Jano estaba en su cuarto echado en su estrecho camastro con los ojos bien abiertos. Lo habían dejado amordazado y atado con sus propios pulpitos, después de atontarlo de un porrazo en la cabeza. Creyó oír a alguien que pasaba por su puerta pero no vinieron a ayudarlo. Jano era terco, no pensaba quedarse a esperar mientras unos ladrones andaban por sus dominios. Logró enganchar un extremo de la cuerda elástica en un tornillo de la cama, que hacía años estaba por arreglar, y sin pensar en el peligro, se fue a investigar. Entonces notó que la luz en el laboratorio abandonado se extinguía, oyó un grito espeluznante, y la voz del doctor Massei. Vale la pena aclarar que Jano había sospechado de las actividades extrañas del doctor desde que asesinaron a un enfermero y llenaron ese cuarto de pentáculos y figuras diabólicas.
Abrió la puerta en medio de la oscuridad y lo único que obtuvo fue un nuevo chichón en la frente. Confundiéndolo con el Dr. Massei, los mercenarios lo noquearon en la confusión, Lucas escapó ileso, y Silvia no cesaba de gritar entre furiosa e histérica. Lina salió tras los intrusos, y recién se detuvo al subir la escalerilla y enfrentarse con la luz deslumbrante del lavadero. Helio aprovechó ese momento para encajarle en el hombro la jeringa y sintiendo el piso vacilar bajo sus pies, Lina cayó. Los mercenarios la cargaron en la camioneta estacionada con impunidad en la puerta del fondo y salieron derrapando por el camino de tierra, dejando atrás a su prima para que pagara por ellos.
Vignac estaba fastidiado consigo mismo porque el doctor se había dado cuenta antes que Charles era el hombre en la foto de familia de la vampira, y estuvo revisando con atención el diario que le había robado. La joven escribía sobre su compromiso con Charles, heredero de un antiguo linaje, y de lo feliz que estaría su padre al unirlos. Luego releyó las cartas de su hermano Tomás Lara, de cuando estuvo con los vampiros. Revelaba que Charles poseía un carácter complejo, un seductor nato, con carisma y poder entre los suyos. Pero no traslucía la violencia descarnada, la total falta de misericordia que mostraba ahora, aunque Tomás confesaba que a veces le daba escalofríos tenerlo cerca.
Gómez, el policía, había venido a reclamarle porque logró obtener información con la foto que le había prestado, y no le gustó enterarse de que pasaba por un diplomático moldavo. Encima su amigo, el dueño del Venus –lo habían averiguado los de drogas que tenían el lugar vigilado– era un rico georgiano poseedor de hoteles en Batumi y Constanza.
Vignac había encargado bajar unos archivos de la Interpol a su hacker de confianza. Le sorprendió que no contestara el celular al avisar que llegaba, porque por supuesto el rancho de lata en uno de los peores barrios de la ciudad no tenía timbre. Vadeando el amontonamiento de basura que los vecinos le habían depositado en su jardín, Vignac se abrió paso hacia la vivienda, y el hedor que lo azotó al empujar la puerta lo alertó de la imagen que iba a encontrar. Entre el calor de los monitores y equipos funcionando, el cuerpo yacía hirviente de moscas y gusanos que se apresuraban a alimentarse del escaso sustento que les podía proveer. La mancha negra se extendía del sillón ergonómico hasta la puerta del fondo.
Vignac salió al exterior asqueado y caminó hacia su auto, desalentado. De pronto, se encontró rodeado de un puñado de niños mugrientos y chillones. A medias entendió que querían algo por cuidar su coche pero no estaba de humor, y los despidió con un billete mojado al enjugar el sudor de su frente. Alzó la vista, alguien insistía en impedirle el paso.
–Buenas noches, profesor –la joven calva, pálida, y vestida de cuero brillante no encajaba en aquel barrio de indigentes, y presa del temor, Vignac percibió que lo habían atrapado.
Tres de aquellas criaturas habían ido a buscar víctimas, donde podían ser compradas y cazadas sin llamar la atención, por fortuna se habían encontrado al enemigo.
