HAMBRE Y CORAZON
En una de las mesas del local que estaba junto a una ventana a la calle, se encontraba Juan, un gordo, mejor dicho un “guatón” como le llamaban en el lugar, que comía con muchas ganas un gran pernil que había ordenado con ensalada chilena. Para beber lo esperaba una botella de vino tinto que ya había llenado dos vasos del mosto, que yacían en la panza del gordo. Al observarlo, se apreciaba su cara redonda, roja, con ojos oscuros y grandes, semi calvo, y que de frente no dejaba ver sus orejas pues las tapaban sus rojos cachetes. Estaba tan concentrado en su faena gastronómica, que parecía haberse abstraído del lugar, y solo miraba al techo cada vez que llevaba un trozo de ese pernil a la boca, moviendo la cabeza suavemente a ambos lados, disfrutándolo extasiado. Vestía una camisa a cuadros blancos y celestes; un pantalón negro y botines negros con un pequeño tacón, pues era de estatura baja. Sus manos eras grandes, más bien parecían dos empanadas.
El local era un lugar de comida típica, pues las mesas cuadradas de madera estaban adornadas con manteles de cuadrillé rojo con blanco; servilletas del mismo color colocadas en servilleteros con forma de carretas de bueyes en miniatura. El piso era de madera con tablas largas colocadas una al lado de la otra. El techo mostraba vigas a la vista de bonita madera y de él colgaban volantines; aperos; monturas; espuelas; herraduras, que le daban ese aire típico al lugar.
El las paredes laterales habían cuadros con vistas de lugares del país, que complementaban lo típico de ese lugar.
Atendían las mesas hermosas señoritas vestidas con trajes de china, con faldas amplias y un pequeño delantal. Todas llevaban un clavel colocado coquetamente en el pelo y junto a las sonrisas que repartían al atender, daban gran alegría al lugar. En esta oportunidad el local estaba a medio llenar pues había muchas mesas vacías, pero la música folclórica que sonaba en los parlantes estratégicamente colocados en varios lugares del local, lo llenaba con sus sones.
Nuestro personaje, al observarlo desde atrás se parecía mucho a la imagen que tenemos de Sancho Pancho, el escudero de don Quijote, pues la silla parecía muy pequeña para soportar a esa tremenda humanidad de Juan, o era tan inmensamente gordo que no había silla que lo soportara.
Desde fuera de la ventana que daba a la mesa de Juan, se observaba a dos niños que miraban embelesados al gordo Juan como engullía su pernil. Eran pequeños, muy delgados, de unos nueve a diez años cada uno y estaban descalzos. Sus cabecitas mostraban unos peinados modernos, es decir talco, tal como se levantaron. Sus caritas estaban sucias y los mocos se destacaban en sus narices. Vestían ropa andrajosa, unas poleras viejas (que deben haber sido bonitas en alguna época) raídas, sucias y quizás de que colores. Los pantaloncitos rotos en varias partes, sin poder saber de qué color eran. Sus ojitos muy abiertos parecían saborear junto a Juan cada bocado que éste llevaba a su boca, ya sea el pernil o la ensalada.
De pronto uno de los pequeños se animó y golpeó la ventana con una de sus manitos. Juan al sentir el golpear miró hacia la ventana y vio a los dos pequeños que le miraban y con gestos de sus manos le mostraban que querían comer lo mismo que él.
El gordo fue sorprendido por los pequeños, pues a pesar que ellos miraban hacía mucho rato su engullir silencioso, no se había percatado de su presencia. Además lo sacaron de la gran concentración que tenía para deleitar su manjar, que hacía que estuviera solo él y su comida. Fue tanto lo que lo sorprendieron los pequeños, que no supo reaccionar y solo los quedó mirando un buen momento. Quizás fue al ver que estaban tan sucios y sus caritas mostraban tener mucha hambre, que pensó que era cruel verlos en el momento que él comía extasiado y su gordura era semejante a un cerdo.
