CARMELO
1
UN BONITO DIA
La inmensa calma que se respiraba en el valle, era tal, que al pequeño Carmelo,
-al tiempo que crecía- le costaba cada vez más apreciar la noche (a pesar de lo mucho que admiraba el maravilloso espectáculo, como era el cielo estrellado cualquier noche de verano).
Durante toda la estación estival, se levantaba muy temprano, se tomaba un buen trago de leche, (que su madre le tenía preparada), y sin esperar ninguna clase de instrucciones, salía como un cometa, saltando y revolcándose por la fresca y húmeda hierva de la dehesa. Era una sensación de libertad armónica la que experimentaba con los demás seres que habitaban el lugar, que quisiera ser uno con todos ellos.
Carmelo era moreno, robusto, y tenía una mirada penetrante y fogosa; como la vitalidad que transmitía, a todo el que le observaba reduciendo las amplias distancias de la inmensa finca, con sus largas correrías.
Era feliz, inmensamente feliz con la mejor de las compañías; su familia. Su madre (Jacinta), era toda compostura; de exquisitos modales y corazón generoso, bonachona y tierna como el bizcocho. Bizcocho era el cariñoso nombre que gustaba llamarle el cabeza de familia (Anselmo).
Anselmo, era también moreno y robusto como su hijo; pero la mirada no era alegre, ni penetrante, ni fogosa. Al contrario que su vástago, Anselmo tenía la mirada triste, muy triste. La pena le embargaba; pero por mucho que intentara disimularla, a Jacinta no se le escapaba aquel punzante dolor que aureaba. Aunque nunca comentaban nada sobre la terrible situación, que se acercaba con crueles pasos gigantes.
Al joven Carmelo, le encantaba recorrer la pradera, observando los pájaros volar con ramas en el pico, con las que construir el nido. “Lar de su futura camada”; o ver a los conejos corretear, asustados por su (sin aún entender el motivo) presencia.
Cuando después de una buena caminata, llegaba al horizonte límite de las tierras que le permitían recorrer; se quedaba mirando estupefacto desde la cima de la colina, aquél hermoso pueblo, con bellas casas pintadas de un blanco cal, al que era imposible mantener la mirada fija más de unos segundos; aunque de eso, Carmelo no se percataba hasta quedar cegado momentáneamente, por el brillante resplandor. “tal era la admiración que sentía ante aquella urbana visión”.
Soñaba con el día en que sus padres lo llevarían a la feria, “como le habían prometido”.
Tenía que averiguar la fecha del acontecimiento, para recordárselo de vez en cuando.
“Son muy despistados y olvidadizos” –se decía para sí-, mientras seguía ensimismado con el paisaje. –En cuanto llegue a casa se lo recordaré-. “ingenua infancia que sus padres trataban de retrasar en lo posible”. Recorreré todo el recinto bailando al son de la música, y me subiré en todas las atracciones,-especialmente en la noria-, para ver el pueblo y el campo desde lo más alto; me compraré algodón de azúcar, que compartiré con mis padres, para que se sientan tan felices y contentos como yo.-Soñaba y repasaba mentalmente todo lo que haría en la feria-.
Después de un buen rato…, y cuando el reloj que parecía haberse tragado le avisaba, sabía que era la hora de volver, porque el apetito le arañaba el estómago. Pero nunca volvía en línea recta, no; siempre lo hacía bordeando el riachuelo, que cruzaba la finca de este a oeste, y delimitaba las tierras vecinas. Se metía hasta las rodillas, y dejaba que el agua le salpicara al contacto con sus extremidades. Después sumergía la cabeza y se remojaba el cuello.-Era tan agradable, que no saldría nunca del agua-. Pero el hambre era más poderoso que la voluntad; y antes de darse cuenta, se encontraba caminando en dirección al menú. Eso sí…, pisando todos los charcos que se encontraba a su paso, y chapoteando con infantil aptitud. Le encantaba el sonido del barro abrirse a sus pies, y el olor a tierra mojada que desprendían sus pasos; el perfume a hierbabuena y albahaca, romero y azahar, le llagaban mezclados por los cuatro costados y embargaban los sentidos.
Cruzaba el pequeño bosque de alcornoques, que se encontraba justo en el centro de la finca, y por donde correteaban toda clase de animales; y cogía el sendero que lo llevaba hasta su hogar. Era el momento en que se acordaba de su madre; sabía palabra por palabra, lo que le diría al verle entrar.
¡Hijo mío! pero… ¿como vienes?- ¿Cómo tengo que decirte las cosas? ¡marrano!
¡tira a lavarte y quitarte todo ese barro! Entonces su madre (no fiándose de él), le seguiría, y sería ella quien lo lavara y frotara bien por todas partes.-intentando hacerle creer, un gran enfado. Pero Carmelo era más pícaro que su madre, y la miraba de reojo, observando la media sonrisa de satisfacción que irradiaba mientras frotaba.-Era feliz, sólo de ver feliz a su hijo.
Poco después,-siempre a la misma hora-, llegaba Anselmo. Era el momento del día, en que comentaban la jornada, y se demostraban el infinito cariño que se profesaban los tres miembros de la familia.
Te encuentro cansado -decía dulcemente Jacinta-
No más que otros días -contestaba Anselmo- forzando una sonrisa. Y tú hijo: ¿Qué has hecho hoy?
Lo de siempre, papá. ¡Ah! … por cierto. Os recuerdo que la feria es el mes que viene, y prometisteis llevarme.
Anselmo y Jacinta, se miraron con una triste sonrisa, y antes de despertar sospecha alguna en Carmelo, -Jacinta se apresuró-
Pues… si te lo prometimos, tendremos que cumplir. ¿O acaso… no te hemos enseñado que las promesas hay que cumplirlas?
Sí mamá –replicó el hijo- pero no quiero que se os olvide.
¡Ah!... se me olvidaba decirte –interrumpió el padre-, que mañana vendrá seguramente el capataz, a por unos litros de leche… ¡dáselos!
¿Ves como se os olvidan las cosas? –Saltó el pequeño- ¡tengo que estar en todo!
Una gran carcajada se les escapó a la pareja, ante el chulesco comentario de su retoño.
