Se podía salir de la bodega por un estrecho túnel bajo tierra que llegaba hasta la cuadra. Por un momento, Lucas temió que alguien hubiera mandado trancar la puerta, puesto que el pasaje no se usaba, pero al segundo intento la madera cedió, y él saltó al aire libre que ya presentía por las rendijas, fresco y húmedo. Caía una lluvia torrencial. Ayudó a subir a Lina, quien apenas lograba caminar sola, y por unos instantes descansaron bajo agua, en la oscuridad, a pocos metros de la mansión y el drama que se desarrollaba adentro.
Para Lina el agua que le escurría por el pelo, el rostro, y le empapaba la ropa, era una delicia, apaciguaba el ardor que la consumía. De pronto recordó donde estaba, sintió el cuerpo tibio en el que se apoyaba, así como los brazos que la rodeaban tratando de contener sus temblores. El doctor tenía la mirada fija en un ventanal iluminado.
–Tonto... –farfulló el vampiro y pasó por encima de Helio Fernández, que estaba recostado contra la isla de la cocina, agotado–. ¿Qué has hecho con Niobe?
Como un vendaval, revisó la cava, volteando mesa y estanterías, rompiendo botellas y, en medio del estropicio, se dio cuenta por donde se habían escapado.
Helio juntó fuerzas para ponerse en pie. Había cumplido su misión y debería estar orgulloso. Juntó los pedazos de papel amarillento y leyó, desde abajo, Fernando Hompesch... 1805... Sin embargo al llegar arriba se dio cuenta: no era la carta que buscaba. Furioso, arrugó el papel y lo tiró lejos. ¿Qué iba a hacer? No podía volver humillado a Europa, y tenía miedo de Charles... pero no podía ser tan cobarde, pertenecía a una familia notable.
Cuando Charles volvió a emerger del sótano, furioso después de recorrer inútilmente el pasaje retorcido y sucio por el que habían escapado al parque, Helio había sacado de su traje una daga, con la empuñadura en forma de serpiente enroscada sobre una cruz que formaba el filo. El vampiro notó el brillo en su mano y se colocó frente a frente, mirándolo con sorna:
–Un digno representante de tu linaje, traicionando, desertando siempre que pueden para salvarse a sí mismos. ¿No fue así que tu tatarabuelo vendió su alma? ¿Entregando las llaves de su pueblo a los franceses, asesinando víctimas inocentes, mujeres y niños, a cambio de una salvaguardia para ganar Italia con sus posesiones? –Helio lo interrumpió de un empujón: le había hundido la daga en el pecho. Charles hizo una pausa, se miró y tranquilamente se quitó la hoja de plata. El otro había esperado que lo paralizara por completo–. Tus espíritus no pueden llegar aquí ¿no te das cuenta? –no había elegido esa casa solo por estar aislada, sino porque se hallaba en terreno sagrado de los Hospitalarios, allí no había magia capaz de retenerlo, por más que recitara sus hechizos. Susurró–. Creo que debes rezarle a otro Dios.
Y acto seguido, la hoja zumbó en el aire, dejando un profundo corte a lo largo del bello rostro de Helio. El guardaespaldas saltó desde la puerta de la cocina, empuñando la automática, pero su gesto imperioso lo detuvo. Charles les ordenó a los mercenarios que encendieran las luces y revisaran cada centímetro del parque hasta encontrar al doctor y a su mujer. Mientras, toqueteó el panel de la alarma: habían mejorado la seguridad desde que Vignac se introdujo en la propiedad, y en la pantalla aparecían los movimientos alrededor de la casa, por medio de cámaras activadas por sensores.
Julia se mantenía apretujada contra un aparador de la cocina, esperando que no la notara. A su lado, gimiendo en el piso, Helio se estaba enjugando la sangre con un papel, la misiva del gran maestre de la Orden de Malta felicitando al Tte. Massei por el coraje en el cumplimiento de su misión, que aseguraba que un traidor y asesino no quedara sin castigo.
Afuera, las sombras fueron barridas por enormes focos colocados bajo los aleros, en las esquinas, y en altos postes a la vera del bosque, desnudando con su resplandor lechoso las siluetas del jardín. Lina y el doctor Massei se echaron en la tierra de los canteros. Charles no alcanzó a distinguirlos entre los rosales, y envió a los hombres a batir el bosque.
Mientras pensaba qué curso seguir, Massei notó a su acompañante que a su espalda, arrodillada, temblando como una hoja, observaba con intensidad la casa, el cabello oscuro pegoteado por la lluvia en su rostro, que aun demacrado poseía una belleza y un aire soberbio. Dirigiéndole la palabra por primera vez en la noche, le preguntó si estaba bien.
–Me robaron mucha sangre, pero en un rato estaré como nueva –contestó con voz queda pero firme, y sus ojos resbalaron sobre él con una expresión cuerda y calmada, desviando su mirada cuando el doctor se quitó el saco y se lo puso sobre los hombros.
Seguro de que ahora no trataba con una fiera, se animó a aprovechar el momento y actuar.
–¡Charles, quiero que salgas de mi casa! –gritó, luego de entrar por la puerta principal, avanzando por el vestíbulo con serenidad–. ¡Me oíste!
Algo sorprendido, el vampiro se hizo ver en el pasillo y se detuvo en el hall, con una sonrisa irónica que velaba la furia en sus ojos y la impaciencia en su voz:
–¿Cómo te atreves a hablarme con tanta imprudencia? ¿Dónde está Niobe?
