LA SONRISA
Ahora o nunca. La decisión estaba tomada. Ya no se sentía en condiciones de continuar un camino que no sabía, ciertamente, donde iba a parar. La lucha interna entre su necesidad y su dignidad ya tenía una determinación.
Otro día camino a la oficina donde trabajaba, hacía ya un mes, y ese dolor de cabeza y esa sensación en el estómago que no la abandonaba. Pensó que ya era suficiente, que no lo soportaría más. Toda la noche anterior le dio vueltas y vueltas a su problema, tratando de buscar una solución.
Desde que tomó el puesto de secretaria en la empresa, Teresa tuvo el presentimiento de que la vida no le sería fácil. Pese a su figura atractiva y grandes ojos verdes, sus cuarenta y dos años le complicaban para romper con una cesantía de más de un año. Para el mercado laboral era una vieja.
Desde la entrevista inicial notó una actitud desagradable en la persona que le hizo el contrato y quien sería su jefe directo. Especialmente su sonrisa burlesca y un tanto cínica, el tono de la voz y la flaccidez de su mano al saludarla. Pero por sobre todo esa sonrisa.
No se equivocó. Ya en la primera semana don Jaime, su jefe, comenzó a rondarla. Muy sutil al principio, y en los períodos en que había poco o nada de personal, buscaba motivos para llamarla a su oficina o simplemente se acercaba a su escritorio aparentemente para ver cómo iba su trabajo. Luego se retiraba y le brindaba esa sonrisita que ya no soportaba.
Al paso de los días la situación comenzó a tomar otro cariz. Decididamente don Jaime empezó a acosarla. Se detenía unos minutos en la puerta y luego se acercaba por detrás y le acariciaba los cabellos. Teresa sentía su aliento desagradable y debía escuchar resignada, al principio, su verborrea incansable y sus constantes invitaciones a salir a alguna parte. Luego de unos minutos interminables, y ante la negativa de Teresa, se retiraba deteniéndose unos instantes en la puerta. Y le sonreía.
Las últimas dos semanas fueron un infierno. El jefe comenzó a exigirle que se quedara más allá de la hora de salida inventado trabajos urgentes o de última hora. El acoso fue franco y decidido. Ya no eran sólo sus cabellos. Sus fláccidas manos le recorrían los brazos y rondaban sus pechos asustados, al tiempo que le declaraba un amor ciego e incontenible.
Un día Teresa lo amenazó con denunciarlo a sus jefes superiores. Don Jaime, sonriendo, le contestó que sería su palabra contra la de ella, que nadie le creería porque tenía prestigio en la empresa y, además, que cuidara su empleo.
Había que implementar el plan maquinado aquella noche. Ubicó estratégicamente su celular entre unos archivos y lo dejó en modo de video. Como siempre su jefe insistió en sus requerimientos, avanzando cada vez más. Teresa soportó estoicamente contra toda su voluntad.
Era ahora o nunca.
Al día siguiente llegó mucho más temprano a la empresa. Se dirigió a la oficina de su jefe y dejó una carpeta que contenía el video, con su nombre, en el escritorio del computador.
Esperó nerviosa, fingiendo una carta interminable. Minutos más tarde apareció en la puerta don Jaime con una cara seria y preocupada.
Teresa sonrió.
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