Abrió la puerta para llamar al próximo paciente. Un joven de rostro pálido, desganado y con fiebre le explicó que se había accidentado. El médico lo hizo sentar en la camilla y, para su sorpresa, tenía dos heridas longitudinales a la altura de los omóplatos, casi a punto de infectarse.
Germán las limpió y las vendó con cuidado.
Mientras el joven se vestía, le recetó un antibiótico y le pidió su nombre para la planilla de ingreso.
-Santiago Cordero- le dijo él con voz suave.
Le extendió la receta. El paciente la tomó y se retiró.
Jamás en sus años de profesión había visto heridas cortantes tan extrañas.
Cuando terminó su jornada en el hospital, se dirigió a su consultorio privado y atendió hasta tarde.
Tomó con el auto la autopista rumbo a Luján, donde vivía. Unos pocos metros antes de llegar a su casa, alguien se interpuso en su camino. Apenas pudo frenar y en una brusca maniobra desvió el coche hacia la banquina. La frenada abrupta, lo hizo golpear la frente contra el parabrisas, y le causó una herida cortante que lo dejó aturdido.
Un joven se acercó. -¿Está usted bien?-
-¡Pero usted esta loco!¿Cómo se cruza en mi camino de esa forma?- lo increpó mientras se limpiaba la frente ensangrentada.
-Perdóneme ¿Se acuerda de mí? Soy el chico del hospital, Santiago. Necesito hablar con usted. Quizás le interese saber a qué se deben las heridas de mi espalda.
Levantó su mano, rozó la frente de Germán y la dejó allí unos segundos
-Me encontrará en la iglesia de San Miguel Arcángel- y se retiró.
Germán se miró la herida en el espejo retrovisor y ya no le sangraba.
Pasaron algunos días. El médico trató de no pensar y se enfrascó en su trabajo.
Por la tarde, fue a buscar el coche al taller. El mecánico le comentó que de milagro no se había matado. La dirección del coche se había roto. Un escalofrío invadió su cuerpo.
A la mañana siguiente, atendió en el hospital. Luego llamó a su consultorio y pidió a su secretaria que pasara los pacientes para el día siguiente.
Se dirigió hasta Suipacha y Bartolomé Mitre, esperando que aquel muchacho, no fuera un fanático religioso o algo así.
La iglesia estaba en refacciones. Andamios y una tela negra cubrían todo el frente. Accedió hacia su interior por una pequeña puerta de madera.
Se persignó. Hacía mucho que no entraba a una iglesia y eso lo sobrecogió. Se sentó en un banco. Pasaron unos diez minutos hasta que Santiago apareció. A pesar de la penumbra del lugar el joven parecía tener su propia luz, y no tenía rastros de la palidez de aquel día en el hospital.
- ¿Cómo esta usted Germán?
-Bien- le dijo en un tono molesto.
-Querrá saber cuál es el motivo de mis heridas en la espalda y también cómo dejó de sangrar la suya ¿Verdad?
-Lo escucho con atención.
-¿Tiene usted fe?
-Sí, pero no soy lo que se dice un fervoroso católico.
-¿Qué cree usted que le pasó aquella noche?-
-Que usted se cruzó en mi camino y casi me mato con el coche.
-Usted sabe que eso no es verdad. Yo no me crucé en su camino. No fue un acto de locura.
Germán bajo los ojos y agregó: ¿Entonces fue fruto de la casualidad?
-Abra su mente y su corazón porque debe prepararse para lo que voy a decirle...Yo… soy un ángel.
-Sí, y yo, Superman.
-No, Germán. Le hablo en serio. No es una broma. Fui enviado para enfrentar a Lucifer, que ya está entre ustedes, y las heridas que tengo fueron hechas en una lucha. Su espada seccionó mis alas y en consecuencia soy mitad humano y mitad ángel.
Germán no sabía si reírse o tomar en serio lo que él le contaba.
-Sé lo que está pensando, pero para que usted me crea, quiero que recorra las iglesias usted quiera. Verá que en cada una de ellas, hay una imagen de un ángel con las alas seccionadas. Lucifer las corta como trofeo por cada ángel que derrota.