Si, si…vosotros reíros –continuó Carmelo- pero lo digo muy en serio.
Cuando después de un largo lapso…pudieron dejar de reír; la madre (no sin algún esfuerzo), tratando de evitar la carcajada, preguntó: ¿vendrá por la mañana… o por la tarde?
-Eso no te lo puedo decir, sólo sé que vendrá-. De todas formas, procura tenérsela preparada temprano… y así, no te cogerá el toro; que ya sabes el mal carácter que tiene.
Ante aquél comentario, y la continua aptitud sumisa que adoptaban sus padres, frente al capataz; Carmelo no pudo evitar la rabia.
¿Por qué…no le damos una paliza entre los tres a ese imbécil; cuando venga mañana? A ver si aprende a tratar con respeto a todo el mundo.
¡Hijo! –Reprochó Jacinta- la violencia, no conduce a ninguna parte. Además…todos nacemos con un destino ya fijado, y hay que aceptarlo como viene.
¡Te equivocas, mamá! El destino se puede cambiar… sólo hay que proponérselo. Yo me niego a aceptar un futuro que no me guste.
¡Carmelo! –Dijo su madre- cambiar el destino, no está en nuestras manos. Cuando seas mayor lo entenderás… (Y lo sufrirás) –Pensó- ¡maldita suerte la nuestra!...-terminó murmurando ininteligiblemente a oídos del pequeño. –que se apresuró-
¡Yo no seré como vosotros! No pienso permitir las injusticias, ni las humillaciones que vosotros sufrís.
Jacinta, acercándose a su hijo y sintiéndose muy orgullosa de él, le besó y acarició la mejilla con la suya. ¡Cambiemos de tema! –Prosiguió la madre- mientras volvía a sentarse. ¿Sabéis?... hoy ha nacido un nuevo polluelo. ¿Os acordáis de aquella gallina roja que se partió un ala…y estuvo tan enferma?
¡Sí! –Contestó Anselmo- mirándola fijamente. ¿Qué pasa con ella? ¿Ha muerto?
¡No, no! –interrumpió rápidamente la madre- ¡Que va! Todo lo contrario. Ella es la madre del nuevo polluelo; pero es que además, tiene otros tres a punto de salir del cascarón… “si vierais que imagen tan tierna, ver a esa madre dar de comer a su pollito. A veces, parece como si buscara un pecho para amamantarlo, y poder así sentirse más cerca de su hijo.
Al oír la noticia del nuevo nacimiento, el joven Carmelo saltó entusiasmado, olvidando por completo la conversación anterior. ¡Mamá, mamá! ¡Vamos a verlo ahora!
¡Tranquilo hijo, tranquilo! –Replicó el padre- ya es muy tarde. Además…no hay luz en el corral. Mañana lo verás.
A pesar del nerviosismo, y la abrumadora alegría de Carmelo por la buena nueva, pronto comprendió que su padre tenía razón, y de inmediato aceptó las indicaciones de éste. “Ante todo era obediente y muy respetuoso con sus mayores.
Así acabó el día, y se fueron los tres a dormir… después del tradicional reparto de besos de buenas noches.
2
CRECE LA FAMILIA
El día amaneció nublado, amenazaba lluvia; pero eso no era motivo suficiente para contener el ímpetu de Carmelo. Así que… como todos los días, salió corriendo después de desayunar, como una exhalación; y cuando estaba a punto de cruzar la puerta, su madre le cortó la retirada.
¿Dónde crees que vas? …”con el día que hace”
A dar una vuelta…”como siempre” –contestó el pequeño-
¡No hijo, no! –replicó la madre con gesto serio- hoy no sales... no quiero que vuelvas como una sopa. Además hace mucho viento.
Carmelo, quedó paralizado frente a la puerta, ante la negativa de su progenitora. Cuando después de unos segundos… pudo reaccionar, mostró un visible enfado que no pasó desapercibido para la madre.
Hijo –prosiguió Jacinta- no me gusta verte triste, pero comprende que lo hago por tu bien… no quiero que te pongas enfermo; y hoy no hace un día como para ir saltando los charcos.
“Mamá, por favor”, te prometo que iré sólo por lo seco.
Ante la insistente aptitud de Carmelo, a Jacinta no le quedó más remedio, que agudizar su enfado y levantar la voz más de lo acostumbrado.
¡Te he dicho que no, y es que no! Así que no insistas. ¿No ves que está para llover?
El joven, bajó la cabeza ante la contundente contestación de su madre, y resignado se volvió para adentro. Pero el mal humor le duró poco tiempo, porque minutos más tarde, ya estaba jugando y gastándole bromas a su madre. Cuando de pronto, recordó la noticia que le había dado la noche anterior.
¡Mamá! ¡Mamá! Voy al corral a ver al pollito
¡Espera hijo! Voy contigo, quiero ver cómo se encuentra.
Y salieron juntos hacia el corral, que se encontraba a unos pocos metros a la derecha de la fachada. Abrieron la puerta de par en par, y con la mirada buscaron al recién nacido; pero por más empeño que pusieron, no lograron verlo por ningún rincón.
Tras un buen rato de búsqueda, la madre quedó petrificada ante la dantesca escena. Al fondo del corral, justo debajo del ventanal que dejaba entrar la luz, y el aire renovador, encontró un puñado de plumas, que desgraciadamente corresponderían al pequeño infeliz. La gallina roja del ala rota, giraba y giraba alrededor de los restos de su malogrado hijo, como esperando el resurgimiento del pobre desdichado.
¿Dónde está, mamá? –Preguntó Carmelo-
No está, hijo –contestó Jacinta- con la voz entrecortada, y una mal disimulada pena, que la roía los adentros. “Esta noche ha entrado la garduña y se lo ha llevado”
Carmelo, estupefacto con la triste noticia, y el corazón en la boca, no pudo evitar que una lágrima resbalara por la mejilla, hasta llegar a sus labios, y saborear por primera vez el gusto amargo de la impotencia. –sensación que pronto se haría frecuente. Pero no iban a quedar ahí, todas las sorpresas que le deparaba el día, porque después de una larga jornada, (poco antes de anochecer, y a la hora acostumbrada), apareció por la puerta Anselmo, con un perro mal trecho, plagado de heridas sangrantes, que le cubrían gran parte de la cara, el vientre, la espalda… y los ojos terriblemente hinchados. Todo ello, resultado de la brutal paliza, que le había propinado su “agradecido” amo el cazador, por tantos años de fiel servicio. Al pobre perro, los años le habían pasado factura, y después de perder parte de vista, agilidad, y olfato, ya no le era útil a su sanguinario dueño…, que no se conformó con despedirlo, no, tenía que demostrarle su superior hegemonía, obsequiándole con aquel salvaje trato.
