CLARA (LA VENDEDORA DE CUENTOS)
A principios del siglo xx, la vida no era fácil para nadie, y menos aún para Clara.-una niña huérfana-, que tenia a su cargo un hermano menor, y además un puñado de niños –como ella misma-, de la calle, de los que sentía responsable a pesar de su corta edad. Hacía mucho tiempo (ella casi ni lo recordaba) que su madre había muerto, después de una larga enfermedad. Pero algunos de los consejos que le dio, esos nunca los habría de olvidar, al igual que la amplia sonrisa con la que despertaba a su hermano y a ella misma todas las mañanas.
A pesar de encontrarse sola con sus hijos tras la muerte de su marido, la madre nunca demostró el menor síntoma de desesperanza.
¡Arriba, perezosos! –Les gritaba- mientras preparaba el desayuno y el bocadillo que habrían de llevarse a la escuela. (Porque por aquel entonces podían permitirse al lujo de ir a la escuela), cosa que después de su ausencia, les fue imposible por la extrema pobreza a la que estaban sometidos; obligándoles a andar todo el día en la calle, y sobrevivir con muchas dificultades.
Poco antes de morir su madre, le hizo prometer a Cara que cuidaría de su hermano -consciente de su cercano y trágico final-.
Hija –le dijo- la vida no es justa, no es justo que una niña tenga que crecer con tanta rapidez como tú vas ha tener que hacerlo. Yo me iré muy pronto, y por eso quiero que estés preparada.
La niña interrumpió a su madre echándose en sus brazos y sollozando.
¡Mamá! No digas eso, te vas a curar, lo sé, me lo dice el corazón.
-Hija- por favor, se fuerte. Tienes toda la vida por delante, y yo sé que el destino te depara un destino feliz. –Tiene que serlo- pensó.
Cuida de tu hermano, y apoyaros el uno en el otro siempre que las dificultades apremien. Consolaros mutuamente, y compartir las alegrías. Eso os ayudará a sobreponeros ante les dificultadas y a reforzar el recuerdo de los momentos felices.
Poco después, (cuando la madre ya no estaba con ellos), Clara tubo que dejar la escuela, y buscar el sustento suyo y de su hermano Carlos. Poco a poco fueron uniéndose a la familia otros niños en parecidas circunstancias. De todos ellos fue responsabilizándose paulatinamente. Así que todas las mañanas se levantaba muy temprano -cuando los demás niños aún dormían-, y salía a la calle en dirección a la estación, donde se ganaba algún dinero acarreando maletas de los viajeros. Allí pasaba toda la mañana saltando de un andén a otro, buscando clientes.
¡Le llevo la maleta, señor! Preguntaba una y otra vez, hasta que algún viajero, más por pena que por necesidad, accedía.
Cuando llegaba el último tren de pasajeros, (hacia medio día), la niña se marchaba corriendo, a comprar algo de comida con las pocas monedas que había ganado. Rápidamente se dirigía a aquella casa casi en ruinas, en la que esperaban su hermano y algunos de los niños más pequeños, que aún no eran capaces casi ni de andar. Les daba un baso de leche y un pedazo de pan con que saciar el hambre la mayor parte de las veces. Aunque en ocasiones, cuando había ganado lo suficiente, también traía alguna fruta con la que alegrarles el día. Para ellos una simple manzana les parecía un manjar. Ese dulzor en la boca de la fruta triturada, era tan agradable, que les costaba tragarla y perder así esa maravillosa sensación que aturdía los sentidos.
Algunos domingos, Clara iba paseando hasta el parque, donde se sentaba en algún banco, y miraba al cielo buscando una nube con forma de paloma unas veces, de caballo otras, incluso en una ocasión; le pareció ver la cara de su madre, que ni siquiera recordaba. Entonces le abrumó la tristeza y le reprochó desde lo más profundo de su corazón.
¿Por qué no te veo cuando cierro los ojos, mamá? ¡Me lo prometiste!
Entonces una paloma, que le pareció la misma que había visto tantas veces en la nube, se posó en el banco junto a ella, y dejó caer del pico un pétalo de rosa rojo. Recordó al instante que la rosa era la flor preferida por su madre. Aquello lo tomó Clara como una señal. Entendió que su madre, siempre la protegería a ella y a su hermano allá donde estuviera.
