Una noche serena, donde sólo la congestión de la neblina blancuzca suena en el ardío esplendor de la luna, se encontraba servida, a punto hervida, una taza de café. Una humeante taza de café, con notas marcadas a un olfato sensible.
Podría ser el mío, pero no fue así. Realmente era la tiza quien lograba olerle a lo lejos, y se sentía viva, pasaba noches como esas gastándose en papel, que al cabo de la madrugada paraban en cestos de basura, no era la tiza la inconforme con lo plasmado, pues enamorada se pintaba a papel mezquina todas las noches, contemplándole, oliéndole, así mismo amándole, a una taza de café. Así paso sus días.
Esa noche serena era distinta, que aun siendo el olor el mismo, la tiza se negaba a escribir, ya no más carbón a la hoja, menos hojas al cesto. Un ambiente se presento frustrante, y la mano escritora bebía sediento el café, la tiza no quiso gastarse más en hojas que el café nunca leería.
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