¡Toma bizcocho! –Dijo Anselmo- dirigiéndose a Jacinta.
Pero… ¿qué es esto? –Contestó ella- ¿qué le ha pasado a este pobre animal? ¿Cómo le han podido hacer una cosa así?
Carmelo, estaba en un rincón, perplejo, sin poder reaccionar, ante la imagen que hubiera deseado no haber visto jamás. Pensaba, que después de lo vivido aquella misma mañana, (con el destino del pollito) no habría nada, que pudiera superar tanta desgracia. “evidentemente se equivocaba”.
Lo he encontrado al borde del camino,-prosiguió el padre- cerca del arroyo. Creo que lo ha cruzado a nado, huyendo de su agresor. El pobre estaba tumbado boca arriba, y casi sin aliento. Me miraba de una manera… que no he podido resistirme a recogerlo… y aquí lo traigo, para curarlo, y si sobrevive, y os parece bien… podría quedarse con nosotros. Creo que es bastante viejo, y es hora ya… de que sienta el cariño de una familia,”aunque sea adoptiva”.
Jacinta, cogió al desdichado animal, para acomodarlo en un improvisado lecho, que Anselmo estaba preparando; cuando… se paró frente a su hijo, adivinando por segunda vez en el mismo día, la profunda pena que reflejaban los ojos del pequeño. Le dolía tanto aquella mirada perdida de Carmelo, como el motivo que la provocaba. Se había quedado allí, de pié junto a su hijo, tan inmóvil, que parecía no bombardearle el corazón la suficiente sangre, para reaccionar con criterio. Algo… que sólo hizo, cuando Anselmo reclamó su atención.
¡Vamos bizcocho! ¡Ponlo aquí!
¡Sí, sí!... Ya voy –contestó Jacinta, con la voz temblorosa y entrecortada-. Después de dejarlo con sumo cuidado, corrió en busca de todo lo necesario para la cura. Lo primero que haría, sería limpiar bien las heridas, y después vendarlas para evitar una posible infección. Tanta era la ternura la que sentía en su piel aquel desgraciado,-con las caricias y palabras cariñosas procedentes de aquellos desconocidos-, que le hacían ignorar el dolor físico, y desear no curarse jamás. Atónito, miraba uno a uno a todos los miembros de la familia, y sentía que aquel era el comienzo de una nueva vida. Desde aquél día, aquella sería su familia. La familia que nunca tobo; a la que querría con todas sus fuerzas, y de la que recibiría protección, y el cariño que siempre anheló.
Fueron pasando los días, y poco a poco, el perro fue recuperándose, hasta conseguir la forma física, que nunca nadie debiera haberle quitado.
Tanto a Jacinta como a Anselmo, les gustaba observar desde la puerta, a su hijo y al perro, jugar y corretear por la hierba, hasta quedar tumbados en el suelo, exhaustos. Viendo la demostración de amor que el perro mostraba con Carmelo, moviendo el rabo de manera impulsiva, y lamiéndole la cara con infinito agradecimiento. Era aquella una imagen tan dulce y tierna, que a los dos adultos les costaba entender, como podía haber gente que disfrutara viendo y torturando a un animal.
Una tarde,-después de los obligados correteos por la pradera- cuando empezaba a salir la luna con su brillante luz, y rodeándose lentamente de las estrellas que el sol iba autorizando,-al tiempo que se despedía del viejo día- entraron los dos camaradas al llamamiento de Jacinta.
¡Venga! vamos para adentro, que tu padre está a punto de llegar, y hay que lavarse para la cena. Poco después llegaba Anselmo, cansado como siempre, pero feliz por el reencuentro después de la larga jornada.
Sentado, esperando la cena, Carmelo cayó en la cuenta de algo que no se les había ocurrido antes. ¡Papá! –Dijo sorprendido- ¿te das cuenta que al perro aún no le hemos puesto un nombre?
Pues… ahora que lo dices –contestó el padre- ¿sabes que tienes razón? –Y mirando a Jacinta le preguntó- ¿y a ti bizcocho… tampoco se te había ocurrido?
Jacinta, se quedó fijamente mirando hacia ellos, sorprendida por el masivo familiar olvido,-y arrugando la boca con claro gesto de culpabilidad- se giró sin pronunciar palabra, retomando la actividad culinaria. El gesto de Jacinta, provocó una carcajada tal al resto de la familia, que la hizo sofocarse y enrojecérsele la nariz.
¿Pues habrá que ponerle un nombre? –Saltó por fin Carmelo- cuando pudo dejar de reír.
¡Claro que sí! –Prosiguió su padre- ¿y… cual podría ser?
¡Boby! –Dijo el pequeño-
¿Boby?... me parece demasiado común y vulgar. –Replicó el padre-
Entonces… ¿cómo le ponemos, papá?
La madre, que hasta ese momento se había limitado a escuchar, de repente recordó la expresión del perro la tarde que llegó, y rápidamente propuso: ¿qué os parece Cordero? Es bonito y denota fragilidad y desamparo, como reflejaba su cara el día que lo encontramos.
Padre e hijo, se miraron a los ojos un instante, y asintiendo al unísono con la cabeza, preguntó Anselmo: ¿qué te parece hijo?... ¿te gusta Cordero?
¡Oh…sí, papá! Mucho, me gusta mucho. –Afirmó Carmelo- seguidamente se levantó Anselmo, y con gesto serio y aires de solemnidad, proclamó: yo, Anselmo, como cabeza visible de esta familia, y después de las oportunas deliberaciones, te bautizo con el nombre de Cordero. En aquél momento, sintiéndose el animal centro de atención de todos los presentes, comenzó a saltar y mover el rabo de una manera impulsiva, como si entendiera lo que estaba pasando. El comportamiento de Cordero, provocó de inmediato una eufórica satisfacción, al resto de los miembros de la ya considerada familia.