Después de aquella maravillosa aparición, comenzó a pasear recorriendo todo el parque, observando a los patos chapoteando en la laguna, rodeada esta de grandes árboles y un manto intensamente verde que le prestaba la hierba. Al otro lado, en la orilla opuesta, divisaba el embarcadero, con algunas barcas inmóviles esperando viajeros, y en medio del agua, se podía apreciar otras ocupadas, ya con alguna pareja enamorada, ya con algún padre en compañía de su hijo. O la escena que a ella le parecía más tierna; una pareja de ancianos, cogidos de la mano, recordando los dichosos años pasados que llevaron su amor en volandas. Haciendo caso omiso a los remos, él secaba con el índice de la mano derecha, una lágrima de felicidad, que resbalaba por la mejilla de su mujer hacia la comisura de los labios.
A Clara le parecía estar viendo una obra de teatro; no perdía detalle de cuanto sucedía a su alrededor. Siguiendo la vereda que bordeaba la laguna, la niña observaba a las doncellas, que empujaban el carrito del bebé de sus amos, caminando algunos metros por detrás. Ellos, orgullosos lucían chistera, y ellas, llamativos parasoles. O señores principales hablando con trascendental énfasis: de política, de lo mal que iban los negocios, o de los logros conseguidos por sus vástagos en los estudios. Más atrás, iban las damas arrogantes esclavas de su señor, discutiendo acaloradas pero recatadamente, de lo pésima anfitriona que era la duquesa, de lo descarada e indecente moda llegada de Paris, e incluso se permitían acusar a las clases medias de la falta de decoro en algunas casas de la ciudad- dicho sea de paso-, frecuentadas por sus maridos.
Absorta la niña con los bonitos trajes que veía en aquellas damas, casi se pierde lo que a priori le pareció lo más bonito de la mañana. Una pata, orgullosa cruzaba el camino, seguida de sus cinco patitos –también orgullosos-, con sus cabecitas erguidas y obviando a los transeúntes, contoneaban sus cuerpecitos con graciosos andares tras los pasos de su madre, y en dirección al agua. Aquella escena les arrancaba una tierna sonrisa a todo el que la observaba; y a Clara, como no podía ser menos, también.
Rápidamente la familia se zambulló uno tras otro en el agua, mezclándose enseguida con los demás congéneres que allí nadaban, pero sin perder de vista a su madre, que a su vez no les quitaba ojo.
Clara soñaba despierta engullida por el ambiente, y se veía con algunos años más, cogida del brazo de su joven y apuesto marido, mientras este empujaba el carrito de su bebé; al tiempo que se miraban con tal ternura, que no necesitaban palabras para transmitir su amor. El lucía un traje azul marino, con corbata estampada de colores vivos; ella un bonito vestido rosa con encajes y lazo blanco a la cintura; pero todo ello sin escasos. Los sombreros pomposos, las joyas y los trajes suntuosos, le parecían una ostentación indigna y ofensiva.
Todos estos pensamientos no eran más que sueños, que nunca vería realizados. Pronto volvía a la realidad envuelta en su triste existencia, pero sin perder la entereza y el valor que le infundía la necesidad de cuidar y sacar adelante a su hermano, y al resto de niños de los que se sentía responsable.
A lo lejos se oyó la campana de la iglesia de santa lucía, que daba la una, y recordó sus obligaciones. Así que encaminó sus pasos hacia la salida, prestando menos atención al escenario que ella consideraba era todo cuanto la rodeaba. Ya casi en la puerta, cuando pasaba justo delante de la terraza del bar que allí había, el viento le llevó a los pies una pamela arrancada de la cabeza de una señora, que pacientemente tomaba un refresco, sentada en una mesa junto a su marido. La señora se llevó las menos a la cabeza, en un intento por impedir el vuelo del sombrero, pero sin éxito, y Clara vio como le pedía con una amable sonrisa, que se lo devolviera; al tiempo que la sangre se le concentraba en las mejillas-claro síntoma de rubor-.
Clara se acercó rápidamente con el sombrero en la mano, para devolverlo a su dueña; y sin esperarlo, se quedó atónita y muy asustada ante la reacción del camarero, que sin ver la escena anterior, interpretó que la niña molestaba a la clientela.
¡Eh, tú! harapienta muerta de hambre. ¡Lárgate, vamos! No molestes a mis clientes. ¡Vamos, fuera!
