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Capítulo IX





Era una catarata que moría en caída libre a un pozo oscuro semi-estrepitoso que hacía dormir las sirenas de autos eléctricos mientras el colibrí de la esquina parloteaba sinceras blasfemias interrogantes de teorías inmundas de un tal Quimey que sobrevivía solo en su cañaveral caverna de espurias blancas y amarillas sobornado por años de delincuencia consecuentes con transversal movilidad absurdas carcomíendo el oído con ese espantoso…

riiiiiiiiiiiiiiiiiiiiinnnnnngggggggggggggg

Se apagó la oscuridad, y el espantoso ruido volteaba mis oídos notificando que debería enfrentar la verdad. En esas horas de madrugada no había mejor lugar que el sueño, que la marginación, que la cama.
Algo había cambiado. Me sentía incomodo por la ausencia de la almohada bajo mi cabeza. Empecé a buscarla; fue en vano.
El ruido del reloj que seguía taladrándome la conciencia me obligo a cambiar mi objeto de búsqueda, pero por más que extendiera eternamente el brazo, no llegué jamás a apagar ese agudísimo timbre. El colchón se me hizo incansablemente infinito, como si se hubiera decidido a crecer por la noche. Al retirar por fin los parpados, me di cuenta de mi condición. No sólo había crecido el colchón, toda mi habitación aumentó abruptamente su tamaño. No encontraba la almohada por la sencilla razón de que todo mi cuerpo estaba recostado sobre ella.
Para salir de mi insoportable estupor, entre el ruido y el inactivo espanto, me decidí por salir corriendo el kilómetro de plumas hasta saltar a la mesa de luz, subir por el minutero y aplacar ese putrefacto chirrido. Incomprensiblemente ese silencio empezó a vaciarme el estomago, me estaba devorando por dentro. Transpiraba oscuras gota que caían tercas hasta morir en el suelo en ásperos estallidos de auxilio. Le presión reventó mi cabeza y el aire salió en forma de grito por mi boca.
Ocurrió entonces que desde adentro de la obra de Kafka escapó la ruidosa, y tranquilizadora, respuesta de mi grito de silencio. Salió de entre las páginas una clase de pantalla, como todas, blanca de un lado y transparente del otro. Parecía la abstracción de un concepto difuso, caminaba en sendero arabesco hacia mí. Quedé atónito al escucharlo exclamar.
-¡Uno que quiere dormir luego de un arduo trabajo y sale un tarave cualquiera a romperte los sueños! ¿Se puede saber qué le ocurre al pobre pequeño-burgués?
Al fijarse que no recibiría por el momento respuesta alguna, prosiguió con su discurso.
-Sabés… no vivís solo en este plantea- su molestia se hacía notar en su tono como de padre reprochando algo a su hijo- Estás rodeado de seres que merecen respirar tanto como vos.
Un disculpe se me piantó sin pensarlo por la boca. Tal vez haya sido una estupidez, no pude evitarlo.
-Bueno, ya despierto aprovechemos el día, ¿me podés explicar para qué vociferar semejante sapukái?
-No lo sé- y en el instante me corregí- bueno, en realidad debe ser por lo disuelto que me siento. No es que no sepa donde estoy: es mi propio cuarto, pero la nueva perspectiva te mata, vio.
-Suelo sentirme así constantemente- me respondió secando una gota de tinta que caí entre sus pliegues- En especial desde que Mborayhu desapareció.
Luego de dudarlo un momento, se me ocurrió escupir toscamente la pregunta.
-¿Qué es usted?
-Solía ser una página- me dijo volviendo a la calma- un relato que brindaba sabiduría a quien lo quisiere; horas hablando al pueblo de nuestro katupyry.
-¿Cómo?