3
EL HOMBRE DE LA CASA VIEJA
Días más tarde del feliz acontecimiento, que significó la llegada de Cordero, correteaban los dos colegas por el campo, con tal entusiasmo, que sin percatarse de los límites establecidos, sobrepasaron estos, llegando a las puertas de una casa sombría y derruida. Medio oculta por la maleza, y oscura por las enredaderas que trepaban por sus paredes, le daba un aspecto fantasmal y tenebroso, hasta el punto de helar la sangre a los dos amigos; que paralizados, la observaban sin intercambiar palabra ni mirada alguna… cuando de repente, se movieron las maderas que antaño conformaron, lo que parecía una puerta, apareciendo del interior una figura humana, cubierta por una gabardina supuestamente blanca, y que se adivinaba de un hombre corpulento, de cabello blanco y espeso. No se sabía muy bien, si moreno por la genética, el sol, o la mugre acumulada. Con una larga barba gris, que le cubría gran parte del cuello de la vestimenta, y le dotaba de una imagen temerosa.
Ante aquella repentina aparición, los dos amigos reaccionaron como era de esperar; dando media vuelta, y poniendo pies en polvorosa. Cuando habían recorrido algunos metros en su huida, oyeron al hombre que les llamaba.
¡Esperad! ¡No os vayáis! ¡No os voy a hacer ningún daño! ¡Solo quiero que me hagáis un poco de compañía! ¡Por favor… volver! ¡Os lo ruego!
Al oír aquellas palabras, Carmelo fue reduciendo progresivamente la marcha, hasta pararse completamente y volver al punto de partida… muy lentamente, y expectante ante una posible reacción extraña, por parte de aquel desconocido.
Cuando después de un buen rato, Cordero se percató de que nadie lo seguía, paró en seco, y no sin algún reparo y mucha desconfianza, dio media vuelta y corrió hasta su amigo. Suplicó con la mirada una más que lógica retirada, sin encontrar respuesta a sus ruegos; a pesar de lo cual, el animal se mantuvo al lado de Carmelo. Tras, observarse por algún tiempo los dos compañeros y aquél hombre, éste, les hizo una señal con la mano, para que se acercaran y poder charlar amigablemente.
No temáis, no os voy a hacer ningún daño,-dijo- solo quiero hablar un rato. ¿Sabéis?... hace días que no hablo con nadie. Y todos necesitamos comunicarnos y desahogarnos, contando nuestras inquietudes y temores, dejando que fluyan sentimientos y sensaciones, y transmitiendo experiencias. ¿Quién sabe? Igual el que escucha, saca conclusiones positivas, y les sirve de algo. ¿No creéis?
Tanto Carmelo como Cordero, estaban inmóviles, ensimismados escuchando a aquél hombre, sin entender demasiado lo que les decía. Pero alguna fuerza invisible, les mantenía pendientes de lo que el vagabundo les contaba. “era curiosidad”.
El de la gabardina, se percató de la situación tan incómoda, en la que se encontraban los dos compañeros, y para tranquilizarlos, siguió hablándoles con voz suave, y contándoles pasajes de su vida anterior. Así –pensó- conseguiría la confianza de sus nuevos amigos. Los miró sonriente por un momento y prosiguió: yo sé que mi aspecto da miedo, pero os aseguro, que hace no mucho tiempo, yo no era como me veis. Aquel recuerdo, le retrotrajo a un pasado relativamente cercano, y quedó en silencio un instante, con la mirada perdida y una gran pena reflejada en la cara.
Perdonad,-continuó- pero me resulta imposible recordar,sin ponerme nostálgico. Hubo un tiempo en que fuí feliz. Lo tenía todo; una mujer estupenda y dos hijos maravillosos, a los que sigo adorando, aunque haga mucho tiempo que no los veo. Trabajaba en una gran empresa de cosméticos, y era muy respetado por mis compañeros. Como alto ejecutivo, tenía una gran responsabilidad, y mi mayor cometido, era tomar grandes decisiones, que afectaban directa o indirectamente, tanto a la entidad, como a todo el personal que dependía de ella. Me sentía alguien importante, y eso es algo que no todo el mundo es capaz de asimilar. A mí se me subió el éxito a la cabeza, llegando a creerme omnipotente. Ya no me conformaba con una buena casa y un coche de lujo, tenía que comprar impulsivamente, en contra de la opinión de mi familia, con la que tenía discusiones cada vez más fuertes y constantes. Empecé a codearme con gente de alto standing y un poder adquisitivo muy por encima de mis posibilidades. Sin darme cuenta, fui minando poco a poco tanto la estabilidad económica familiar, como la propia familia. Y todo por vanidoso… ¡como me arrepiento! Si Dios quisiera darme otra oportunidad, lo haría todo de manera muy distinta, y desde luego, pondría los medios para conservar, lo que más nos debe de importar… la familia.
Llegado este punto, al vagabundo se le fue un suspiro, y se tragó todas las lágrimas, que no quiso derramar ante el escaso público allí congregado. Público -por cierto- que comenzaba a impacientarse y aburrirse ante un discurso de corte filosófico, que a Carmelo le recordaba las largas charlas, que con más frecuencia de la deseada, sus padres le regalaban, cuando hacía motivos para la reprimenda. Porque ellos no se conformaban con regañar, no, le soltaban todo un recital de-por qué- no se podían hacer las cosas de aquella manera, o de aquella otra. Las consecuencias negativas, y los beneficios de hacerlas como ellos le indicaban. En definitiva… que Carmelo había perdido todo el interés, por aquel improvisado filósofo, y su más que pesada conferencia.
Carmelo, seguía buceando en sus pensamientos, cuando arrancó de nuevo el desagradable personaje, diciendo: ¡esperad un momento! Os voy a enseñar las fotos de mis hijos. –y se dio media vuelta, para entrar en la casa en busca de las fotos. Momento que aprovecharon los dos aburridos amigos, para desaparecer de escena, cómo alma que se lleva el diablo.
