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Sorprendidos de encontrarse con alguien en ese inmenso páramo, uno de los guardias angélicos le pidió que se identificara, mientras el otro le apuntaba con la lanza. Axel levantó los brazos y susurró:
–Estoy desarmado… –lo mejor era fingir ignorancia y ver si podía pasar sin pelear, sino alertarían a sus jefes–. Eh, ¿dónde estoy?
–En el primer cielo, Shamayim –dijo el de la lanza, mirando preocupado a su compañero.
–Oh, sí. Creo que estoy perdido. Debía llegar al portón para darle un mensaje a Gabriel.
Axel miró alrededor. El yermo gris se extendía hasta donde alcanzaba la vista, y el horizonte se fundía en una neblina que terminaba en el cielo estrellado.
–Pero no hay pasajes legítimos hasta aquí desde el Cielo –replicó el otro guardia, desconfiado–. Los únicos que habitamos somos nosotros, y los demonios que se atreven a incursionar a pesar de la tregua…
Axel lo vio venir. Antes de que pudiera tocarlo, ya había sacado la espada y saltó para evitar el lanzazo. El efecto fue inesperado, porque la gravedad en esa parte era muy débil, y su cuerpo se elevó como una pluma llevada por la brisa. Perdió el balance y giró sin control hasta lograr estabilizarse, pero entretanto los guardias ya le habían dado alcance; acostumbrados a esa atmósfera podían desplazarse con total suavidad.
Zas. La punta de diamante cortó un pedazo de su camisa.
–¿Quién eres? –gritó el ángel, cruzándose con su compañero para atrapar a Axel entre sus lanzas.
Axel pataleó como un nadador y se alejó del peligro. Creyeron que huía e iban tras él, cuando de pronto se dio vuelta, plantando un pie en el polvo, y el más rápido de los guardias se encontró cara a cara con la punta de su espada. Axel le asestó un golpe sin dudar, cortándole brazo y manga, pero al chocar contra la armadura la hoja lanzó chispas. Dándose cuenta de que estaba en desventaja porque no estaba preparado para la guerra como ellos, tomó impulso y voló a toda velocidad hacia donde creía estaban los pilares del Edén.
Pasó por encima de un enorme cráter, cuyo fondo era invisible en la penumbra. El ángel que lo perseguía ahora con empeño por su compañero herido, se desconcertó porque Axel lo estaba esperando en el borde del otro lado. Pensaría lanzarse al fondo, se le ocurrió, y se rió de su torpeza. No. En cuanto se acercó, Axel saltó hacia él, al tiempo que le lanzaba un puñetazo. Atontado, el joven guardia cayó a plomo en el cráter.
Esperaba que fuera muy profundo. Sin aliento, y debilitado por los sucesos de los últimos días, Axel siguió adelante y divisó una línea oscura, el horizonte, a lo lejos. ¿Sería eso lo que buscaba, la frontera?
Percibió que el otro ángel le estaba dando alcance, venía furioso a devolverle el golpe. Tenía que enfrentarlo o no iba a llegar. Pero no quería hacerle mucho daño. No se dio cuenta, pero el guardia lo había adelantado y girando en el aire, venía hacia él, una luz cegadora brillando en la punta de su lanza. “Es la luz de luna que refleja el diamante”. No pudo esquivarlo, y por un instante sintió el fuego del sol quemando su carne. El corte era tan fino que por un momento creyó que estaba intacto, luego vio que su camisa se abría en dos, y su piel blanca se rajaba echando un fluido luminoso, que salió flotando en el aire liviano. Dios, ayúdanos, escuchó retumbar en su mente. Miró al ángel… De él no provenían esas palabras. Arrastrado hacia delante, Axel dejó estupefacto al guardia, y corrió hacia el final de la tierra. Adelante se abría el vasto cielo negro. Saltó.
Mareado, las estrellas y planetas parecían girar en torno a su cabeza, pero lo que se agrandaba cada segundo de forma imponente era un globo azul luminoso, la Tierra, hasta que creyó que se iba a estrellar.
–Ah… –el padre Julio María exhaló al tiempo que la fuerza bruta que lo tenía atrapado se aflojaba, y cayó de rodillas, tembloroso, entre los escombros–. ¿Qué… pasó?
