Lucas se bajó de la 4x4 frente a la amplia fachada oscura y esperó, antes de entrar a la mansión, preguntándose por qué Julia y su tía le habrían pedido que fuera con tanto apuro. Nubes gordas y grises se agolpaban sobre el tejado, empujadas por un viento furioso; las ramas de los árboles se inclinaban sobre su cabeza, y en todo el jardín no se oía la voz de nada viviente. Intranquilo, subió los escalones de piedra, y estaba a punto de entrar cuando observó varios paneles de vidrio rotos en la ventana más próxima.
–Hola, Ju... –su saludo quedó cortado en seco–. ¡Qué!
Detrás de su amiga apareció un grandote desconocido, y adentro del salón, vio que sus tías permanecían sentadas, bajo vigilancia de dos extraños con sendas pistolas y pasamontañas.
–Me dijeron que tenías algo para mí y he pasado a recogerlo –habló alguien a su espalda, y se le puso la carne de gallina. Algo le rechinó por dentro al ver a Helio en su elegante traje marrón y zapatos lustrosos.
Lucas paseó la mirada por los cuatro intrusos armados... no podía hacerse el héroe y caer de un disparo, de esa forma no las ayudaría. Tragó en seco al notar la palidez de Julia y de su tía Antonieta. La anciana Elena parecía confundida, como si su mente estuviera en otro lado. Acongojado, asintió con la cabeza y con la voz enronquecida, les rogó:
–Déjalas en paz, por favor... te daré la carta.
Algo rodó y cayó con estrépito en la cocina. Los ojos de Julia se abrieron con horror y Lucas no dejó de notarlo. Recordó que había más gente en la casa y se preguntó qué habían hecho con los empleados. Probablemente la cocinera, encerrada en la despensa, había oído que llegaba un vehículo y estaba tratando de llamar su atención, explicó Helio.
Uno de los guardaespaldas había dejado su pistola en una mesita de café mientras lo palpaba. Lucas miró de reojo el arma, pero de nuevo, ¿qué podría hacer solo contra cuatro hombres por más que tuviera una pistola? No era Bruce Willis.
–¿Dónde lo tienes? –Helio estaba apurado por tener su tesoro, temeroso de lo que podía desatarse en cualquier momento, ya que Charles, aunque distraído con su dama, estaría enterado del arribo de Massei.
–Arriba –Lucas señaló con el dedo, porque lo estaban cacheando con los brazos en alto–. En el ático.
–Muy bien. Yo iré contigo. Por si se te ocurre escaparte o algo –Helio miró a sus hombres y les hizo una seña de advertencia–, Uds. terminan con ellas si no volvemos en quince minutos. ¿Está bien?
A las señoras no les hacía mucha gracia el arreglo, pero servía para que Lucas se pusiera más nervioso. ¿Se animaría a apostar con este hombre? ¿De qué era capaz? Tuvo tiempo de reflexionar mientras subían dos escaleras y trepaban por el estrecho pasillo hacia el último piso, con la cruz que colgaba de su cuello golpéandole junto al corazón, dándole aliento.
Lina despertó sin saber dónde se hallaba, y cuanto tiempo llevaba así. Una cabeza flotaba ante su visión, una figura demoníaca con dientes agudos y brillantes de saliva. Levantó apenas su cuello y la ilusión cedió. Estaba sobre el regazo de Charles en un lugar húmedo, la lámpara mortecina que colgaba del techo revelaba una anticuada bodega, con muros de piedra tosca y oscuras estanterías llenas de botellas polvorientas.
Parecía haber pasado una eternidad sin que ninguno dijera nada. Charles estaba sentado en un banco largo. Incapaz de moverse, la mujer sentía el cuerpo candente que la sujetaba, una mano dura que bajó por su cuello siguiendo la línea del esternón, bajo su blusa, hasta apoyarse sobre su pecho izquierdo, cerca del debilitado corazón. ¿Latía? Ella no lo oía, sólo podía sentir el frío agarrotando sus brazos y piernas. Charles removió su mano para introducirla entre las piernas de su novia, luchando con el apretado pantalón y dañando la delicada piel con sus uñas.