–¿Lina? –repuso Massei, satisfecho de que lo más importante para este monstruo seguía siendo la novia. Sin quitarle los ojos de encima, se movió un poco y le señaló a la mujer desparramada en una silla de respaldo alto, desmayada–. Aquí la tengo. Ahora que todos han salido podemos hacer un acuerdo, ¿no crees?
Sin esperar una respuesta, que por su expresión no sería positiva, Lucas la recogió en brazos y usándola como escudo, pasó por su lado y entró al salón, donde la depositó en un sofá. De una ojeada tranquilizó a la tía Antonieta, notando al mismo tiempo sobre su regazo sus nudillos blancos de tanto exprimir un pañuelo que tenía en sus manos. Al volverse, Lucas se sorprendió al toparse con Julia, lívida, apuntando contra su cuello un cuchillo, la daga de Helio, aún sucia de sangre coagulada.
–¿Crees que un incrédulo como tú, puede ser un caballero de armadura, un héroe? –filosofó Charles, al tiempo que el doctor trastabilló contra la mesita de vidrio al esquivar una cuchillada vacilante–. No tienes cómo salvarte… ni a tu familia, de mí. Todo el tiempo tuviste al enemigo en tu casa, no huíste cuando podías.
Tuvo que suspender su discurso triunfal al percibir por el rabillo del ojo que Lina se arrojaba sobre él, juntando energías de puro coraje. Alcanzó a detener su mano en el aire y retorciéndole el brazo la redujo a sus pies, al tiempo que ordenaba a Julia, quien se había detenido sobre Massei, atrapado contra el sillón donde su tía abuela seguía pasmada:
–¡Mátalo ya! –y abrazó a Lina que se debatía, desesperada por librarse de su contacto, indignada por el trato que recibía–. Quieta, mi querida...
Julia todavía titubeó, viendo la escena en cámara lenta como un sueño repetido, en el cual ella debía actuar un papel que no entendía mucho pero tenía ensayado. Escuchó los ruegos del doctor Massei, llamándola para que despertara, mientras Antonieta rezaba con frenesí. Su brazo tomó impulso para clavar la daga en el corazón de su querido Lucas y en el momento en que el peso de su brazo caía a toda velocidad, escuchó:
–¡Santo Dios! –chilló Antonieta en el instante que la tía Elena, inmóvil hasta ese punto, rompió un botellón de vidrio esmerilado en la cabeza de la joven.
Julia cayó insensible y Lucas se apartó de un salto, gracias a la justa intervención de la anciana.
Charles no podía soportar que siempre se salvara. Soltó a Lina y una mesa de café estalló por los aires en lugar del dueño, por poco, al aplastar su puño en ella. Estaba dispuesto a destrozarlo en piezas con sus propias manos, debido a las lágrimas contenidas que imaginó en los ojos entrecerrados de su Niobe. Pero antes de alcanzarlo, los brazos que creía haber dominado antes se le enroscaron en torno al cuello, intentando estrangularlo.
–Tienes mucha fuerza para defender a ese hombre... –gruñó– pensé que me había deshecho de esa tontería con tu hermano...
No podía dejar de decir cosas que la hacían enfurecer hasta querer morder su cara, pero sólo logró arrancarle un pedazo de oreja antes de que la empujara lejos.
Lucas reaccionó al fin y recordó que tenía el arma de Helio metida en el cinturón. Sólo esperó que ella se saliera del camino y apretó del gatillo, hasta vaciarlo. Charles se sacudió con cada impacto, con cada explosión, y sin embargo, no se dejó caer. Todavía aturdida, Lina no intentó seguirlo cuando el vampiro se acercó al ventanal y tras pronunciar algo en voz baja, traspasó el vidrio y se perdió en la noche.
Julia se incorporó a medias, obnubilada, agarrándose la cabeza que le latía horriblemente y lo primero que percibió fue a Lucas, el hombre que tanto quería y que había intentado lastimar, ayudando a Lina a levantarse, y luego junto a su mano, la daga de plata con la serpiente enroscada, que nadie había recuperado del piso. Todavía resonaban claras en sus oídos las palabras de ese hombre terrible, inaudibles para el resto de las personas en esa habitación. Si no cumples tu tarea debes...
–No te apures, ¿estás mareada? –le decía el doctor Massei a Lina, cuando un soplo de viento helado entró por la rotura en la ventana y por algo volvió sus ojos a Julia. Le pareció que lo miraba desconsolada, arrodillada como una mártir, sosteniendo el peligroso filo entre ambas manos. Sólo llegó a exclamar–: ¡No! ¿Qué ha-?
Demasiado tarde. Todos vieron fascinados el tajo resuelto con que se cortó la yugular y la hoja de plata cayendo de sus dedos crispados. Lucas se precipitó hacia ella, gritando a la tía Elena que no mirara y a Antonieta que llamara a emergencias, rápido. Mientras trataba de contener con su mano el potente flujo bombeado por el corazón, no pudo evitar compararla con la paciente que se había intentado suicidar en Santa Rita, y miró automáticamente a Lina, pidiéndole socorro, que alguien hiciera algo porque todas se habían quedado heladas.
Ella dio un paso trémulo, movida por los sollozos histéricos de las señoras De Boucher, pero el perfume metálico que golpéo su fino olfato y el líquido escarlata que la tentaba, la paralizaron. Sintió la mirada acusadora de Massei. Ahora sabía, entendía por qué se estremecía allí parada.
Todo lo que había previsto Charles estaba pasando: no podía vivir entre humanos sin que la vieran como un monstruo, y con razón podían considerar así a su raza, testificaba la serpiente ciñendo la daga en forma de cruz, en medio de un charco rojo.
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