-Parece que sos extranjero. Tuve que haberlo notado en tu acento. Aquí tenemos una jerga a la que llamamos guaraniete. Nos sirve para confundir a los tahýi. Katupyry viene a ser como la conciencia colectiva.
Asentí con la cabeza, aunque seguramente mi rostro revelaba mi confusión.
-Y ahora que estamos en confianza le pido una disculpa por no haberme presentado, luego de tan escandalosa aparición. Sabés, hace tiempo que no hablo con otro koygua. Pues… me llamo Akaraku.
-Quimey.
-Y cómo le va a Quimey, si se puede saber.
-Un poco desconcertado. No me es habitual hablar, por lo menos en vos alta, con una página.
-Como ya he dicho, yo solía ser una página, que junto con Mborayhu conformábamos una hoja. El anga del katupyry se murmuraba detrás de nuestras espaldas. Éramos entidades resperables. Hasta que un día llegaron los tahýi con sus nauseabundas mandíbulas a llevársela de mis brazos. Desde entonces soy un angue golpeándome de pared en pared buscando algún sueño, un hecho tan inverosímil como encontrar mi tory.
-Disculpe.
-No, no hay por qué, vos sólo hiciste no hacer nada.-y volviendo la vista con vos de padre prosiguió- ajora te toca contar tu historia.
-Podría decirse que yo era un hombre de altura. Medía metro y medio más.
-No te preocupes que la costumbre siempre mató toda sorpresa. Aquí tenemos un refrán que dice moambue nos acerca a la tory. Sería algo así como que el cambio lleva a la eternidad. Puesto que si parece que el moambue, desde todo punto de vista, dije todo punto de vista, empeora tu kove, moambue una vez más y encaja mejor en el che róga opyta.
-¿Y qué vendría a ser ese che róga opyta?
-Sería así como un dios, una voluntad a la que todos pertenecemos y donde todo depende del koygua vecino, y no del mayor número, sino a la totalidad de ellos.
-Es poético lo que dice. Yo creo más en la voluntad del individuo, del hombre-poeta, que en una masa que al congestionar las ideas, las pudre.
Me encaró luego con desesperación.
-¿Porqué no quebrás tu estúpido hielo si no sirve más que para cagarte de frío? Nada más cierto que abrazarte a la totalidad como fuego a la leña. Ára haku. Deberías morder en cada abrazo y no solamente ponértelo a rimar.
Cansado de tanta absurda filosofía barata y zapatos de goma que aprietan los pies, me apuré al decirle.
-Bueno, paremos de bellas poesías que debemos volver a la realidad. Mirá: me gustaría que me ayudes a salir de acá, o volver a mi tamaño origina. Cualquier cosa es buena. Has sido libro, algo deberías saber.
-El tahýi lo hacemos entre maymáva, bueno, entre todos. A veces las palabras entorpecen la comunicación.-y volviendo a su rol de padre- aunque con esfuerzo conjunto siempre podremos entendernos.
Yo le sonreí para disimular mi hartazgo de sutilezas moralistas. Prosiguió:
-Si bajás por esta misma mesa, enseguida te vas a encontrar con la ruta Tape Guasu. Te llevará hasta la Teregüahe Poraite. Es el pueblo de los tatarendys: unos amigos que no veo hace mucho tiempo. Son unas koyguas que, aunque no muy sabias, tienen la solidaridad a flor de piel y seguramente harán lo que le sea posible para ayudarte. Disculpá si no te acompaño, pero todo esto me trae a la memoria varios recuerdos que quisiera guardar en mi corazón.
Se retiró lastimado para dormir nuevamente entre sus sabanas de celulosa. Por mi parte seguí las indicaciones recibidas para andar por la Tape Guasu, que al ser parte de mi cuarto, lo conocía como la palma de mi mano… luego de ponerla bajo el microscopio.