–Extrañaba esta carne –murmuró en su oído, pero ella apenas reaccionó con un quejido, y no placentero sino mareada por el bamboleo de su cabeza al estrujarla contra él.
Impresionado, Helio estaba observando la cruz de plata y la raída bandera que la envolvía, dándole tiempo a Lucas para dudar mientras abría el arcón donde guardaba las cosas de su padre. Sentía que estaba cometiendo una traición, pero ¿cómo debía actuar?
–¿Quién más está en la casa? –el doctor tenía un delgado papel amarillo en una mano, el diario abierto sobre el arcón, y lo sorprendió con su pregunta–. ¿Dónde tienes a Lina? Está cerca, ¿verdad?
Helio alzó los brazos al cielo exasperado: –¡Por Dios! ¡Otra vez con esas! Dame la carta y terminemos...
En un instante, Massei había partido el papel al medio y lo tiró al suelo.
–¡No! –gritó Helio.
Sacó el arma de la cintura, pero antes de apuntarle se detuvo a recoger los pedazos. Antes de que se diera cuenta, Lucas, que estaba de pie junto al tabique de madera que dividía el ático, dio un paso atrás y se hundió en una zona oscura. Helio lo siguió sin pensar que el otro conocía el terreno desde niño y podía andar con los ojos cerrados sin tropezar con las vigas del techo. No había dado dos pasos cuando una barra de metal vino directo hacia su cabeza y lo derribó.
Lucas tenía en su mano una espada herrumbrada, parte de una armadura de latón que yacía arrumbada en la partición siguiente, y después de haberle partido la nariz sintió un gran alivio, aunque no mejorara la situación:
–Está bien... –farfulló Helio desde el piso, cubriéndose con una mano la sangre que le escurría–. Las cosas son así. Yo te daría a tus mujeres y me iría en paz, pero no creo que Charles acepte. Te desprecia y creo que piensa descuartizarte. Pero antes, creo que escucharás un par de tiros, porque ya pasaron trece minutos...
Mientras hablaba tanteaba el suelo, pero Lucas ya se había apoderado de la pistola que soltó al caer. Bajaron por otra escalerilla con sus posiciones intercambiadas, aunque Helio sentía un secreto consuelo al haber logrado tomar los trozos de papel que calumniaban a su familia. Previendo que los sicarios podían estar vigilando la escalinata principal, Lucas lo hizo salir por el pasaje oculto a la cocina, salvándose de ser nuevamente atrapado. Detrás del fogón, esperó antes de correr la piedra falsa y escuchó unos gemidos sofocados. Era el jardinero que había sido herido en el brazo al invadir la casa, y amordazado, lo habían encerrado con las muchachas.
Lina vio brillar un filo en la oscuridad, reflejando las pupilas desquiciadas de su antiguo novio, y el miedo le recordó que estaba viva. Charles rió contento al sentir la tensión en su víctima, aunque el cuchillo era solamente para cortar la gruesa tela de cuero a lo largo de la pierna y exponer la carne blanca y apetitosa. Hundió sus dientes filosos en la cara interior del muslo estremecido, sorbiendo su sangre de abolengo con infinito placer. De pronto, tuvo que detenerse, alertado por unos sonidos en la planta baja de la casa. Escuchaba a esos ratones en la cocina, pero cuando llegó, verificó que los tres sirvientes seguían encerrados, y siguió de largo. Recién entonces, se le ocurrió a Lucas accionar la palanca y salieron a la luz, mientras Charles entraba a la sala.
–Por meter a ese demonio a mi casa... –Lucas rechinó los dienes y apretó la culata.