Clara sin entender lo que sucedía, notó en el pecho un intenso dolor, y la pena la embargó toda ella, aflorando a sus ojos dos enormes lágrimas que regaron sus mejillas.
Si, si, señor, ya me voy-espetó la niña humillada-. Pero antes de alejarse de aquel lugar lo suficiente, pudo oír la reacción del caballero que acompañaba a la señora del sombrero, que levantándose indignado de la mesa, reprochó la actitud del camarero.
La niña no estaba molestando a nadie, todo lo contrario, ha sido muy amable devolviendo el sombrero a mi esposa. –Es usted un imbécil-.y dirigiéndose a su señora, prosiguió: ¡vamos querida! no soporto este lugar por más tiempo. El hombre, le lanzó una última mirada de desprecio al camarero, y se alejaron.
La reacción de aquel caballero, no evitó la pena que sintió Clara por la humillación sufrida, pero la alivió. También había gente buena y considerada, dispuesta a defender a los más débiles e indefensos.
Una tarde que vagaba la niña por una céntrica calle de la ciudad, en busca de algún trabajo circunstancial, le llamó poderosamente la atención un escaparate lleno de libros, muchos de ellos cuentos. Algunos de ellos los conocía, porque su madre se los había contado. Contemplativa ante el escaparate, no se percató de la cercanía del librero, que aproximándose sigilosamente por detrás, le tocó en la espalda; Asustando a la niña sin proponérselo.
¡OH no! No te asustes, no voy a hacerte daño… ¿te gustan los libros? –preguntó-.
Mucho –contestó tímidamente Clara-.
¿Quieres uno? –Le ofreció el hombre-
La niña se quedó mirando fijamente al anciano librero, y sus ojos le transmitieron gratas sensaciones y la confianza que hacía mucho tiempo, nadie le había transmitido.
Gracias, pero no tengo dinero.-contestó por fin la pequeña-
Si no pretendo vendértelo. –Dijo el librero- que pensativo y al cabo de unos instantes, prosiguió.
Te propongo una cosa. Tú vienes todas las tardes un rato a hacernos compañía a mi mujer y a mí, nos ayudas en la librería, y yo a cambio te doy algún dinero. No mucho, porque el negocio no da para mucho. ¿Que te parece?
¡De acuerdo! –contestó Clara con una gran sonrisa dibujada en la cara.
Pues muy bien, entra que te presento a mi mujer y coges el libro que quieras.
La tienda tenía grandes estanterías que llagaban casi al techo, colocadas en las paredes y en el centro del local, formando tres pasillos. A la derecha había un mostrador junto a la puerta, tras el cual, y al final de ésta, estaba la puerta que daba a la trastienda, desde donde se accedía a la vivienda por una escalera que subía a la parte superior. En una salita muy iluminada, con balcón a la fachada, sentada en una hamaca, vio Clara por primera vez a la mujer del librero, que al igual que su marido, produjo en la niña una sensación muy agradable. Le pareció una mujer de mirada amable, que transmitía paz y sosiego con su sonrisa. Tenía el pelo cano y marcadas arrugas en la cara, prueba inapelable del paso de los años. Los ojos pequeños, aunque cansados, vivos y brillantes como su sonrisa.
Al verlos entrar, la mujer sorprendida hizo el amago de incorporarse, pero Clara fue más rápida, y corriendo hacia ella, la cogió por los hombros.
¡No! No se levante. No se moleste.
Pura,-que así se llamaba la señora- preguntó: ¿y tú quien eres, niña?
El marido que se encontraba de pié junto a ella, le contó lo que hacía allí la niña, y al acuerdo al que habían llegado.
A la mujer le pareció muy bien, y lo aprobó de inmediato.
Que alegría me dais. Por fin después de muchos años, entra en esta casa una brisa de juventud.
¿Es que no tienen hijos? –Preguntó Clara-
No hija, no.-contestó la anciana- dejando fluir una lágrima. Tuvimos una niña, pero murió al poco de nacer, y Dios no quiso darnos otra oportunidad.
Lo siento mucho –dijo Clara-
No te preocupes hija, hace ya muchos años, y el tiempo lo cura todo.
En ese momento, Clara vio un reloj de pared, que le indicaba la hora de marcharse. Así que dirigiéndose a los ancianos, les anunció.