Cuando el hombre salió con las fotos en la mano, no logró más que ver a los dos desertores, alejarse a toda prisa, y sin mirar atrás. El, dándose cuenta de la situación, no pudo por más que sonreír y comentar entre dientes: si es que la paliza que les he dado a los pobres, no es para menos. Y volvió a entrar en las ruinas de la casa.
Mientras tanto, Carmelo y Cordero corrieron sin parar, hasta llegar a la altura deseada, fuera del campo de visión de la casa vieja, y a la vera de Jacinta; que nada más verlos llegar, se puso delante de ellos y les pidió explicaciones.
¿De donde venís tan sofocados? Que os falta hasta el aliento. Parar y respirar tranquilos. Después de dejar que se recuperaran,-prosiguió- y ahora contarme ¿Qué os ha pasado?
¡Nada mamá! –Contestó Carmelo- esperando que su madre no insistiera. Pero la madre no contenta con la respuesta, e intuyendo alguna fechoría, repitió enfadada. Repito: ¿qué os ha pasado?
El pequeño se quedó pensativo, buscando una respuesta satisfactoria, al tiempo que Cordero miraba de reojo a Jacinta, moviendo el rabo, y suplicando perdón por algo, que no sabía el qué, pero sospechaba había hecho mal. (Salir de los límites establecidos) cuando de pronto se le ocurrió a Carmelo una historia tan absurda, que de lo absurda, le pareció creíble.
¡Pues mira mamá! Comenzó el joven, intentando transmitir asombro y entrecortando la voz: estábamos jugando junto al arroyo, cuando de pronto desde lo más profundo del agua, ha salido un monstruo gigantesco, con dos cabezas y dotadas de grandes bocas, con unos dientes enormes. Por una de las bocas expulsaba agua, y por la otra, ¿sabes qué tiraba?... ya sé que estas pensando que fuego… ¿verdad?...pues no, te equivocas. Tiraba miedo. Y por eso hemos llegado así de asustados los dos. Mira a Cordero la cara de susto que aún tiene.
La madre, después de escuchar aquella ocurrente y disparatada historia, no sabía si echarse a reír, o reprocharle la mentira. Pero aquel día se encontraba de muy buen humor, y no estaba dispuesta a echarlo a perder. Así que se limitó a sonreír, y acariciando a las dos criaturas, las invitó a entrar en la morada, y les dio la merienda.
4
UN A MENTIRA PIADOSA
El verano transcurría apacible. A Carmelo le parecía la mejor estación, y pasaba los mejores momentos de su vida, en compañía de su mascota; pero aquél nuevo día iba a ser traumático para él.
Como siempre, se encontraba jugando con su amigo, cuando a lo lejos, vio una aglomeración de gente, poco habitual en aquellos contornos. Así que decidió acercarse a ver lo que ocurría. Como no estaba acostumbrado a tratar con la gente –por su timidez- se ocultó detrás de unos matorrales a mirar, y observó algo que le sorprendió muy desagradablemente. Unos hombres montados a caballo, con chaleco y sombrero negro, provistos de unos palos largos, perseguían y derribaban con ellos, a los toros que asustados corrían sin rumbo, tratando de escapar del acoso al que estaban siendo sometidos. Se encontraba casi en estado de show, ante la grotesca escena, cuando reconoció a uno de los jinetes. Era aquél hombre tan desagradable, que iba de vez en cuando, a que su madre le diera una cántara de leche, sin recibir a cambio ni un simple gesto de agradecimiento.
Aquel dantesco espectáculo, reforzaba la idea, que les propuso en una ocasión a sus padres, “echarle a patadas” –se trataba del capataz-. En un momento dado, Cordero, indignado, salió del escondite ladrando, e inconscientemente, se acercó al grupo de hombres que observaban la escena, llamando su atención, y respondiendo al ataque con una certera pedrada, en el lomo del pobre animal. Que dolido huyó al reencuentro con Carmelo.
¡No vuelvas a hacer eso! -Reprochó su dueño- ¡Escóndete! Y acariciándole dulcemente –prosiguió- ¿te han hecho mucho daño? El perro se quejaba con un suave aullido, pidiendo más caricias, moviendo el rabo de un lado a otro, y mirando a Carmelo con cara de pena. –Esa era el arma que tenía Cordero, para conseguir las anheladas atenciones- El animal era consciente de que su mirada, provocaba la cariñosa reacción de su familia.
Para no llamar la atención, se marcharon sigilosamente. Y con el corazón encogido se alejaron de allí, bordeando la valla que los separaba de la finca vecina. A la altura del pozo, “que llamaban de la viuda, porque según la leyenda, se arrojó una mujer desesperada por la muerte de su marido”, se encontraron con unos vecinos algo mayores que el, y que retozaban alegremente. Cuando vieron llegar a los intrusos, se acercaron a Carmelo, y viendo la preocupación que reflejaba su cara, -preguntaron-
¿Qué te pasa? ¿Acaso has visto al diablo?
Cuando el joven pudo reaccionar, contestó: no, no… ¿o sí? “pensó”. Aquel hombre, efectivamente, le recordaba en parte al mismísimo. Porque en apariencia, no sabía si podía ser, pero desde luego, se lo imaginaba con chaleco y sombrero desde aquél momento. ¿Y qué apariencia tiene el diablo? –preguntó-
El más grande de ellos, y que parecía llevar la voz cantante, -replicó con voz burlona-Pues… no sé… alto, moreno y peludo, con dos impresionantes cuernos, rabo largo y pezuñas en los pies.
Carmelo, quedó pensativo ante la respuesta recibida, y replicó muy molesto: ¡eso no puede ser! Estás describiendo a un toro. Y me niego a que el Diablo pueda asemejarse a ningún noble animal, y mucho menos con el porte de un toro. Yo creo que más bien, debe parecerse a un hombre.
Inmediatamente, se echaron a reír todos los presentes, hasta que, el mismo interlocutor de antes, volvió a interrumpir.
Bien pensado… ahora que lo dices, es posible que el primer hombre que imaginó al Diablo, lo plasmó con la fiera apariencia de un toro, y la crueldad del humano. De ahí la impresionante imagen que tiene. Pero… bueno –prosiguió- ¿nos vas a contar lo que has visto?... ¿o no?
