LA VENGANZA DEL B…
––Duérmete ya, Daniel, mañana tienes que madrugar para ir a la escuela.
La escuela, una obligación a la que el pequeño Daniel no conseguiría escapar esta vez. Ya había intentado tantas cosas; el fuerte resfriado, el dolor de cabeza, las nauseas y el accidente provocado, hasta que un día su madre lo sorprendió frotándose acuciosamente un jabón debajo de las axilas para simular fiebre alta. Ya no podría inventarse ninguna enfermedad. El estudio en sí no le era molesto. Disfrutaba leer, escribir, bailar, jugar. El problema aparecía cuando tenía que dar su opinión sobre un tema cualquiera o hacer una presentación frente a sus compañeritos de clase, como hoy, que la profesora puso de tarea escribir un cuentecito sobre la vida de uno, y lo más tremendo es que habrá que leerlo en voz alta. Y qué diremos de las horas de recreo, cuando sus “amiguitos” lo asediaban haciéndole corrillo para obligarlo a hablar. Cualquier cosa se ingeniaban para que él tuviese que decir algo, no importaba qué. Si se negaba, le hacían un gran escándalo público gritándole en coro: “¡Que hable, que hable, que hable!” Algunos más consientes, como Juan, su mejor amiguito, trataban de dispersar a los asiduos incitadores sin tener ningún éxito, pues entre ellos se encontraba el ‘grandulón’, a quien los demás obedecían como si fuera el mismísimo Dios. El pequeño Daniel, harto de insistencias y negativas, siempre al final terminaba accediendo. Era de la única manera que le daban un respirito para destapar la lonchera que su mami le había empacado con tanto cariño. Pero tenía que comérsela solo y a las carreras, porque a esa hora la campana que indicaba el regreso al salón ya estaba sonando, y la profesora tenía advertido que al que llegara ¡un minuto tarde! no le abría la puerta. Si ese día estaba de mal humor, le hacía firmar a uno el libro de anotaciones o, peor aún, les ponía la queja a los papas. El recreo terminaba siempre sin haber podido jugar, sin haberle dirigido una sola palabra a aquella niñita de sus sueños, quien era una de las pocas que, por lo menos, no lo molestaban. Si hubiera una manera de no ir a la escuela, pensó. E imaginando cómo sería el mundo si él fuera perfecto como sus compañeritos, se durmió.
De pronto, se encontró en la escuela, en pleno recreo, pero esta vez podía hablar con fluidez. Ya no sentía esa sensación molesta y pesada que se le ponía en los labios cuando trataba de hablar de corrido. Cantó, rió, gritó y se sintió el niño más feliz del universo. De repente, vio como todos, sorprendidos de que ya no se avergonzara de hablar, se apostaban a su alrededor en forma de círculo. Estaban sus compañeritos, encabezados por ‘el grandulón’, e inclusive Juan, su mejor amiguito y la niñita de sus sueños. También estaba la profe, la secre, el cela, don Arnoldo el señor de la tienda, doña Marta la señora del restaurante y el rector. Ellos se me acercaban y me miraban con extrañeza. Cuando los reparé mirándolos desde los pies a la cabeza, para ver si eran reales o me los estaba imaginando, y poniendo especial atención a sus bocas, pude notar que todos, desde el niño más pequeño hasta el mismo rector, tenían unos grandes y llamativos desperfectos. Sentí deseos de reírme, pero como todos me estaban mirando asombrados, me reía para mis adentros. Cuando se me escapaba una carcajada y algún niñito indiscreto me preguntaba por el motivo de mi risa, yo le respondía que me estaba acordando de un chistecito muy gracioso y me seguía riendo. Yo no paraba de cantar, reír, gritar, y no me importaba que me estuvieran mirando, porque si de imperfecciones se trata, me quedaría toda la vida contándoselas a cada uno. Yo soy diferente, pero eso no significa que sea imperfecto, como me dicen cruelmente algunos niñitos presumidos. Ahora, ya me da lo mismo si me dicen boquineto o imperfecto o como sea, y me levanto cada mañana con grandes deseos de ir a estudiar. Y grito y canto y participo en todos los temas, y hasta leo en voz alta sin importarme lo que digan, porque cuando unos niñitos me miran como con ganas de reírse, les observo con cuidado sus bocas y veo cuan imperfectas son. El problema es que ellos ni se dan cuenta. Sí, todos ustedes que me miran y se ríen, no se dan cuenta de que ¡son unos imbéciles cuerpos deformes!
––Daniel, ¿qué estas escribiendo a estas horas? Toma la lonchera y apúrate que vas a llegar tarde a la escuela.
Diego A. Giraldo
Medellín,
Enero de 2010
dialejo2@yahoo.com
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