Me gustaría quedarme un poco más, pero tengo que irme. Mañana vendré con más tiempo, y así limpio y arreglo las estanterías, o les ayudo a lo que sea menester.
Muy bien, de acuerdo, pero no te olvides de llevarte el libro que quieras. -Y prosiguió diciendo el librero- por cierto…no nos has dicho como te llamas.
Cara. –Contestó la niña tímidamente-
Yo soy Alberto, y mi mujer se llama Pura.
Así comenzó lo que sería una gran amistad y entrañable relación que fue evolucionando con el tiempo.
Aquella tarde, cuando Clara llegó a su casa, se encontró una desoladora situación. Su hermano se encontraba en un camastro, con los ojos desencajados y ardiendo de fiebre. En su delirio provocado por la alta temperatura, suplicaba a su hermana que alejara a los monstruos que le querían devorar. La niña enseguida se convenció de la gravedad de la situación, y sin perder un momento, con la ayuda del mayor de sus protegidos, llevaron a duras penas a Carlos al hospital.
Una vez allí, un médico examinó al niño y al cabo de media hora, salió en busca de la asustada Clara, que impaciente esperaba en la sala del hospital las anheladas noticias. Cuando el médico se aproximaba, Clara observó rápidamente en la cara de aquel hombre el gesto de preocupación, que la hizo palidecer de inmediato; y casi sin aliento acertó a preguntar:
¿Cómo esta mi hermano, doctor?
El médico, aunque triste, contestó severo: le hemos bajado la fiebre, pero necesita una medicación muy cara, y si no consigues el dinero…lo siento.
Clara, muy asustada ante las palabras que le acababan de atravesar el pecho, insistió: ¿pero si no se toma esos medicamentos, se morirá?
El médico que no pudo mantener la mirada a la niña, se dio media vuelta, y en retirada contestó: si no ocurre un milagro… sí.
Ella, sin darse por perdida, corrió hacia el doctor, y cogiéndole del brazo con fuerza, suplicó: por favor, trabajaré limpiando en el hospital, o haciendo lo que usted quiera, por favor…lo pagaré todo.
Vamos niña, suelta. No hagas más difícil la situación. No depende de mí.
Entonces la niña, tratando de conseguir tiempo para buscar el dinero, suplicó: deje que mi hermano se quede aquí un día, yo le prometo que le traeré el dinero.
Está bien,-contestó el médico- un día, mañana por la tarde tendrás que llevártelo. No puedo hacer nada más. Me estoy jugando el trabajo.
No se preocupe doctor. Le pagaré mañana mismo.
Después de esta conversación, desolada salió del hospital junto a su amigo, maquinando la manera de encontrar el dinero. Llegó incluso a pensar en robarlo. –Cualquier cosa con tal de salvar a su hermano-. No solo porque era su hermano, y lo quería como tal, sino que además, no pensaba faltar a la palabra que dio a su madre antes de morir.-cuidar de él-.
Afligidos llegaron a casa, donde los demás niños esperaban noticias de Carlos. Pronto las caras esperanzadas de los niños, se tornaron tristes y amargas por la realidad que les contó su protectora.
Rafael, que era el mayor y quien había acompañado a Clara al hospital, en un gesto de ira e indignación, se dirigió firme a los presentas y asumiendo el liderazgo, ordenó: mañana nos levantaremos todos muy temprano, incluidos los más pequeños, y saldremos a la calle a conseguir ese dinero. No importa como, pero lo vamos a conseguir. ¿Estáis de acuerdo?
Los niños no hicieron de esperar la respuesta, que al unísono gritaron:¡sí!
Clara intentó persuadirlos del peligro que correrían si hacían lo que presumiblemente pretendían –robarlo-.Pero no consiguió su propósito, y la mañana siguiente, transcurriría según lo previsto.
Cuando a la salida de los primeros rayos de sol, los niños empezaban a desperezarse, Clara y había salido en busca de su hermano. Quería asegurarse de que seguía bien atendido, antes de dirigirse a la estación en busca de algunas monedas, y en esta ocasión y por primera vez, de alguna cartera que le ayudara a sacar a su hermano, de aquella grave situación. Pero en un momento de lucidez, recordó al librero y a su mujer.
¿Por qué no? ¿Podría intentarlo? ¿Qué tengo que perder?