Carmelo, pensativo por la definición que acababa de escuchar sobre el maligno, terminó contándoles a los contertulios, lo visto minutos antes.
Extrañado, por la ignorancia que demostraba aquel inocente, desconociendo el trágico final de los toros… Rodolfo, -que así se llamaba el interlocutor- le contó cual era el destino de los nobles animales, motivo de aquella conversación. Le dio todos los detalles, del sufrimiento que padecían en la plaza: las banderillas, los cullazos del picador,-que le hacen vomitar sangre- las burlas del torero con sus pases, y lo peor de todo… el estruendoso sonido del público aclamando al verdugo, que le hace aumentar el miedo hasta cotas inimaginables.
¡Calla, calla! ¡No sigas! –Gritó Carmelo- mientras corría en busca de su madre. ¡Todo es mentira! ¡Me lo dices para asustarme!
Cuando Jacinta vió llegar a su hijo llorando y aterrado, salió a su encuentro, lo abrazó y besó muy tiernamente en la mejilla, tratando de calmarlo antes de preguntar. Cordero que llegó detrás de su amigo, y a pesar de no haber entendido nada, sabía instintivamente que si aullaba lastimosamente, y ponía carita de pena como Carmelo, también recibiría de Jacinta, su tan deseada ración de cariño. De modo… que eso hizo, y se tiró a los pies de su ama, llorando y lamiéndola hasta la saciedad. No parando, hasta conseguir su propósito.
Cuando por fin lo consideró oportuno, -Jacinta le preguntó a su hijo- y ahora hijo mío, dime que te apena tanto.
Carmelo, entre sollozos, contó a su madre, lo que había visto hacer a los toros en el campo, y el futuro que les esperaba en la plaza.
¡Mamá! –Concluyó Carmelo- ¿Eso es verdad, o sólo me lo han contado para asustarme?
La madre que había escuchado atónita a su hijo, dejó resbalar una lágrima por su mejilla, -enrojecida por la rabia- en el preciso instante que comprendió, que su vástago crecía rápidamente, y empezaba a descubrir el mundo real. Hasta ese momento, el joven Carmelo había creído, que nadie era capáz, de hacer sufrir a ningún otro ser, solo por placer. No alcanzaba a entender, que la agonía y el sufrimiento de unos, pudiera satisfacer a otros.
¡Hijo! –Exclamó por fin la madre- piensa que si el hombre es capáz de provocar las guerras, matándose unos a otros… ¡qué no hará con los animales!, de los que se cree superior.
Cordero, sintiéndose ajeno a la situación, e intuyendo un clima denso, se sintió en la necesidad, -a pesar de su falta de raciocinio- de cambiar el ambiente, haciendo alguna de sus monerías. Y comenzó a saltar y dar volteretas en el aire, aullando como un poseso, hasta conseguir arrancar una sonrisa, tanto de la madre como del hijo.
Cuando caía la noche, y olvidado ya lo acaecido aquel dramático día, los dos amigos vieron acercarse a lo lejos, la silueta del padre. Inmediatamente, corrieron a su encuentro, ávidos de su presencia, para acompañarlo el corto trecho que le quedaba por recorrer, y quitarle los pesados aperos que acarreaba. Ese detalle, era motivo de orgullo para Anselmo.
¡Qué bien lo estamos educando! –Pensaba- solo por esto, ya valdría la pena sacrificarse.
Mientras tanto, Jacinta ya tenía la cena casi preparada. Así que mientras esperaban después de lavarse las manos, a que llegare la madre con la comida, Carmelo le contó a su padre, todo lo que le había ocurrido durante el día. ¡Pero eso no es verdad! Solo querían asustarme, y lo que me ha dicho mamá, ha sido para que desconfíe de los desconocidos. ¿Verdad, papá?
Carmelo, necesitaba creerse sus palabras, y rechazaba inconscientemente el dolor que le ocasionaba la verdad.
El padre, perplejo, no acertaba a contestar por miedo a defraudar a su hijo. Y cuando al cabo lo hizo, mintió.
Por supuesto, hijo. Tu madre, cuando era más joven, soñaba con ser artista, y por eso, de vez en cuando gusta de interpretar algún drama, y como no hay un teatro donde hacerlo, se lo representa al que tiene más a mano. Hoy te ha tocado a ti.
Tanto se esforzada de convencer a su hijo de aquello, que terminó inventando una historia, para que no dudara de la veracidad interpretativa de su madre.
En una ocasión, -prosiguió Anselmo- cuando tu madre y yo empezamos a salir juntos, fui a verla; y como su madre, –tu abuela- no nos dejaba solos ni un momento, a tu madre no se le ocurrió otra idea, que fingir un constipado. Empezó a toser, y simular algunas molestias. Excusa que aprovechó para retirarse a la cama, y tras el engaño, saltar por la ventana y encontrarse conmigo fuera, solos a la luz de las estrellas… pero la jugada, no le salió bien, porque tu abuela, preocupada por el supuesto mal estado de su hija, entró para comprobar que no necesitara nada. Y cuando vió que la habitación estaba vacía y la ventana abierta, salió en su busca. Encontrándonos abrazados, contemplando las estrellas, y diciéndonos cosas bonitas al oído. Y aunque su primera intención, fue corrernos a los dos a palos, supongo que aquella imagen la enterneció, y se limitó a hacerle una señal a ella, y despedirme a mí.
Jacinta, había escuchado toda la conversación detrás de la puerta, sin querer interrumpirla. Una vez que hubo acabado Anselmo la romántica historia, encontró el momento propicio de traspasar el marco, con la comida en las manos, y gritando: ¡paso que voy! –sonriendo a Anselmo, y haciéndole entrever, que lo había escuchado todo.
Anselmo, le devolvió la sonrisa y se encogió de hombros, como diciendo: no sé si lo he hecho bien… pero lo hecho, hecho está.
5
LA CRUDA REALIDAD
La indiscreción de los padres, permitió a Carmelo escuchar aquella conversación en la que se lamentaba la pareja, del viaje que tendría que hacer muy pronto Anselmo.