Se halcón revoloteando en vano juicio, buscando aquel monte morado en donde apoyarse por lo que te queda de plumas leves. La brisa canta entre tus alas en expansión. Respira entre tu libertad amplia y a la expectativa. Las corrientes marítimas silbaban a gran distancia de tus oídos. La presión atmosférica disminuía, indirectamente proporcional a las alturas alcanzadas. El viento dirigía vagamente tus vicisitudes. El monte más alto te esperaba, junto a la felicidad perpetua. Hasta que despertaste.
Abriste los ojos como arrepentida de la hora que hacía. Domingo agrio de lluvia en las ventanas. Tus persianas cantaban en tu fiaca de brazos expandidos. Ves el té que todavía respira en tu mesita ratona. Piensas en lo bueno que es el Alberto y casi lagrimas, pero has resistidos instintivamente. Lo tomas mientras tus ideas indican las perspectivas a donde quieres una biblioteca. Te levantas y cambias de persona.
Se paseaba entre los cuartos mirando aquel titilar de luciérnagas que nunca fueran empapeladas en aquella pared blanquísima. “Engarza en oro las alas del pájaro y nunca volará al cielo”. Mira la ventana, porque para eso están hechas, para detener al sujeto, mojado en movimiento, sea intelectual o físico. Lee “hacía falta una revolución para traer de nuevo al hombre al sentido común”. El sentido común es algo que se ha perdido, pero, ¿cuándo se lo obtuvo? “Por no tener ninguna idea de la bondad el hombre es naturalmente malo”, Hobbes, tan lógico como inglés, a menos que creamos en cuentos de hadas o en las maravillas de Lewis Caroll. “Las nociones de bien y de mal son innatas en el alma humana” La existencia de Dios no justifica su doctrina. La primera causa del té que se vuelca en mi vestido. El efecto de mi pierna blanquísima que teñida en tibia espera. Una mano con burgués repasador pasando por mi piel. Miro como ventana. Veo un punto de indescifrable sonido entre mi pupila y la pollera. El punto se suspende en el tiempo. Lo miro, se que del otro lado me quemo, pero no controlo mi conciencia. “Los romanos se contentaron con practicar la virtud, y todo se perdió cuando intentaron estudiarla”, ¿cómo estudiar la virtud? El hombre primogénito vive de un sentido primogénito, de una intuición en voz de la razón. No tenía más opción que una experiencia, una única experiencia, para decidir entre sobrevivir o vivir. Por suerte eligió en post de la humanidad toda. Luego apareció la matemática aislada en sus propios teoremas y una poesía siempre tan injusta, mientras Karamasov mostraba su Dios que por defecto todo lo permite. “Paso de la minoría a la mayoría de edad mediante el triunfo de la razón”. “La madurez del hombre es haber vuelto a encontrar la seriedad con que jugaba cuando era niño”. Alberto del otro lado entre sus números no responde a ninguno de los dos patrones. Un bombero solo sobre una balsa en el medio del océano, estudiando su manual de cómo apagar un generador en llamas. No hay que ser hipócrita. Su soledad en medio del océano, al otro lado, significa que está, aunque sea en medio del océano. Si perforo una de las luciérnagas, con todo y pared, miro por la rendija y se deja expresar con todo lo que le es permitido expresarse sin intentarlo. Gritando, el mate pondrá verde la estancia. Será un verde de este lado de la nada, que es como un perro meneando la cola sobre un tapete ocre home sweete home. Camino para matar a todas aquellas luciérnaga que por más luz que tengan nunca estuvieron. He aquí el príncipe entre sus números interplanetarios.
-¿Querés mate?
-Dale
La pureza ordinaria: el Adriancito entre trompos y sus alas de oro. Viro la vista y una silueta se acaba de levantar de la silla. Camina hacia mi dirección con todo ese olor a hogar de familia a contraluz, de persianas entreabiertas. Alberto le sonríe. Ella dice estar contenta.