Presintiendo un torrente que se acercaba y pensando que era el fin, Isabel había cerrado los ojos, hasta que percibió que la sombra que se había desplomado en la habitación, haciendo retroceder al demonio, era el ángel que la había ayudado antes. La criatura lo midió, por precaución dejó ir a la humana, y al fin creyó de su dignidad preguntarle qué quería, en una lengua que Isabel oía como una jerigonza sibilante.
Axel observó la escena: un muro de la casa derruido, variados destrozos y un árbol en medio del cuarto, el cura echado contra una estantería inclinada, y al final se dirigió a la pequeña bestia con cuernos y pezuñas, de rostro afilado y dientes amarillos que se entretenía masticando unas roscas, sentado sobre la mesa.
–¿Qué demonio eres tú?
–Argh… –gruñó la otra criatura, ofendida, y Axel recién notó que junto a la joven había un demonio deforme que primero había tomado por un pedazo del árbol caído. Ahora sintió su olor sulfuroso y arrugó la nariz, mientras el otro se presentaba con voz gangosa–. Soy Betel, y eso es lo que pregunté primero.
Axel lo miró por encima del hombro.
–Oh… ¿Y este quién es?
–El fauno es mi mascota.
Aprovechando el silencio, la calma repentina, el padre se acercó a Isabel, que permanecía parada en su lugar sin mover un músculo, observando de reojo al demonio y al ángel. No sabía qué decían, pero temía que el tema de la conversación era ella. El cura tomó su mano y la sacó de la casa. Pasaron entre algunos vecinos que se habían acercado a curiosear al sentir el derrumbe.
–No quiero pelear –replicó Betel cuando Axel alzó la mano derecha para sacar su filo oculto–. Sólo teníamos interés porque esta joven puede vernos… ¿Tú eres su ángel guardián, entonces, ella es una elegida?
–No soy ángel guardián, ignorante –repuso Axel.
A los ángeles no les gustaba conversar con demonios y adoptaban un tono pedante que sólo podía hacer enojar o burlarse a estas criaturas. Por suerte, Betel no estaba realmente interesado en pelear ya que no era muy fuerte, y cuando vio bien la espada negra, se disolvió en una ola de barro que inundó la habitación. El fauno chilló y saltó en medio del líquido viscoso antes de que lo dejaran, desapareciendo de su vista.
Bueno, era mejor no pelear porque si emitía mucha energía lo iban a encontrar enseguida –pensó Axel― y ya debían estar sobre su rastro. Tenía que apurarse y seguir a la humana, que había huido con ese cura. Había sido atraído por sus ruegos, así que debía tener verdadero poder espiritual, no era un “muñeco de sotana” como diría Ridhwan.

El padre escuchaba el relato de lo que no podía ver como un niño embelesado por un cuento de hadas, pero ella se sentía molesta y harta. Quería paz, quería descansar. Se habían tomado un taxi y el cura tuvo que escarbar hasta su última moneda de la billetera para pagar.
–¿A quien vamos a ver? –preguntó ella al final, intrigada.
La casa quedaba en un barrio alejado, lejos del tráfico y el ajetreo del centro, donde las veredas no tenían baldosas y se usaban canaletas para que corriera el agua de lluvia. Para tocar timbre tuvieron que atravesar un jardín angosto y largo lleno de maleza y yuyos, en la oscuridad impenetrable de la noche. Una bombita amarilla brillaba detrás del cancel.
–Camila Paz –susurró Julio con reverencia, y dio unos golpecitos en la madera.
Isabel sintió que los observaban un buen rato por el ojo de la puerta, pero para vivir en aquella zona peligrosa, Camila abrió enseguida, aunque fuera tan tarde y ellos tuvieran un aspecto deplorable. Cuando pasaron, tras el saludo cordial con el padre, la mujer se quedó en la puerta abierta y exclamó, hacia la noche: –¡Oh, tuve todo el día el presentimiento de que llegaría algo extraordinario! No sabía qué era –continuó, volviéndose hacia el cura, e Isabel pudo estudiarla bajo la luz del recibidor– pero si está aquí, padre, debe ser que tiene una respuesta para mí.
Camila era una mujer madura, de mirada tranquila, ojos descoloridos. Vestía como una monja, toda cubierta, llevaba el pelo en una cola en la nuca y un cerquillo despeinado como si nunca usara el espejo. Isabel creyó primero que era una religiosa, porque el cura la había conducido allí, pero pronto comprendió que no, aunque no entendía la mitad de su charla con alusiones místicas, ni las miradas significativas que le lanzaba. Después, cuando le sirvió café, se dio cuenta de que a Camila le llamaba la atención su mano.
