Alguna vez me sentí tan bien que le di un aplauso a la vida. Eso fue cuando la mariguana todavía era para mí un deleite. Hoy estoy tan triste que veo por la ventana las nubes pasar, y pienso en la debilidad manifiesta de los que no hacen esas cosas inútiles que la gente normal hace por distracción, pero que en el fondo son estúpidas y sólo sirven para poner en evidencia a los que no están aptos para vivir en este mundo, como lo es el ritual del pinito de navidad. Recuerdo también que cuando era niño mis padres nos ponían a mi hermano y a mí a bañarnos juntos. Como es natural en los niños, jugábamos y gritábamos de emoción como niños, ahí dentro en la bañera. Eso al parecer no le gustaba a mi padre, por lo que después de un par de advertencias se tomaba la libertad de abrir la puerta y darnos de cintarazos. Y ahora lo veo a mi padre y veo su sonrisa, y por un momento pienso que tal vez fue en broma lo de los cintarazos o que tal vez lo hacía por nuestro bien, para prepararnos para este mundo tan cruel, donde los juegos de niños en los adultos se ven como cosas retorcidas y hasta delictivas. Veo las nubes por la ventana con más detenimiento y me pregunto a dónde irán con ese movimiento tan parsimonioso y constante; sus trayectorias se me antojan equiparables a los destinos de las personas. Veo la montaña y sé que no existe al igual que yo; sé que nomás darle la espalda y desaparecerá. Pienso en las personas que nacieron con esa graciosa vanidad, esa circunstancia que les permite amarse a ellos mismos y creerse mucho, aunque les apeste el ano. El premio de consolación para los desgraciados como yo, sería verlos en sus ocasos. Pero lo más probable es que nunca nos den el gusto de verlos flaquear, porque ellos no son los que nacieron para eso, sino nosotros. Y así, ellos tendrán largas y satisfactorias vidas, aunque nunca escribirán tan bonito como yo.