Siempre la recordaré por la mirada de sus ojos tristes. Jacinta. Y la veo aún, sentada conmigo en la acera, comiéndonos las rosquillas que mamá me daba para llevar a la escuela. Yo las guardaba para la cena de Jacinta, porque a ella nadie le regalaba nada.
Era linda. Con esa belleza interior que tienen las almas nobles. Su pelo rubio, ensortijado, se parecía al del niño que tiene San Antonio en los brazos.
Jacinta no tenía mamá. Me lo decía con tal candor que me desarmaba su desamparo. Además, estaba enferma y siempre tenía hambre.
“Chinta”, le decíamos en la casa. Yo la obligaba a entrar y todo se iluminaba con la admiración de su rostro ante mis juguetes. Tocaba mis muñecas con temor de romperlas y suspiraba: “¡Quien tuviera mamá!”
- Pídesela al Niño Jesús- ingenuamente, yo le respondía.
Chinta estaba esa mañana extrañamente feliz. Era la víspera de nochebuena y en la casa nos disponíamos a preparar el pesebre.
Sobre cajas de cartón surgieron colinas cubiertas de casitas minúsculas. Los pastores, inmóviles, presumían de guiar rebaños blanquísimos…y una enorme estrella dorada despedía hermosos reflejos, pendiente del techo.
De la cocina nos llegaba el incitante aroma de las hallacas.
Sobre la mesa, un crujiente pan de jamón, cruelmente castigado a pellizcos, pacientemente esperaba.
Nosotros, habiendo dejado listo el nacimiento, yacíamos sobre la hierba del jardín, mirando al cielo.
Ya había anochecido y las estrellas en lo alto titilaban pícaramente.
Jacinta, inesperadamente se sentó, y temblando de emoción me dijo:
-¡Ya está, Ninfa, ya está!...la estrella me ha dicho que va a ser mi mamá…que luciré junto a ella con Dios, en el cielo.
Ardía en fiebre, por eso, asustada, llamé a mamá. Chinta deliraba pero sonreía feliz. Toda la noche la pasó diciéndome que se iría, que su mamá se la llevaría. Nosotras, preocupadas, no dejábamos marchar al doctor.
Y el sueño me venció, ya entrada la mañana.
Desperté con una extraña sensación dentro de mí. La casa estaba silenciosa. Sobre la mesa, la cena de navidad lucía intacta. Era ya mediodía y Chinta se había ido.
Sobre mi cama, que la noche anterior la había cobijado, mi muñeca de cuerda lucía insensible. La tomé entre mis brazos y comencé a llorar. Mamá se acercó, me hizo una caricia…y las dos nos quedamos mucho rato sin decir nada.
Ahora, por las noches, cuando miro al cielo, la estrella de Jacinta parece agigantarse. Sólo que ya no está sola. Me he estado fijando que a su lado ha aparecido otra que, mimosa como un bebé, hoy me ha hecho un guiño…y me sonríe.
(Primer lugar, concurso de cuentos de navidad Miguel Otero Silva, SVA, 2009)
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