Cuando el pequeño, curioso, preguntó por el lugar y el motivo; sus padres, sorprendidos por la presencia del joven, no supieron que contestar. Dando finalmente por respuesta, un rotundo y escueto: ¡a ninguna parte!
Carmelo, ante la enérgica contestación de su padre, y la certeza de que aquellas palabras, eran las únicas que recibiría como respuesta, optó por guardar silencio, y marcharse con claro gesto de preocupación. Mientras, sus padres bajaban la cabeza, y se miraban de reojo con tal angustia, que hasta el perro percibió aquella sensación. Cordero, instintivamente se acercó a la pareja, para abrumarlos con arrumacos y sentidos lametones. Gesto que agradecieron con una sonrisa, y acariciando la frente del animal.
Después, cuando saciado de caricias, salió en busca de su amigo; encontró a este, tumbado junto a la valla, y algo deprimido. Percibiendo el animal el bajo estado de ánimo de Carmelo, se acercó a este, y actuó del mismo modo, que lo había hecho momentos antes con sus padres.
Carmelo, tenía la desagradable sensación de que algo ocurría, y que sus padres por no preocuparlo, se lo ocultaban. Sabía que algo no iba bién. –Aunque no acertaba a saber el qué-.
Anselmo, se había marchado al campo, cuando su hijo volvió junto a su madre, aún visiblemente preocupado. Esta, ya estaba buscado la respuesta, a la que iba a ser la insistente pregunta de Carmelo. Conocía muy bien a su hijo, y podía adivinar la persistencia del pequeño, en busca de una respuesta coherente. Pero por más que buscara, no la encontró. Así que optó por parecer muy ocupada, yendo de un lado para otro, tratando de evitar su presencia.
De poco le sirvió, porque cuando Carmelo se percató de esta circunstancia, cansado de seguirla por todas partes, se plantó delante de ella,-con un más que evidente genio- y levantando la voz más de lo acostumbrado, dijo: ¡para ya, mamá! ¡Sé que aquí pasa algo! –No soy tonto- ¿sabes? Así que dime ya de una vez de qué se trata.
La madre, asombrada y hasta aturdida por la aptitud adoptada por su hijo, se limitó a guardar silencio, y con un beso en la mejilla, dio por terminado el interrogatorio.
Aquella reacción de la madre, no hizo más que aumentar la preocupación, y agudizar la ansiedad de Carmelo por conocer la respuesta; que muy enfadado, se marchó corriendo, perdiéndose en el horizonte de la inmensa finca. Eso sí, seguido por su inseparable amigo.-Cordero-.
Al pequeño,-ensimismado en sus pensamientos, sin saber por qué- le vinieron a la memoria, los mejores momentos pasados junto a su familia. ¿Sería la premonición de alguna tragedia? O… la necesidad de eludir la angustia, y el sufrimiento de intuición negativa, y posiblemente infundada.
Con esa duda anduvo todo el día vagando por la dehesa, encerrado en sí mismo, y haciendo caso omiso de su amigo; que cansado de intentar llamar la atención de Carmelo, y recibiendo a cambio absoluta indiferencia, terminó limitándose a seguir en silencio sus pasos, en soledad compañía.
Durante algunos días más, Carmelo, intentó sacar la respuesta a su pregunta, intentándolo tanto can su padre, como con su madre; pero siempre recibía la misma contestación. ¡Ahora no, hijo, ahora no!... Hasta que cansado de oír siempre las mismas palabras, -se rindió- dejando de insistir, y volviendo todo a un ambiente, aparentemente normal.
Pasado algún tiempo, y cuando el estío empezaba a dar sus últimos coletazos, se dejaban oír los sonidos rítmicos, de la feria de algún pueblo cercano. Pronto le tocaría al suyo, -el de casas pintadas de blanco cal- que tanto había admirado durante aquél varano. Pasaba las noches enteras, escuchando las melodías que se colaban por la ventana, y deseoso que el tiempo engullera la semana, y diera paso a la feria de su pueblo.
Pobre infeliz; aún desconocía la cruda realidad. Los días pasaban acentuando la preocupación, y la angustia de la pareja, que trataba de disimularla en presencia de su hijo. Pero Carmelo era muy inteligente, y no se le escapaba esa circunstancia. Y él, imitando a sus mayores, hacía lo propio para evitar aumentarles esa preocupación, en la medida de lo posible.
El último martes del mes de Agosto, llegó Anselmo casi eufórico con la noticia que traía. Lo primero que hizo, fue abrazar a Jacinta, que se encontraba pensativa en la puerta, esperando el milagro.
¡Es posible que no tenga que hacer ese viaje! –Dijo Anselmo- rodeando a Jacinta con sus manos, y hundiendo la cara en su pelo.
¡Ahí, Dios mío!... ¿es verdad eso? –Preguntó Jacinta- apretando con fuerza a su amado compañero, y el mejor de los padres para su hijo. Era una escena entrañable y muy emotiva, ver a la amante pareja abrazados y besarse, secándose mutuamente las lágrimas con los labios.
-No soportaba la idea de separarme de vosotros-¿sabes bizcocho? –susurró él-
Yo tampoco, -contestó ella- balbuceando las palabras, que casi la atragantan.
Tras un instante de silencio, Jacinta quiso asegurarse de que aquello no era un espejismo, o una confusión de Anselmo, y separándose unos centímetros de él, le miró fijamente a los ojos, y desconfiada preguntó: ¿y cómo lo sabes? ¿Estás seguro de lo que dices?
Anselmo, captando el pesimismo que denotaba la pregunta, se quedó algo pensativo; y asegurándose de no haber sacado una conclusión precipitada. Dijo: ¡no!, estoy seguro.-pero en aquél momento le vinieron algunas dudas a la mente.
Bueno… sé que han anulado el contrato que tenían firmado; y de ahí intuyo que… ¡Dios!, creo que estoy adelantando acontecimientos. Las ansias de sentirme libre, me han jugado una mala pasada.
Después de reconocer su error, Anselmo, se volvió a abrazar angustiado, y más asustado que nunca a su bizcocho, lamentando lo ingenuo que había sido. ¿Cómo he podido ser tan estúpido? Gritaba abatido.
No te preocupes mi amor, tranquilízate. Igual tienes razón, y hay motivos para ser optimista,-murmuraba ella con voz poco convincente- y segura del destino final.
