Intimidad
-No es una sola cosa, es todo a la vez. Tampoco es fácil, ya sé. Cada pedacito de vida tiene su historia que se teje de a poco, no me lo va a negar. Por eso jode encontrarse con que los demás simplifican el comportamiento de la gente, algo típico de los ignorantes. Si, reducen a dos trazos toda una existencia, las costumbres, los conflictos de cualquiera. Y se ríen, siempre se ríen, sin poder parar, hasta ponerse colorados ¿vio? Como si ellos no fueran humanos.
Cortajarena mira a su interlocutor por sobre los bifocales mínimos.
-Y le aclaro, por las dudas de que a usted también le vengan ganas de sumarse al coro de estos tarados, que el mío es un caso especial, aunque de ninguna manera anormal, ¿puede comprender la diferencia?
El que está de paso mueve la cabeza en un supuesto acuerdo de ideas, sigue las piernas de una pelirroja por el reflejo en la ventana. El diluvio oral continúa:
-No razonan, dicen cualquier cosa así nomás, aceptan lo que les venden sin chistar, hacen lo que se les canta sin respetar nada. Por eso estamos como estamos: mugre en las calles, veredas rotas, basurales clandestinos, bancos percudidos de las plazas. Mire, si cada uno tuviera eso que mi tío Casimiro, un inglés atildado que usaba bastón por elegancia, llamaba “algo adentro”, mediríamos las consecuencias de nuestros actos y otro sería el mundo.
Cortajarena revisa la carpeta abierta, cada ítem, tilda. El que espera, desespera por irse, pero el encargado de expediciones no cesa su parloteo.
-Esto lo comento porque tiene que ver con los desagradables hechos a que usted hizo referencia, esos que le comentaron en los pasillos. Ya le dije, no se trata de una sola cosa, son como rayos de una rueda, falta uno y cambia el andar, se le quitan varios y deja de servir para lo que fue diseñada. No se puede separar la delicadeza en los modos, la mínima buena educación, de la imprescindible intimidad. ¿Cierto?
Agranda los ojos el que está de paso. Reprime un bostezo aburrido. Quien discursea le presenta un papel para firmar. Indica las líneas punteadas. Observa hacer al extraño, avanza la prédica:
-Si, intimidad, eso que se define como espacio individual, físico y temporal que cada individuo requiere para estar consigo mismo cuando lo desee y cuantas veces quiera. No importa el motivo: escribir una carta, deducir una fórmula matemática o ir al baño. Sí, ir al baño también. ¿De qué se ríe?
¿Cómo decirle a este gordo, preso del traje marrón, que su sola presencia provoca cosquillas cómicas en el estómago? Cortajarena recibe la devolución de planillas, decide ignorar la reacción, avanza en el razonamiento que ha rumiado en exceso. Sella, firma, sella, firma, aclara debajo.
-Claro que ir de cuerpo es una ceremonia. ¿O acaso a usted le da lo mismo encararse a una mina en un restaurante a media luz que en el pasillo de un colectivo lleno de tierra, rodeado de tipos gorrudos y sudorosos? Cada uno sabe el lugar preciso y las condiciones que debe respetar para sus ceremonias. Por ejemplo el rito sagrado de ir al baño. En mi caso, orinar nunca ha sido inconveniente, porque la naturaleza me dio una mano única: desde chico disfruto las ventajas de una vejiga grande y aguantadora. Pero me cuesta defecar en otro baño que no sea el de mi casa, aunque se trate de un lugar bastante higiénico como el de las oficinas de la empresa multinacional en la que trabajo desde hace tantos años, no hay caso.
El obeso detiene la mano antes de la aprobación final. Su visitante lo mira sin gestos, arquero resignado al golazo de tiro libre.
-El día de los sucesos que estos imbéciles comentan, tuve una descompostura de aquellas que no se pueden reprimir. Apenas si conseguí aguantar hasta que se fueron todos. Le dije a la mujer de limpieza que viniese más tarde y fui hasta el excusado. Lavé el inodoro con seis vasos de agua, lo sequé y envolví la tabla en papel higiénico. Gasté un rollo y medio, pero quedó bastante bien. Apoyé los pies con cuidado, subí aguantándome contra las paredes de azulejos. Bajé los pantalones y el calzoncillo en tiempo récord. Ni bien me agaché, voces apagadas de gente acercándose. Increíble tanta mala suerte. Ya estaba jugado, así que alivié mis intestinos, el peor momento, cuando ya no queda defensa alguna, como caer en pozo sin fondo. Y desde allá abajo, con los ojos cerrados y la respiración cortada por el olor que empieza a entibiar el aire, escucho a una mujer que dice en inglés: estas son las oficinas de expedición, desde Argentina hacia el mundo entero. Pueden ir al baño si lo desean. Ni tiempo a transpirar tuve: se abrió la puerta y cien mil gerentes japoneses con sus esposas estaban ahí, mirándome. Sonrieron, me sonreí, inmóvil. Sacaron tantas fotos como caben en un minuto. Desastroso. Una vergüenza.
Cortajarena seca una lágrima furtiva. Firma y da por concluida la expedición. Su atento oyente recibe la carpeta y entonces sí, mientras se incorpora para irse, da rienda suelta a una interminable risotada que contagia a todos los empleados, que llega hasta las pantallas de las computadoras donde puede verse el reporte internacional de la compañía: “Funcionarios de Tokio visitan Argentina” y como epígrafe de una enorme instantánea con gordo encaramado al inodoro, los lienzos bajos, muy sonriente, dos líneas: Eng. Cortajarena - Argentinian Expedition Manager.
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