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Don Edmundo Rivero era un abogado reconocido e importante. Toda la gente veía en él a una persona honesta, proba, responsable y, por cierto, con una gran inteligencia que hacía que los fracasos en los múltiples casos fueran casi despreciables. Se tituló de una prestigiosa universidad de la capital y cuenta con destacados posgrados que le han valido el reconocimiento de jueces y fiscales a lo largo de ya cerca de veinte años de ejercicio profesional. A esto debemos agregarle su destacada y responsable labor como padre y esposo, contando con una numerosa familia, que gracias a sus ingresos tiene lo que se acostumbra a llamar un “buen pasar”. Pero vayamos a la historia que deseo contarles.
Cuando su hijo mayor, Lucas, estaba próximo a cumplir los quinces años de edad, don Edmundo decidió invitarlo a presenciar la labor que llevaba a cabo cada día en los tribunales de justicia del país. Quería que su hijo siguiera su mismo camino y se transformara en un prestigioso abogado al igual que él.
Aquel día salieron muy temprano por la mañana. Lucas estaba emocionado y ansioso por conocer el trabajo de su padre y poder ver cómo defendía a los inocentes o acusaba a criminales. Don Edmundo, en cambio, dudó un momento sobre la conveniencia de llevarlo aquel día, pero lo había prometido y ya no tenía nada que hacer. Al llegar al lugar, Lucas se sentó en primera fila, justo atrás del imputado que su padre debía acusar y meter en la cárcel. Don Edmundo no estaba tranquilo. Se paseaba de un lado para otro mientras esperaba a que llegara su defendido. Por otro lado, Lucas no le quitaba la vista de encima al acusado. Lo miraba con cierta inocencia, y cada vez que sus miradas se topaban bajaba sus ojos intentando disimular.
Luego de veinte minutos llegó el defendido de don Edmundo. Era un joven de dieciocho años de edad. Entró en silencio y temblando del miedo. Miró a su madre que se encontraba cerca de Lucas y se acercó a besarla. Ella le dijo que todo estaría bien y que confiara en Dios para que aquel sujeto sentando unos pasos más allá fuese castigado con todo el peso de la ley. Cuando ya todos estaban en sus puestos, el juez leyó la causa que los convocaba. El imputado era acusado de violar al joven después de salir de una fiesta. Los agravantes eran de vital importancia. Lo había drogado, y mientras lo violaba había llamado a la madre del joven para relatarle lo que le estaba haciendo a su hijo. La crueldad con la que había actuado aquel hombre había llevado a don Edmundo a exigir la pena de muerte para el imputado. Con gran ímpetu le hablaba al juez y acusaba al hombre, que sentado en silencio, no hacía más que mirarlo con inferioridad. Aún era legal la pena de muerte en el país y ni el juez ni el jurado se mostraban dubitativos frente a la condena, sin embargo, desearon escuchar al joven que había aceptado relatar los hechos según los recordaba. Las gotas de sudor corrían por la frente de don Edmundo. Se encontraba inquieto y sus manos empezaban a sudar con descontrol. El joven se sentó en el estrado y comenzó a relatar lo sucedido. Don Edmundo miró de reojo a su hijo. Lucas lo miró sonriente y le hizo un gesto para alentarlo. Pero de pronto lo que don Edmundo quería evitar, sucedió. El joven que había sido víctima de la violación empezó a relatar las cosas que aquel hombre le había hecho. Con lágrimas en los ojos miró fijamente al acusado y después a don Edmundo, que nervioso, intentó correr la vista. Por su parte, Lucas se encontraba ensimismado. Los relatos de aquel chico calaron hondo en sus pensamientos y se le vinieron imágenes de su infancia que nunca había recordado, o más bien asociado a lo que realmente le había sucedido. Cada palabra de la víctima traía recuerdos horrorosos. Don Edmundo se dio cuenta que algo comenzaba a recordar su hijo, pero ya nada podía hacer. La imagen de hombre probo se destruía cada segundo en su mente y sin que nadie lo pudiese notar. Ahora Lucas entendía todo. Recordó con precisión lo ocurrido en su infancia, mientras don Edmundo, intentando calmar su nerviosismo, acusaba con más ganas al imputado pidiendo la pena de muerte por su delito. Sin embargo, Lucas era el que ahora sufría en aquel frío tribunal. Con lágrimas en sus ojos recordó cómo su padre le había desgarrado su inocencia sin piedad. Lo único que hizo aquella mañana fue mirar a su padre y salir corriendo entre sollozos y tristes recuerdos.

Texto agregado el 12-01-2010, y leído por 172 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
12-01-2010 Un paso en falso. sajonio
 
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