-Desde que me volví loco, lo veo todo con mucha más claridad- me decía con su voz de trueno El Viejo de la Rosa. Su verdadero nombre era Alejandro de la Torre, pero nadie le llamaba así, todos le decían el viejo o el loco.
Don Alejandro vivía en las calles. Si, además de loco era un excelente vagabundo. Se le veía comúnmente con las manos desbordadas por periódicos viejos, libros y con naranjas que tomaba del convento de San francisco de Asís. El viejo era todo un caballero, no se le escapa dama a la que no le obsequiara una flor o una tierna palabra de elogio, aunque muchas veces las jóvenes que no le conocían, le huían. Porque eso sí, su lado higiénico era el lado más sucio de su carácter. Tenía larga y blanca la valva y el pelo, vestía un traje el cual nunca se quitaba y solo se bañaba en otoño, cuando llovía.
Pasear bajo el sol de la tarde junto al viejo de la rosa era todo un deleite poético, mientras caminaba iba dándole color al camino con sus palabras. – ¡Que bellas damas las rosas, que bellas rosas las damas!- gritaba el loco cuando se tropezaba con un jardín o con alguna señorita. Era impresionante verle extender sus largos brazos cuando se tropezaba con el viento que nacía del mar o verle construir un barco de papel para robarle una sonrisa a algún niño.
Un día gracias a la gran labor de muchos ciudadanos, se consiguió ingresar al loco en un hospital siquiátrico. Recuerdo que mientras lo llevábamos nos susurraba con su tierna modestia, que todos estábamos locos. Allí, en el hospital, lo bañaron, le cortaron el algodón de su pelo y le vistieron con nueva ropa. Parecía otro aquel bello personaje. Murió un día después de ser internado.
A veces un soplo hace volar los papeles tirados por la ciudad, despeina las flores y solo entonces, nuestros ojos lloran con cierta dosis de locura o quizás de cordura.
|