Mientras ordenaba sus pensamientos se le acercó la muchacha que lo atendía y le preguntó si le estaban molestando. A lo que Juan respondió:
-¡Eeh…sí…! - ¡Digo…no…! Señorita.
-Es que estaba disfrutando como siempre mi pernil, pero de pronto como que me desperté y vi a esos pequeñitos hambrientos que me pedían que les diera de comer de mi plato.
Mientras conversaba con la muchacha, los pequeños al verla se habían agazapado en la ventana para que no les viera.
Fue en ese momento que el gordo Juan, con la voz entrecortada, le dijo a la muchacha si podía ir a llamar a los pequeños para que se sentaran a comer con él, pues por primera vez en su vida se había sentido tan mal de su gula.
Ella le dijo que no había problema, pero que antes lo hablaría con su jefe pues no dejaban entrar a vagabundos, menos tan sucios.
La muchacha se marchó, Juan miró hacía donde se dirigía y la vio conversar con un señor alto y delgado que luego de escucharla, caminó hacia la mesa del gordo y le dijo.
-Don Juan… gusto de saludarlo, Carmela la chica que lo atiende, me ha dicho que usted desea que esos chicos que están en la calle y que se asomaban a su ventana, vengan a comer a su mesa. La verdad es que no dejamos entrar a niños o mendigos al local pues afectaría a nuestros clientes.
Entonces Juan le contestó.
-Mi estimado señor, yo soy cliente desde hace fácilmente diez años de su local y siempre me han atendido muy bien y la comida es excelente. Hasta pienso que mi gordura se debe a lo que he comido acá. Sin embargo, no recuerdo haber pedito nunca alguna atención especial, y ésta creo es la oportunidad para mi de dejar de ser tan cerdo para comer, pero sí deseo ayudar a esos pequeños para que puedan saciar su hambre, que es evidente y me remeció el corazón al verlos a través de la ventana.
-Le propongo lo siguiente. Hágalos llamar y los enviaremos a lavarse sus caritas y sus manos para que estén más presentables y puedan sentarse a la mesa. Yo voy a pagar por su comida y deseo que sean atendidos como los mejores clientes del local. ¿Le parece?
-Don Juan, creo que me ha convencido, usted es uno de nuestros mejores clientes y no puedo defraudarlo, estoy de acuerdo así lo haremos.
El encargado envío a la muchacha a llamar a los pequeños, que al ser contactados corrieron hacia ella para ver que les iba a dar. Entonces les dijo:
-Niños, el señor al que ustedes miraban comer por la ventana, les ha invitado a comer a su mesa con él, pero antes deben pasar al baño a lavarse sus caras, las manos y peinarse para que estén muy presentables junto a él. ¿Les parece bien?
Los pequeños se miraron, y muy sorprendidos solo movieron la cabeza de arriba abajo en señal de aceptación.
Carmela, los hizo entrar y los acompañó al baño del local para que cumplieran con su parte de asearse un poco y les pasó una peineta para que se peinaran. Ella los esperó afuera. Pasaron unos quince minutos, la puerta del baño se abrió y aparecieron dos nuevos niños, con la carita limpia al igual que las manos que se las mostraban a la muchacha. Se habían mojado el pelo y lo habían peinado, con lo cual su apariencia había cambiado muchísimo. Ella les preguntó como se sentían y la respuesta de uno de ellos fue:
-Limpio y bonito señorita.
-¿Cómo te llamas? Le consultó la muchacha.
-Daniel señorita.
Al ver que el otro niño no decía nada, le preguntó.
-¿Y tú como te sientes y cual es tu nombre?
-Pedro señorita.
Les dijo entonces que la siguieran y los encaminó hacia la mesa de Juan. Al pasar junto a su jefe, éste hizo un gesto de admiración al verlos con sus caritas limpias y peinados.