Dios se cansó de enviarnos y ha dejado a la humanidad a su libre albedrío. Pero hay una esperanza: que yo vuelva para convencerlo de que no abandone a los hombres, y que un alma buena me ayude a curar a todos los ángeles mutilados.
De repente, un grupo de hombres jóvenes salió de la nada y rodearon al médico.
El miedo se apoderó de Germán, aclaró que no sería esa alma caritativa que ellos buscaban. Se levantó bruscamente y huyó del templo.
Santiago lo vio salir, pero sabía que volverían a encontrarse.
Volvió a Luján convencido que ese tipo era un loco o pertenecía a una secta religiosa.
En la puerta de la casa del médico alguien lo estaba esperando. Era el arquitecto Fernández, a quien había citado para hacer algunas refacciones. Lo hizo pasar. Conversaron un rato. Le preguntó cuando empezarían los trabajos. Le respondió que más o menos en un mes.
-¿Por qué tanto tiempo?- preguntó Germán.
Le comentó que debía terminar un trabajo pendiente para la municipalidad: la restauración en una iglesia en el barrio de Barracas por una tarea muy especial, que consistía en reconstruir las alas a los ángeles de la cúpula.
Ante ese comentario, el médico quedó perplejo. Esperó que Fernández subiera al coche, lo saludó, entró en la casa, se sirvió un whisky y lo bebió de un sorbo.
Tomó las llaves del coche y pensó en ir hasta la basílica de Luján. Pero ya era tarde. Recordó una pequeña capilla en un barrio cerca de allí. Cuando llegó, dio un pequeño empujón al portón y lo abrió.
La capilla estaba iluminada. Cruzó la hilera de bancos hacia el altar. Había una imagen de Jesús en el centro y dos ángeles que lo custodiaban. Eran casi de tamaño natural. Se acercó a uno ellos. Efectivamente, le faltaban las alas. Quedó sorprendido al ver el parecido con Santiago.
Retrocedió unos pasos chocando con alguien a su espalda. Era él. Giró la cabeza para ver la imagen y ya no estaba.
-¿Me creé usted ahora?- le dijo Santiago.
Germán cayó de rodillas ante la revelación -¿Por qué me has elegido a mí?
-Por que eres un hombre honesto y bueno, aunque no un devoto practicante, pero eso se puede arreglar-le dijo sonriendo. Además, entrarás directamente en el paraíso sin trámite previo, pues yo, desde hoy, seré tu ángel guardián.
-¿Es que ya me llegó la hora?
-No, todavía te espera una larga vida, no temas. En un tiempo más tendrás la misión más hermosa que enaltece a un hombre.
La capilla se colmó de jóvenes, con las mismas heridas y aspecto que tenía Santiago la primera vez que lo vio en el hospital.
Pasó toda la noche curando a uno por uno. Se conmovía hasta las lágrimas por esos seres celestiales que le agradecían, preguntándose si era digno de tocarlos con sus manos. Afuera, de vez en cuando, se escuchaban febriles aleteos. Cuando terminó, ya todos se habían retirado menos, Santiago. Se mostró ante Germán tal cual era, en toda su majestuosidad.
El médico se arrodilló ante él y el ángel lo bendijo, agradecido. Tomó el maletín y al salir, antes de cerrar la puerta de la capilla, observó cómo ese ser iluminado tomaba posición en el altar.
Cuando llegó a su casa, la luz del contestador titilaba. Escuchó el mensaje. Era su mujer, Marcela, que había ido por unos días a visitar a sus padres.
Tomó el teléfono y llamó a Lincoln. Lo atendió ella misma entre sollozos. Le explicó que había sucedido un milagro. Estaba embarazada.
Germán se desplomó en el sillón y lloró como un chico. Era el hijo tan ansiado, por el que tantos años habían luchado con tratamientos infructuosos.
Comprendió entonces cual era la misión enaltecedora que debía cumplir: ser padre.
Si nacía varón, no dudo en el nombre que le pondría.
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