Estaba tan borracho que comenzó a llevarse bien con su mujer (quien también estaba igual). “Aprovechemos a pedir una cervecita, vieja”, dijo con ese tono flojo y desgastado característico del alcoholizado. Juntos contaban casi las 30 botellas vacías y parecía que no tenían límites. Que bonita pareja hacían cuando estaban en esa escasa línea divisoria entre la felicidad y la inconciencia. ¡Ay los enamorados! Los enamorados de esa cerveza amarga y bien helada.
Después de algún tiempo se dieron cuenta de que andaban con los niños: sus sobrinos. Dos pequeños y una niña menor estaban atentos, riéndose de la ebriedad de ese par. Los muchachos querían jugar, pero era ya muy tarde y les daba miedo. Prefirieron sentarse en la mesa junto a la de sus tíos. El restaurante no parecía cerrar nunca y se consolaban pensando que estaban juntos.
Cuado los niños comenzaron a cuchichear, dijo el hombre: “¿quieren jugar?” Inmediatamente se oyeron las vocecitas entonando un “Sí” emocionado. “Bueno, vamos a jugar, al primero que hable le pego”. Entre risitas contenidas y ojos asustados, los niños quedaron callados. El mayor de ellos, que era más educado y reflexivo, no pudo dejar de decir: “bueno, entonces ya no hablo”.
¿Para qué tentar a una mente descolocada que cree tener la razón? Inmediatamente el hombre sacó su cincho y le pegó en la espalda al muchacho. Todos suspiraron hondo y a todos les caló en sus sentimientos esa muestra de la debilidad que da el poder. Les dolió como si a los tres les hubieran pegado. La mujer reaccionó, empinándose de una vez la botella dijo: “viejo, dejá al niño y vámonos ya”. La diversión se acabó para los más jóvenes, mientras que los otros dos a penas empezaban la odisea de encontrar la calle para su casa.