Descalza bajo la penunbra de esa noche de verano, sentía como la lluvia se deslizaba por su piel.
En el silencio pleno podía escucharse la sonata de estación, mezcla de músicas de los alrededores, canto de grillos, croar de los sapos y ladrido de alguno que otro perro. Esa noche también se le sumaba la canción de la lluvia, música de la naturaleza.
Atentamente miraba como cada gota rompía en el suelo, para pasar a formar parte del mar de algún charco. La brisa veraniega le recordó el frío de Junio...
Derrepente las gotas de lluvia se convirtieron en besos, sus propias manos sobre la piel se convirtieron en manos ajenas, en caricias. Y esa mezcla imaginaria, confundida con fiesta de los sentidos, despertó a las mariposas de su estómago.
El recuerdo le golpeó el pecho, se le subió por la espalda, se le metió en los huesos, en el corazón y bajo las uñas. Entonces fué cuando el llanto se le escurrió por dentro y ahogó a las mariposas, entonces se acabaron los besos y desaparecieron las caricias.

La lluvia cesó y la brisa le puso la piel de gallina. Sintió los pies mojados, se secó las lagrimas, se sacudió la nostalgia...