En cuanto salió del comedor, donde había escuchado la historia sin expresar incredulidad, el cura le contó en unas pocas frases quién era su anfitriona de esa noche.
–Hasta hace un año, era atea, y una escéptica convencida. Yo la conocía porque bauticé a sus sobrinos. Entonces tuvo una experiencia reveladora y su fe ha pasado desde entonces una prueba de fuego…
–Así es –interrumpió Camila desde la puerta, levantándose las mangas para mostrarle sus muñecas. Sendas cicatrices del tamaño de monedas marcaban la carne de su antebrazo, y al mirarla a los ojos, Isa entrevió unas señales rojas surcando toda su frente–. Para mí fue una conmoción, mi mundo se puso de cabeza… pero al final encontré la tranquilidad que necesitaba gracias a la guía del padre Julio –dijo con cariño– y de otros que me mostraron la senda.
–¿Te… también te lo hicieron los ángeles? –tartamudeó Isabel, poco convencida por su tono melodramático al referirse a sus estigmas.
–¿Qué dices, querida? –replicó Camila, riendo–. ¡Qué ideas!
Antes de que su risa muriera, ambas sintieron un escalofrío y una presencia en la habitación.
–Santísima… –la mujer se llevó una mano a la boca, aturdida ante sublime aparición en su propia casa.
–¿También puedes verme? –inquirió Axel al mismo tiempo que Isabel.
Entonces no era una farsa, la mujer también tenía experiencias raras como ella. Pero el cura las seguía inquieto, alarmado, tratando de enterarse de lo que pasaba. Por eso Isabel le pidió al ángel que se dejara ver por el padre Julio. El cura la había ayudado en esos días mientras él no estaba, y ya creía que no iba a volver.
Axel no estaba muy convencido. Estaba apurado, quería contarle lo sucedido, el engaño de Muriel, el peligro que corrían… Pero luego recapacitó y tomó paciencia, haciendo caso a su ruego:
–Teniendo en cuenta que ya está metido en este asunto –replicó, y por complacerlos quebró el primer voto que hacían al partir hacia el mundo humano.
Julio cayó de rodillas, extasiado ante la visión. Camila sonreía como una tonta, y hasta Isabel se dejó llevar un poco por su entusiasmo. En realidad era algo único. Su aura brillante, parecía que tenía alas.
–¿Qué le pasa, Julio, se siente bien? –preguntó Isabel. Parecía enfermo–. ¡Padre!
–Es la emoción, mi corazón lo resiente.
La verdad es que luego de mirarlo bien no era lo que él se había imaginado un mensajero divino. Y después de escuchar su relato del juicio, empezó a dudar de él aunque fuera un sacrilegio; mas cuando les contó su plan, casi se desmaya.
–¡Al otro mundo! –repitió Isabel, atontada, y agregó, indignada–. ¿Por qué tengo que ir? ¿Qué quieres hacer conmigo? ¿Quieres matarme?
–No es lo que imaginas –replicó Axel–. Sólo es la entrada al mundo de los muertos, el más allá o como prefieras decirle. Ridhwan sugirió esta idea, si quieres estar a salvo debes venir conmigo, de otro modo no puedo evitar que te supriman. No quiero que mueras, eres la única testigo que tengo.
A pesar de que no tenía idea de que ayuda obtendrían del tal Malik que Axel quería ver en el inframundo, antes de terminar la madrugada Isabel se encontró parada en medio del puerto, esperando. No se veía a nadie, sólo las sombras gigantescas de las grúas y filas de contenedores que le tapaban la visión de los edificios de la ciudad. Las ondas brillaban aceitosas por el combustible de las máquinas. Isabel contempló su reflejo moviéndose y se asustó; ese chapoteo constante contra el muro no le anunciaba nada bueno. No tuvo tiempo ni de gritar. Axel la empujó y ella cayó con un gran splash, a la sombra del casco de un sucio pesquero. El ángel la siguió, hundiéndose como una flecha plateada en las aguas negras de la rada.

Texto agregado el 12-01-2010, y leído por 96 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
12-01-2010 me gusto, te dejo mis eternas sueprnovas. el_mesiaz
 
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