Cuando llegue a Teregüahe Poraite recordé que era la marca de lápices que compré en aquella librería. Me propuse reír, no obstante tuve que abortar para buscar auditivamente unos ronquidos profundos y constantes. Parece que todos duermen en estos tiempos. Me molestaba no ver a nadie a mis alrededores. Como desorientado continué el paso hasta tropezar con un lápiz, que se elevó frente a mí.
-¡Pedazo de kure, mirá por donde caminás! – me gritó - ¿Qué te creés que sos?¿un tahýi acaso?, tarave.
No tenía la menor idea de lo que me estaba diciendo. Atiné pues a mencionar el nombre de Akaraku: parece haber sido un golpe de efectos bastante certeros. Su mirada dio un giro de 171 grados. No es que me haya sonreído, no tenía boca para hacerlo, pero su vos se torno harto más cordial. Me ayudó a levantarme, a lo que dijo.
-Maiteipa querido amigo, como anda el viejo Akaraku.
-Como trompada. Llorando con su absurdo romanticismo por los rincones.
-Lo que ocurre- me reprendió con voz potente, segura y un poco molesta- es que las páginas son koyguas muy diferentes a mí o a ti. Verás: una hoja está formada por un par de páginas. Al decir par estoy agregando la cuestión de la complementariedad al concepto. Las otras hojas funcionan en Akaraku como partes de su mismo libro, pero sin su otro lado, sin Mborayhu, Akaraku no es más que una pantalla virtual que rueda sin katupyry ni anga.
-Puede ser que tengás razón, pero tampoco es como para escupirme en la cara.
-Disculpe: es que a veces me exalto de más. Tengo una gran admiración por el anga del katupyry. Me dolió tanto ver quebrar su mbyja y su brillar. Él era como nuestro profeta señalándonos el camino. Aunque duela, siempre hay que intentar seguir en la lucha. Kava se sabía muerto al picar a Aña, pero sus ideas fueron más fuertes que su propia vida.
-¿Me podés explicar quiénes son esos Kava y Aña?
-Al parecer sos de los tantos que duermen en su termo. Kava era una abeja del partido; Aña, el rey de las pesadillas eternas, el mburuvicha. Nosotros, los tatarendys, escribimos en las vitrinas la voluntad del pueblo, pero nos vuelan las cabezas por pintar en colores diferentes. Sin embargo, pese a todo, los lápices seguirán escribiendo, aunque se quiebren sus puntas; las abejas seguirán picando dejando su vida en los aguijones y los libros continuarán sus enseñanzas sin dejar que la censura lo esconda. Podrán borrar a una koygua, pero nunca su anga.

