Capítulo XI
Cuando su mano débil rozó su pezón húmedo y agrio de tanto sudor, sangre, amor y saliva; sus vellos se erizaron al son de las campanas de la iglesia, que contaban ya las tres de la madrugada. Si bien eran pasadas un par de horas de mediodía, nadie se fija en vacíos detalles.
El corazón se estremeció y casi rebalsa las costillas de tanto guardar las lágrimas que el orgullo nunca permitirá esbozar, sino, acaso, hasta diez años después de esa caricia entre tierna y pidiendo auxilio.
Ella se levanta, sin olvidar el antepenúltimo beso de la noche y de los siglos que le siguieron. Se dirige al baño esquivando en la oscuridad los muebles invisibles. Un espejo gigantesco revestía toda su desnudez con el brillo que solamente un objeto con cualidades multicolores podría permitir. Su piel tersa y verdosa daba señales de humo recordándole el tiempo de respiros que le sobraban; unos diez años más tal vez resista. Ya conocía su destino y no haría nada para truncarlo. Dios proveerá a los valientes cielos más dorados y espumosos que a aquellos cobardes sin nada que arriesgar; aunque piensen yuxtapuestamente lo contrario.
La comodidad de la cama y el recuerdo más inmediato lo hacían levitar entre sabanas sucias de pasión. La buscaba con los ojos cerrados en una habitación encerrada en sus propias oscuridades. Ella se encontraba a más de dos metros de distancia: harta lejanía para volverla inalcanzable, en especial a esas altas horas de madrugada. Sus ojos sellados inútiles intentaban despejar la niebla que ocultaban los colores negros de los muebles. Mas no olvidará. La eclosión de tantos sentires guardados, despedazados en un subconsciente floreciente que no quería dormir en paz, que no querrá dormir en paz. Ha desaparecido la picazón que nunca se había cansado aguantar. Ya era cuestión de otra vida, otra realidad.
Él, ensimismado en sus propios sueños cumplidos, no podía ni levantar un peldaño de sus meñiques. No estaba cansado. Pero el aura del amor congestionado en el pecho oprimía cualquier cualidad cerebral, que esperó reaccionar para otro momento más indicado. La mente y la magia no duermen siempre en la misma cama.
Se peinó frente al espejo, y las cerdas del cepillo resbalaron entre sus cabellos morenos, acomodándolos sistemáticamente en filas indias, viniendo de la raíz hasta sus extremos más recónditos. Se disfrazó de ser humano lentamente, sin descuidar mínimo detalle que rebele el pecado; sin ninguna señal que descerebre a su enemigo más íntimo: su marido. La adolescencia había vuelto para irse una vez más; su adultez toma el mando para no dejarlo.
Presentable para el sol, toma sus objetos menos preciados y los guarda en su cartera minúscula. Sale del baño. Besa por anteúltima vez al cordero abstraído, y desde la puerta -con su último suspiro de veintitrés años- regala un adiós que no durará más de unos dos o tres milenios.
Él, sueña en vano. Sueña el adiós, vive la despedida. Se está acabando, y tal vez no vuelva jamás; pero valió tantas penas acumuladas en cajones de silicona y cilicio.
Piensa, no sólo se cierra este capítulo. |