidad con ella. Cada día todo era más monótono me molestaba hasta que me sirviera la comida, aquella mujer que tanto había amado ya había dejado de ser importante para mí. La razón era tan solo la mujer que me había taladrado con su mirada y se había hundido ya en mi cuerpo, como si ya nada pudiera expulsarla de mí.

Esa mañana tomé mi caballo, deje que sus pasos me llevaran sin rumbo fijo, solo quería estar lejos, distraerme, quitar las tensiones que tanto me incomodaban y lo principal, quería olvidarme de la discusión que tuve con mi mujer, cuando la pobre al querer hacerme una caricia me hizo explotar en una furia incontenible. Nunca le había puesto una mano encima, hoy fue la primera vez, creo que lo mejor será alejarme de ella, parece que la solución por el momento es dormir en habitaciones separadas.

Al llegar al pueblo encontré a Prudencio, un antiguo administrador que trabajó para mi padre en la hacienda, me agitó el sombrero en señal de saludo, desmonté el caballo y su mujer me sacó un jarro con agua, después de un breve agradecimiento Prudencio me invito un aguardiente. Al sentirlo correr por mi garganta me alivió su sabor, el disgusto se me iba deshaciendo, la hiel volvía a su lugar y Prudencio sonreía con cada trago que tomábamos.

La sonrisa desdentada de Prudencio me hizo volver la cabeza para mirar lo que él veía, de pronto mis ojos se nublaron, no lo podía creer, ahí estaba ella, cargando un cántaro con agua sobre su cabeza, se veía cansada de caminar con el peso sobre su cuerpo, pero eso a ella parecía no importarle, cada vez se acercaba más hacia nosotros, cuando por fin entró hizo una pequeña inclinación con la cabeza a modo de saludo. - Pásale mija- se oyó la voz de la mujer.- Mire patrón esa es mi niña - dijo Prudencio.

No era de extrañar que la mis frecuentes visitas a Prudencio llegaran a oídos de mi mujer. Las salidas por las mañanas, que casi a diario hacía, me devolvían la vida de nuevo, lo único que deseaba era poseer esos ojos, esas piernas que andaban y andaban, solo para conseguir algo de alimento o agua, ya que el trabajo de María era ese, dotar de agua a la casa y que esta no faltara en ella, aunque de vez en cuando traía canastos con fruta recién cortada. Esa mañana fui directo a mercar unos huaraches para ella, no me gustaba verla descalza, esa se me hacía costumbre de indios y María para mí era una joya.

Al pasar por el río donde las mujeres del pueblo acostumbraban lavar sus ropas, vi a María, sus piernas relucían con las gotas de agua que corrían por su piel, desmonté de mi caballo y fui a entregarle los huaraches. Sus ojos se quedaron pasmados, ningún hombre había visto su cuerpo y sus ropas pegadas a él, pero al ver los huaraches pareció olvidar mi presencia, tomé uno de sus pies y comencé a acariciar su pantorrilla, su piel morena entre mis manos parecía erizarse cuando la recorría con mis dedos. El momento de calzarla se me hizo eterno, ella me respondió con una sonrisa y tímidamente me dio las gracias. No podía quitarle los ojos a los pliegues que su vestido blanco; mojado por el agua hacían en su cuerpo. Caminamos hasta su casa, ella tímida, con su mirada en el polvoriento camino, y su piel secándose a cada paso que dábamos, yo deseándola cada vez más.

Mis recorridos por el río se hicieron más frecuentes, todo por ver el cuerpo de María jugando con el agua, haciéndose una con las piedras y dejándose purificar de ese liquido que manaba de la montaña. Al llegar esa tarde tuve la visión más asombrosa de todas las que había tenido en mi vida, María estaba lavándose, lo único que la cubría era su cabello, todo lo demás era agua, era María, era piel. Comencé a acercarme, ella me miró como si supiera lo que estaba a punto de ocurrir.

Para mi sorpresa aquella tarde ella no me rechazó, mis encuentros con ella se hacían cada día más intensos, tratábamos de encontrarnos en los lugares más alejados, más prohibidos. Así pasaron quince días, después no nos importó vernos en el río, creyendo que nadie nos vería, pero en un pueblo tan pequeño las cosas vuelan como el polvo. No sé quien le llevó el chisme a mi mujer, aunque me veía raro cada que pasaba junto a ella yo no sospechaba nada, no me di cuenta de que ya sabía de mis correrías con María.

Se escuchó un disparo en el aire, todo en la hacienda estaba tranquilo, pero aquel ruido ensordecedor bañó los valles con su sonido, el revoloteo de los pájaros nubló el cielo; todo parecía como si se aproximara el fin del mundo. Después de todo el alboroto, nada, ni un solo ruido, me quede tranquilo de nuevo, volví a reclinarme a tomar el fresco de la tarde.

Sería cosa de una o dos horas cuando el calor arreciaba, entonces decidí meterme al río para que sus aguas lamieran mi piel, la vistieran de limpieza, para purificar mi cuerpo y espíritu entre las mansas lenguas que me bañaban, no se como fui a darme cuenta. El agua estaba teñida de rojo, maravillado por el espectáculo de los colores que iba formando ni siquiera sentí dolor, me di cuenta que la bala había pasado por mi vientre, extraña naturaleza que ni un poco de dolor sentía. Salí de ahí, y ya un poco alarmado por el correr de mi sangre y ensuciando todo el suelo con ella. Al llegar a la puerta vi a Teresa tendida con un tremendo hoyo en la cabeza.

Todo dentro de mí daba vueltas como si ya presintiera lo que se me avecinaba, no quería hacerle daño, siempre fue mi mayor anhelo, que me amara, pero el saber que estaba con alguien más no lo iba a soportar. Fragüé no sé cuantas artimañas para deshacerme de él, hasta que caí en la cuenta de que sería más rápido pegarle y pegarme un tiro, a María que se la lleve el carajo también.

Su cuerpo yacía tendido sobre hojas y ya las hormigas comenzaban a devorar su carne, no podía creer lo que veía, todo era tan confuso, tenía amoratados los pies, como si hubieran pasado días de que ocurrió el disparo, hasta que la encontré ahí tendida, yo sabía que estaba herido pero lo mas raro de todo es que no dejaba de sangrar y seguía andando. Pero mi María estaba ahí, sin vida que corriera por su cuerpo, Teresa me destruyó todo, y lo principal, lo que yo más amaba. Teresa terminó por matarse y matar a mi María.

Ha pasado casi un mes desde aquel momento del disparo y mi carne no deja de sangrar, parece que cada día es más y más la vida que se me escapa en forma de sangre, voy caminando hacia un árbol, el cual resplandece como si tuviera algo mágico o especial, como si mi presencia ahí fuera necesaria, como de costumbre voy dejando sangre por el camino.

Me he negado a morir, ya que puedo seguir errando por la hacienda, les recordaré lo que pasó el día que me encaminé hacia el árbol aquel, al llegar vi un cuerpo tendido, con algunas partes de sus piernas mordisqueadas por los coyotes y algunos otros carroñeros que habitan por estos rumbos, el olor que despedía era penetrante, fue entonces cuando vi mi escapulario prendido de su cuello...

Texto agregado el 18-06-2004, y leído por 127 visitantes. (0 votos)


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