Llegaron a la mesa del gordo Juan, el que al verlos les dijo:
-¡Hola muchachitos, bienvenidos a esta mesa! Tomen asiento – Veo que están muy bonitos.
Ambos se sentaron y con los ojos bien abiertos miraban al gordo que era impresionante para ellos.
-¿Qué les gustaría comer?
Los dos casi al unísono dijeron lo mismo.
-¡Carne señor, nos gusta la carne! – como la suya.
Entonces Juan le pidió a Carmela que les preparara un buen bistec con huevo y papas fritas a cada uno, pues estaba seguro que eso les gustaría.
-¿Y qué desean beber jovencitos?
-Yo quiero jugo dijo Daniel. Y yo coca cola dijo Pedro.
-Muy bien chicos, su comida llegará en un momento, dijo la muchacha retirándose hacia la cocina.
Juan miraba a sus acompañantes y éstos a él, eran un trío increíble, ellos flaquitos, hambrientos y harapientos y él exageradamente gordo, donde seguramente nunca le había faltado algo que comer.
Les preguntó por sus padres y contestaron que no tenían y que vivían a las orillas del río en una casa abandonada. Comían lo que la gente les daba, pero generalmente no tenían que comer. Eran hermanos y no tenían claro si tenían apellido pues no lo sabían.
Juan a medida que escuchaba lo que le contaban sus invitados y miraba sus cuerpecitos tan flaquitos, se le hacía un nudo en la garganta y pensó qué él tenía que ayudarlos, hacer algo por ellos, pues si alguien los trajo a este mundo no podían estar abandonados.
Al fin llegaron los platos para los pequeños y se veían muy sabrosos. La muchacha los puso frente a cada uno y al verlos se les iluminó su carita y se miraron, adivinándose que nunca habían comido algo tan rico. Inmediatamente tomaron el cuchillo y el tenedor para comenzar a saborear ese bistec, el huevo y las papas fritas. Juan les dejó que comieran calladitos y él ahora estaba sintiendo una sensación curiosa de verlos a ellos comer. Pensó en el momento en que él comía y ellos lo miraban por la ventana.
Lo más curioso fue que Juan cuando fue sacado de su goce gastronómico, no había terminado de comerse su pernil, pero ahora que admiraba a esos pequeños comer con tantas ganas, ya non tenía interés en terminar su plato.
Los muchachitos comían con unas ganas que impresionaron al jefe del restaurante y a Carmela que se habían acercado a observarlos. Lo curioso era que ellos sabían utilizar muy bien los servicios y parecían educados al comer.
Juan les preguntó si les gustaba lo que estaban comiendo. Ellos respondieron con alegría que si y que estaba rico. Tomaban su jugo y su coca cola hasta que en los platos no quedó nada. Al terminar Juan los aplaudió y les dijo que se alegraba mucho que les hubiera gustado lo que se comieron con tanto agrado. Entonces les preguntó:
-Chicos, ¿desean comer un postre?
Ellos nuevamente se miraron y asintieron con la cabeza.
-¿Qué les gustaría comer de postre?
- ¡Helado dijeron ambos!
Bien dijo Juan, pediremos tres helados pues yo los acompañaré.
Les trajeron los helados que los tres saborearon y los chicos ya a esa altura sonreían de gusto, pues sus pancitas estaban llenas de comida deliciosa para ellos.
Terminaron de comerse los helados, Juan pidió la cuenta y les dijo a los chicos que quería que lo acompañaran pues tenía ropa, zapatos y un lugar donde ellos podrían dormir. Así lo hicieron, dirigiéndose a la casa patronal de Juan que quedaba a las afueras del pueblo. Lógicamente que el que durmió mejor fue el gordo Juan al sentir que estaba haciendo algo bueno por esos pequeños y por él que se prometió bajar drásticamente de peso.
Guillermo Gaete - Alfildama
25.12.2009 (c)
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