Vignac apretó las llaves dentro de su bolsillo: tenía armas en el auto y sin embargo estaba desprotegido, frente a las garras metálicas ávidas de su sangre.
–Bueno, hombre, me salvaste la vida –Lucas trataba de consolar a Jano, desesperado porque los criminales se le habían escapado.
El doctor no pudo evitar una sonrisa ante su desconsuelo, como si él solo hubiera podido detener a esos brutos. Por otro lado, no tenía razones para reír: no podía contactar a Vignac y Lina había desaparecido. La descuidada ayudante de cocina confesó que la habían raptado. ¿Pero para qué la quería Helio? ¿No habían venido para vengarse de los Massei?
Al final, tuvo que ir a casa de Deirdre, quien estaba desesperada porque ya era de madrugada y Vignac no volvía, y con la ayuda de Gómez, lograron dar con el extranjero. Lo habían dado por muerto, pero uno de los niños del barrio llamó de su celular a emergencias y pudieron rescatarlo, aunque seguía en coma, con pocas esperanzas de salir con vida. Su amiga se quedó acompañándolo en el hospital.
De alguna forma, meditaba Lucas de regreso a Santa Rita, la cruz que llevaba en el pecho lo había protegido y quería creer que por ser legado de su familia. Había descubierto en el diario de su bisabuelo que tenía una conexión con la antigua orden de los caballeros de Rodas, conocidos más tarde como la Orden de Malta.
Tuvo que refrescar su historia en los libros, pero pudo descubrir que esa había sido la primera de las órdenes de caballería, anterior a los famosos templarios. El califa de Egipto Hakem-Bamrillah había perseguido con saña a los cristianos que vivían en Jerusalén, y por ello el Papa Silvestre exhortó a las ciudades más poderosas de Italia a tomar las armas y liberar el paso a la ciudad sagrada. Una vez muerto el califa, se reanudaron los viajes y el comercio, y entonces los amalfitanos construyeron la iglesia de San Juan, en 1048, con un hospital para los viajeros. Estos hospitalarios de San Juan fueron el germen de la orden; presididos por un gran Maestre, se ocupaban tanto del cuerpo como de las almas, pues entre sus filas contaban con legos, curas y caballeros encargados de proteger a los peregrinos.
Massei sintió con orgullo que su tradición familiar encajaba, porque varios de sus ancestros estuvieron dedicados a curar y ayudar, ¿y cuántos de ellos, a lo largo de doscientos años, habían pertenecido, o habían tenido vínculos con las obras de caridad que realizaba la Orden desde que se incorporó al Vaticano?
Observó detrás del vidrio a la frenética Silvia, que aullaba blasfemias y se revolvía en la camilla tratando de zafarse las correas que le habían puesto para que no se dañara.
–Quiero hablar con ella –le dijo a la enfermera, en un tono de voz grave que sorprendió a Débora. Nunca había visto al doctor Massei con una mirada tan determinada. Dudó, pero Lucas exigió–. Por favor –y Débora lo dejó a solas con la psiquiatra desquiciada, tocándole el brazo en señal de apoyo al pasar.
Silvia fijó en él unos ojos aterrados, pero Lucas no estaba seguro de cuánto comprendía la mujer.
–¿Qué es lo que quieren de Lina Chabaneix?
–Helio... –susurró Silvia y luego, arrepentida de haber hablado, soltó una risotada que no decía nada a favor de su salud mental–. ¡Ja, ja! ¡Hermosa! –gritó con frenesí y lo repitió con un tono salvaje–. ¡Mi belleza... de vuelta! –Lucas tomó una escupidera de acero inoxidable y la enfrentó con su propio reflejo deformado. La mujer miró fijamente, y en sus ojos se reflejó el horror cuando el pájaro negro salió de sus pupilas y aleteó sobre ella.
Él la observó fastidiado, en su intento de huir de las alas espectrales.
–Mi poder... –murmuró, cansada, debatiéndose con las drogas.
–Maldita bruja –resopló Lucas, y le aferró la mandíbula–. ¿Dónde está tu primo?