Y sin pensarlo dos veces, cambió de rumbo y en lugar de ir a la estación, se dirigió a toda prisa en busca de los que iban a ser sus mentores.
Cuando al cabo llegó a la librería, y no sin muchos apuros, contó a Alberto y a Pura el grave problema que la acongojaba, les faltó tiempo a los dos ancianos para coger los ahorros que tenían y correr hacia el hospital.
Una vez allí, pagaron todo el tratamiento, y pudieron comprobar como Carlos respondía positiva y rápidamente a la medicación que le suministraban.
Sumidos en la alegría de la buena nueva, se olvidaron de los demás niños, que estaban dispuestos a todo en pro de su amigo enfermo; y cuando al cabo de un buen rato, recordaron las arriesgadas fechorías que iban a poner en práctica, corrieron en busca de sus amigos para impedirlo. Clara fue muy rápida, y consiguió persuadirlos a todos menos al más pequeño -Ángel- que fue aún más rápido que ella.
El pobre, en su primer intento por despistar la cartera de un señor, no tubo otra ocurrencia –ignorante él- que pretenderlo con un guardia. Cuando Clara lo encontró, estaba forcejeando por zafarse de las garras de su enemigo, pero sin ningún éxito.
La primera intención de Clara, fue socorrer a su pequeño amigo y ayudarlo a huir, pero después pensó que con ese gesto lo único que haría, era agravar el problema. Así que no hizo nada en ese momento, y optó por contarlo al librero, -que aparentemente enfadado- pero en realidad conmovido por la solidaridad de los niños, gustosamente fue a la comisaría con su mujer. Y asesorado por la niña, contó al comisario una historia que no creyó en ningún momento. Pero en vista de la buena fe y la bondad que demostraba la pareja de ancianos, el comisario no tubo por más que dejarlo estar y entregarles al niño; a condición de que no lo volviera a ver por allí.
Cogieron de la mano al niño Ángel –que lejos de estar asustado-, lucía orgulloso una gran sonrisa y un brillo en los ojos que delataba las alegres lágrimas derramadas por la recuperación de su amigo.
Fueron pasando las semanas y los meses reforzando la amistad entre el librero, su esposa, y los niños. –Especialmente Clara-. Que poco a poco fue tomando más protagonismo en la librería, hasta el punto, de quedarse sola muchas tardes atendiendo el negocio, mientras sus dueños iban a pasear por el parque. Aptitud que por otra parte le ayudó a Pura a mejorar su salud y su estado de ánimo.
Un día el librero y su mujer, tomaron una decisión que llevaban pensando algún tiempo. Decisión que cambiaría la vida de Clara y de todos sus amigos. Acogieron a todos los niños en su casa. Pensaban que perderían intimidad, pero a cambio ganarían alegría. Algo de lo que adolecían desde hacia demasiado tiempo. Así que la decisión no les costó demasiado tomarla.
Clara, poco tiempo después, acondicionó la trastienda. Y todas las tardes leía cuentos y contaba sus sueños a los niños. La noticia de la cuanta sueños se extendió rápidamente, y pronto tubo que hacer varios turnos con los niños que se acercaban todas las tardes. –Muchos acompañados de sus padres- que al volver a recogerlos, compraban algún libro. Y de esa manera, sin ningún lujo, pero con mucha dignidad, podían vivir.
Por las mañanas, además de atender la tienda, la dedicaba a enseñar a leer y escribir a los niños de la calle. Ella siempre les decía, que el saber les permitiría defenderse mejor de las injusticias y aumentarían las perspectivas de futuro y su calidad de vida.
Todas estas ideas las fueron entendiendo con el paso del tiempo, y siempre le estuvieron muy agradecidos a la que rápidamente dejaba de ser una niña, para convertirse en una hermosa y bella mujer, admirada por todos. En los años posteriores, fueron muy felices todos los miembros de esa gran familia que formaban: ella, su hermano Carlos, sus cinco amigos, y como no…el librero y su mujer; que gozaron de una vejez envidiable, con el cariño de sus niños.
Clara, después de algunos años, conoció al que seria su apuesto marido,
con el que pasearía por el parque cogida de su brazo y empujando el carrito de su bebé.
Fin
José Luis Fernández Mateos
Fines 15 de marzo de 2009
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