–Tú lo trajiste, siguiendo el rastro de su prometida. Y ahora, doctor Massei ¿tienes alguna otra antigualla que te salve, y a tus tías... Tal vez una estaca o un crucifijo –replicó con cinismo Helio–. Aunque primero irá por esa chica, Julia –quería hacerlo actuar con precipitación y escapar en la confusión.
–Ya pasaron de quince minutos, Fernández. Eres un mentiroso.
¿Qué hacer? A ese vampiro no lo detenía nada, y lo único que le interesaba... era Lina. La necesitaba, y aunque le parecía sucio, la iba a utilizar para salvar a Julia y a su familia. Charles sólo podía haber venido de la cava, un sótano enorme al que se accedía por una trampa en la cocina, bajando unos escalones excavados en la piedra.
Allí estaba, tendida sobre la desgastada mesa de roble. Tuvo que rodearla para verle el rostro. Lina tenía los ojos cerrados, los labios entreabiertos color ceniza. Un brazo caía por el borde de la mesa, lánguido. Lucas la recogió entre sus brazos y, creyendo perdida toda esperanza, exclamó: –¡Está muerta!
Lina estaba realmente caminando por ese páramo donde nunca se pone ni sale el sol, pero su cuerpo frío sintió el calor, la sangre que bullía en sus venas y el latido de su corazón, el olor a vivo llegó a su nariz inconsciente. Helio había visto, atemorizado, las gotas de sangre oscura sobre la madera ¿Se le había pasado la mano a Charles? Antes que nada, resolvió, debía huir de esa casa, tomarse el primer avión. Lucas notó sus gestos, soltó a la mujer, y lo paró en el primer escalón, apuntándole con su propia arma.
–Massei... –el español tembló, y Lucas tardó en darse cuenta de que no lo miraba a él con espanto, sino por encima de su hombro, a la mujer que se acercaba amenazante, aun con los ojos en blanco, caminando a fuerza de una apetencia instintiva.
En ese instante, se escuchó un grito agudo y, alarmado, Lucas subió un peldaño, apartándose antes de que la mano espeluznante lo rozara. Por eso Lina se desplomó sobre Helio, su boca ávida buscando una arteria. Él intentó sacudírsela de encima, pero estaba aferrada con tanta saña de su ropa que desgarró la camisa con su peso al perder el equilibrio, y cayeron al suelo enredados. Helio aulló de dolor, mientras Lucas contemplaba, incapaz de moverse, la escena: la vampira había hundido los dientes con fuerza en el vientre de Helio y boqueaba sobre el líquido oscuro que escurría, a despecho de los golpes de puño en la cabeza con los cuales él trataba de quitársela.
Lina sintió aguijones en sus miembros helados y una oleada tibia y dolorosa recorrió su cuerpo. Volvía en sí; gradualmente percibió el terror de un hombre, escuchó sus maldiciones. Un intenso espasmo le atenazó la espalda, y se arqueó hacia el techo, soltando su presa. A medida que recuperaba fuerzas, era más conciente de esa sed monstruosa. Jadeante, se detuvo un momento, que Helio aprovechó para huir reptando a toda velocidad por la escalera.
Entonces, ella notó que había alguien más en el recinto. Lucas se había olvidado del peligro que corría su familia, y fascinado, se preguntaba si había resucitado realmente, cuando de pronto la joven inspiró, comenzó a erguirse con deliberación, y temió que se le arrojara encima como una bestia asesina.
No había pasado un minuto desde que Julia gritó horrorizada al ver que Charles le retorcía el cuello a uno de los empleados de Helio, porque tardaron en responderle dónde estaba su jefe. Los otros sicarios apuntaban con sus armas automáticas al asesino feroz de dientes afilados, temblando a pesar del poder de fuego en sus manos.
Por fortuna para ellos, Charles se distrajo con Julia, quien incapaz de desviar la mirada de esos ojos hipnóticos, se sentía impulsada a hacer lo que le exigiera aunque fuera contra lo más querido. |