Por la dehesa, saltando como de costumbre, se acercaban Carmelo y su compañero Cordero, agitados por el esfuerzo, pero alegres y sonrientes, orgullosos de la última de sus fechorías.
Cuando los padres se percataron de la inminente presencia, con disimulo y rapidez, se secaron las lágrimas, esperando que su hijo no notara nada extraño en ellos. Pero la reacción había sido tardía, y al pequeño no se le escapó, el acto reflejo de sus padres. El joven se paró en seco, y borró la sonrisa de su cara, para a continuación preguntar: ¿Qué pasa?... papá… mamá… ¿por qué llorábais?
Jacinta, simulando extrañeza, miro a los ojos de su hijo, y esperando devolver la sonrisa borrada de su rostro, inventó una de esas historias, que tanto gustaba achacarle Anselmo. ¡No! No te preocupes, hijo. Llorábamos, sí. Pero de alegría. Tenemos que darte una noticia maravillosa. Antes de continuar, percibió la mirada inquisitoria y a la vez expectante, que Anselmo le clavaba. Y volviéndose hacia él, preguntó: ¿Se lo decimos… o esperamos un poco?
Anselmo, sorprendido y sin hacerse la menor idea, de lo que tendría que escuchar, terminó por asentir con la cabeza; decidiendo seguirle la corriente, a pesar de saber, que cuanto más esperaran a decirle la verdad al pequeño, mayor sería el golpe.- Pero la cobardía es propia y lícita de los padres, cuando se trata de evitar el sufrimiento de un hijo.
Después de recibir la señal de conformidad, Jacinta prosiguió la historia, sonriente y muy expresiva para evitar la desconfianza del joven. Bueno, hijo. Te lo vamos a contar. ¿Preparado?
¡Venga mamá! –Protestó impaciente Carmelo- ¡Cuéntamelo!
¡Está bien, hijo! No te impacientes. Ya te lo cuento… Va a venir la cigüeña… vas a tener un hermano.
El pequeño se quedó paralizado. Incrédulo ante la noticia que trataba de asimilar, y sopesando mentalmente los pros y los contras, de lo que podría suponer un recorte de su espacio vital y sentimental. En principio, no le hacía mucha gracia, tener que compartir a sus padres con nadie; pero por otro lado, tendría un hermano menor a quien darle órdenes y pincharle siempre que le apeteciera. Este último pensamiento le hizo reaccionar, y se abrazó a su madre estrepitosamente, expresando una alegría incontenible.
Mientras tanto, absorto por la falsa noticia, Anselmo se encontraba allí, inmóvil y sin saber como reaccionar. Hasta que por fin se decidió, y siguiendo la corriente a Jacinta, se sumó a los abrazos.
Cordero, que estuvo todo el tiempo observando la escena, arrancó con aullidos y movimientos saltarines, por lo que parecía un motivo más de alegría. Aunque no entendiera nada.
Los siguientes días pasaron con relativa calma, a pesar de que el ambiente se adivinaba espeso. No tenían la certeza, pero sí la fundada sospecha, de que el viaje lo haría Anselmo antes o después. Sabían, que aunque se anulara un contrato, vendrían otros. El viaje era inevitable. Como así fue.
El sol nacía aquella mañana, con una luz menos brillante de lo acostumbrado. Los rayos llegaban tenues y tristes hasta el punto, que no acertaban a entrar por la ventana. –O al menos eso le parecía a Jacinta-.
Carmelo, apareció como siempre ensultante, en busca de su ración láctea matinal, seguido de su amigo Cordero –ajeno a todo-. Cuando observó en su madre, una expresión facial extremadamente aterradora, y a la vez incrédula. Se acercó a ella, y preguntó con ternura: ¡Mamá! ¿Qué pasa?...
La madre reaccionó rápidamente, tratando de no contagiar sus sensaciones al pequeño; y esbozando una sonrisa forzosa, quiso animarlo. ¡Nada, hijo!... que hoy me he levantado malamente. Pero tú no te preocupes, no pasa nada.
El hijo, aceptó de inmediato la explicación, aún sabiendo en su interior que algo no iba bien, porque el subconsciente le traicionaba; y el miedo a conocer la verdad, le evitaba el sufrimiento que su madre intentaba retrasar. Así que Carmelo, salió junto a su amigo a toda velocidad, en busca del sol y el fresco de la hierba; dejando a la madre sola con sus pensamientos, y rota por la pena.
Jacinta, había pasado toda la mañana, manifiestamente inquieta y muy triste, - y a eso, no era ajeno su hijo- que ya por la tarde, no quiso salir al campo, como acostumbraba a hacer después de comer, por acompañar a su madre. Aunque no se atrevía a preguntar, intuía algo, que iba a ser extremadamente traumático para toda la familia.
Cuando la calma era tan intensa, que hasta hacía daño, comenzó a llegar la lejana música de una banda, proveniente del pueblo blanco, que provocó en Jacinta un profundo suspiro, que rompió el silencio.
La desesperación y la impotencia, que transmitía la madre al pequeño Carmelo, también llegaba al inconsciente Cordero, que giraba las orejas y la cabeza, buscando alguna señal de no sabía que.
Minutos más tarde, les trajo el viento un olé y un estruendoso aplauso, seguido de los clarinetes que anunciaban la tragedia. Momento en que Jacinta cayó de rodillas al suelo, deshecha por el dolor y ahogándole la pena. Carmelo, viendo a su madre caer, corrió a socorrerla.Visiblemente asustado, instintivamente preguntó: ¡Mamá! Dime la verdad, ¿Dónde está mi padre?
La madre, consciente de que no podía seguir ocultando la verdad a su hijo, sacó fuerzas de flaqueza, y con el corazón en la boca, acertó a responder: Tu padre… está en la plaza.
En ese momento, Carmelo lo entendió todo… e instantáneamente pasó, de la más tierna infancia a la cruel madurez; clavándose sobre su madre… esgrimiendo su primer, y sin embargo más desgarrador mugido. Muuu…
FIN
JOSÉ LUIS FERNÁNDEZ MATEOS
LAS CABEZAS DE SAN JUAN
22-11-07
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