Helio estaba admirando su adquisición, aunque le hubiera gustado tenerla un tiempo más antes de entregarla a Charles. Un técnico de bata blanca, cubrebocas, y lentes protectores, le estaba sacando sangre y llenando unos cuantos tubitos que, etiquetados y embalados en una heladerita irían pronto camino a España, donde los genetistas de su familia la aguardaban para sus estudios. Como habían dejado el Sheraton el día anterior y limpiado totalmente sus rastros, no le preocupaba que Gómez lo estuviera buscando.
Charles entró al recinto, espantando a sus hombres, y se acercó a contemplar a la mujer, que lo observaba por debajo de sus pestañas, atenta a lo que decían. Estaba enfurecido porque la policía tenía vigilado su territorio, por culpa de su amigo Igor que se le había dado por ofrecer éxtasis, y de los incompetentes hombres de Helio Fernández que habían dejado vivo a Lucas.
–Pero estoy contento –terminó con un tono amargo, inclinándose sobre la camilla de metal para rozar los ojos de Lina con sus labios–, todavía puedo hacerlo con mis propias manos –ella se sacudió con repulsión para librarse de su toque. Su aliento fétido le decía que se había alimentado hacía poco–. Y querida, tengo una buena noticia... nuestra gente ha acabado por fin con ese cazador de la tercera edad.
Lina notó que no tenía fuerzas. ¿Qué le habían hecho mientras dormía? Vio los moretones en el brazo. Charles lo levantó y lamió la herida de la aguja con fruición. Luego, soltándola de pronto, ordenó:
–Sáquenle un litro más, no le hará daño. ¡Helio, prepara todo para partir! Ya tengo un lugar muy apropiado para colocar a nuestra huésped mientras dispones del barco.
Helio sacó del bolsillo su celular, que venía sonando hacía horas, y lo tiró al tacho de la basura junto con el material médico usado. Por eso, mientras iban en la camioneta, se sorprendió al escuchar un pitido insistente que le salía de la ropa y se acordó que tenía otro para comunicarse directamente con su abuelo, el jefe de la familia. Lo sacó de su cinturón, lo abrió, y lo conectó a la laptop que llevaba uno de sus guardaespaldas. Un anciano medio calvo, con unos ojos negros de mirada severa que se hundían entre pliegues de piel, lo estudió desde la pantalla con profundo disgusto. En el fondo se apreciaba el estilo clerical de su despacho en Barcelona, con macizos muebles de cedro, paredes blancas, un crucifijo de bronce y ventanas angostas.
–Oye, he recibido una llamada desagradable. Estás llamando la atención, aunque tu misión era limpiar el nombre de nuestra familia. Mi sobrina debería estar ya aquí.
–Fue una sorpresa, señor. Mi prima insistió en... –qué rápido corrían las noticias, pensó Helio–. Pero tenemos a la infiel y le podemos sacar mucho provecho en Europa, además ya voy en camino a terminar el asunto con el doctor.
–Este doctor que dice ser un Massei es el que me llamó –rezongó el abuelo, y Helio saltó en su asiento–. Dice que tiene en su poder algo que nos interesa y lo quiere intercambiar por esa joven...
–¿Qué? –exclamó Helio, sin poder creer lo que escuchaba.
El diario que Lucas encontró en el ático narraba la misión de su ancestro, quien debió atravesar ríos embravecidos en medio de la tormenta y escapar de los bandidos que asolaban los caminos, para poner en manos de la Orden el último mensaje del gran maestre muerto. Gracias a su celo en cumplir la tarea, a pesar de todos los obstáculos que le pusieron en el camino, Rodrigo Llorente había sido excomulgado y nunca más un miembro de su familia logró recuperar el prestigio perdido. La misiva fue entregada en custodia a los Massei, reconociendo su fidelidad. Por eso, hasta hoy, no había ser en el mundo más insoportable para un Llorente que uno con el nombre de Massei, pero su abuelo le pedía que negociara con él. Helio notó que se habían detenido en el lugar que Charles había escogido, y con una mezcla de inquietud y expectativa, ordenó a sus hombres que la sacaran del baúl. |