Capítulo XII




María volvió a su casa, tomó el teléfono y lo llevó con ella al baño, donde se encerró con llave. Lloraba gris y comenzó a lloverle la ducha fría que se escurría entre sus ropas. Se desvistió muy lentamente, como si sus remeras o polleras fueran parte de sus brazos o piernas. Tomó la afeitadora y emprendió su depilación. Fueron axilas, piernas, pubis y le vinieron unas ganas terribles de afeitarse las venas. Con la uña desajustó el tornillo para apoderarse de la hoja filosa. Se agarró la cabeza. Al escuchar el timbre del teléfono gritó con potencia. Tomo el aparato y con desesperación intentó destripar el cable con la hoja. Recién cuando logró su cometido detuvo su frenético grito y con gran violencia destrozó el tubo contra los azulejos. Abrazada a sus piernas, vio inundarse lentamente la casa para dormirse luego en las profundidades de su baño.
Al despertar de su siesta sin sueños se fijó en el reloj, eran las ocho de la noche. Toda la casa estaba húmeda, el Alberto la mataría. Tomó el repasador y seco lo que pudo. Se vistió y salió del lugar. Su preocupación se le formó por debajo de la piel: Adrián no estaba en su cuarto, y al pasar por el suyo, tampoco encontró a su marido; tal vez dieron una vuelta. Acomodó y secó todo lo más que pudo, inventó un par de excusas y se acostó.
No llegó a apoyar su oreja en la almohada cuando tocaron la puerta. Se levantó, se puso la campera y partió hacia la puerta. Al llegar y abrirla vio a Marta, y bajo sus manos lloroso el Adriáncito que se tapó el rostro, la empujó para que lo deje pasar y llegó corriendo a su cuarto. Marta entonces relató los sucesos de la mañana, del accidente, de que no sobrevivió, de que recibiera sus condolencias. María quedó estupefacta. Tenía un miedo tremendo que le consumía la cabeza a grandes zarpazos. Marta la tuvo que sostener, hacer sentar en un sillón y buscarle un par de aspirinas.
Estaba pálida. La sangre se fue toda a las tuberías junto con el agua a bailar por ahí. No había una idea que acertase en su mente, blanca como su rostro. En eso introdujo, sin darse cuenta, la mano en el bolsillo y sintió finalmente el frío cortante del bronce. Lo sacó para verlo. Parece que se olvido dejársela al Quimey. Quimey. Esa era la respuesta. No entendía muy bien cómo pero sabía que en él encontraría todas las réplicas que su alma pedía. Se paró y salió corriendo escuchando muy de fondo los reproches débiles de Marta. Fue a la parada del colectivo pero no supo soportar diez segundos que se vio desesperada, empujando transeúntes en su carrera a aquella salvación, sobre Tosco, en el Tercero D. Abrió de una patada la puerta del edificio, subió escalera arriba, y siempre con la llave en mano, se dio cuenta de que no la necesitaba. El departamento estaba abierto y en penumbras. El miedo le atajó nuevamente los pasos. Las pulsaciones a mil le temblaban las manos que sigilosa entró en la oscuridad buscando el interruptor.
Al hacerse la luz vio la montaña de patas de sillas incendiadas dentro del círculo blanco de platos en ruinas. Las líneas grises de ceniza se cruzaban con las franjas rojas de sangre. Quiso gritar pero la voz no cabía por la garganta. Dio media vuelta para fugarse pero la interceptó el propietario del edificio.
-¿Quién es usted?
María no quiso responder.
-Con que le comieron la lengua los ratones. Sabe, este departamento es de mi propiedad.
-Disculpe señor, debo irme.
-No. Ahora deberá pagar todos los daños.
-Pero yo no he hecho nada.
-Usted tiene la llave, la única de este departamento. ¿Quién fue sino?, ¿su gato?
-Yo ni siquiera vivo en este lug…
La voz se le fue apaciguando con la conciencia y cayó en los brazos del rudo señor que ante la sorpresa y el espanto la dejó caer y escapó.



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