Llueve, es muy de mediodía para llover, pero nadie evita que lo haga. Alberto le pasa sonriendo la yerba, ella indiferente la sirve en el mate. Agita velozmente. Sopla los puntos verdes, esparciéndolos entre las partículas de piel que contienen al aire; aquellas que alguna vez fueron vida y ya no son más que yerba en suspensión. María acomoda la bombilla, apaga el agua; él la mira con dulce tristeza. Ella moja el mate amargo y se lo pasa al Alberto haciendo apuntar la bombilla a sus propios senos. Él entiende que la yerba ya está lavada y el agua tibia.

En eso escuchamos varios alarido que nos rodearon indicándonos que: “¡ahí vienen los tahýi, hay vienen los tahýi!”. Por reflejo acompañé a la maza en su huída, hasta que una hormiga, lanzándose sobre mí, logro inmovilizarme. Entre esas cosas que se saben sin entender demasiado porqué, me entero de que atraparon a siete lápices y mataron una infinidad de libros.
Le echaría la culpa a la confusión y la adrenalina del momento el no darme cuenta antes que tahýi significa hormiga en guaraní, igualmente ya no tiene importancia. Estaba atado, rodeado de asquerosos insectos, y nos estábamos dirigiendo, como me dijo el lápiz rojo, al Aña Reta, donde se encontraría en su trono el tan mentado Aña. Probé dialogar con un tahýi para indicarle que estaba en un error. Que sólo pasaba por ahí. Que no tengo nada que ver con nada. Hizo caso omiso de mi irreverencia, algo habrá hecho, susurró tapando sus oídos con cemento. Un gran amante del prójimo.
Fue cuando llegamos hasta Aña Reta cuando caí en la cuenta de que nos estaban arrastrando hasta la jaula del Rafael, que resultó ser Aña, acompañado de las cruces que había dejado la noche anterior. Al ver ese cuadro se me apareció en la cabeza, y sabía por qué, “La Trinidad Rodeado de seis Santos”.
Que contradictorio. Tanto esfuerzo alimentando a esa maldita tortuga, que sorda y lenta no entendía de razones, mandándome a la muerte. Sin ley, juez ni proceso, me condenaron sin culpa alguna. Una bolsa de caramelos abrazaba todo mi cuerpo sin permitirme respirar siquiera. Luego me arrojaron a un inmenso mar, que yo creía mi inodoro.
Empecé a caer como en la mayoría de mis sueños. Siempre he buscado caer, mientras la mayor parte de la población quiere volar. Caer es así como un placer pasional. Me he demostrado en la teoría millones de razones para volar como el viento. Pero las cataratas aparecen y me tiran abajo, mojado en la nada de la muerte que era ese mar, de oscura y vulgar mierda.
Cuando Quimey terminó de caer se encontraba empapado de sudor sobre el suelo, en el lado derecho de la cama, en su tamaño original, con un pequeño golpe en la cabeza, nada grave. Lo ve al Rafael justo a su lado. Lo toma del caparazón dispuesto a tirarle por la ventana. Se percata de lo poco lógico que suena. Es una linda poesía, una tortuga menos finito que el hombre volando trágicamente por los aires. Sin embargo, no es más que esa efímera poesía, y el problema todavía rodaría por el cuarto.
Tomó las llaves. Bajó por escaleras para agarrar por Agustín Tosco como yendo al centro. La lluvia había cesado y el sol le daría duro en la cara si no fuera por el gorro de lana que le robó a Diana. En eso aparece una manifestación. Ese inmunda masa de gente que se congrega cantando las mismas rusticidades unos a otros. Recuerda las descripciones tan minuciosas del Zurdo acerca de estas cosas. Les acompaña, como quien no quiere la cosa, el paso. En eso aparecen los tahýi y algo del che róga opyta empezó a zumbarle los oídos. Arrancó un cascote del asfalto. Lo miró, y, riéndose, pensó que ésta se la dio el Zurdo. Para peor, tuvo la puta puntería de darle entre los ojos al sargento. Con una única señal de sangre, salieron todas las hormigas al humo; a lo que le respondieron más lluvias de cascotes, y la estampida de koyguas en raje simultaneo.

-Alberto, cuidame al Adriancito, voy a aprovechar que se despejó para visitarlo al Ernesto.
Salí a la calle y en un santiamén vi pasar el colectivo, levanté la mano y me subí. Estaba en mi divagaciones cuando me di cuenta que el bondi agarro por una calle que no acostumbraba cruzar. Me levante del asiento, presioné

riiiiiiiiiiiiiiiiiiiiinnnnnngggggggggggggg

Me dejó en la esquina. Vuelvo sobre los pasos del colectivo para subir por Tosco, que a nueve cuadras está la institución. Cuando doblé la esquina comprendí el desvío del transporte público. Una multitud de gente empezó a traspasarme en su huída de los canas a caballo. Quedé estupefacta e inmóvil. No atiné a huir y me quedé allí parada, esperando que el capitán venga con sus macanas a partirme la cabeza. Por suerte aquel pibe se anticipó y arrastrándome por la mano me hizo correr, doblar por una esquina, abrirse paso a bastonazos limpios entre distintos transeúntes. En la maratón se sacó el chaleco mojado en rojo; no había percatado su sangrienta herida. También dejó perder uno de sus zapatos de goma. Quería verle el rostro pero un gorro de lana ocultaba su cara. Por fin, en algún pasaje los perdimos. Nos refugiamos detrás de uno tachos de basura.
Los nervios estaban que reventaban. Nos abrazamos en silencio esperando que todo pase. No era para preocuparse, pues ese todo pase no duró más de media hora. Cuando volví en sí, recordé el chaleco en rojo. En ese momento toda mi ropa estaba infestada de su sangre. Le subí la chomba para ver la profundidad de su herida; pero con un movimiento brusco se soltó de mis garras, me tomó del mentón y me partió la boca con la suya. Estaba desorientada. Disfruté con angustia ese beso, que sin saber porqué, me parecía familiar. Recordé.
Al abrir mis ojos todas las dudas se habían disipado. Era él, con sus ojos de océano encerrados. Logré desprenderme y salir corriendo; Quimey era más rápido. Cuando me alcanzó a mitad de cuadra, empecé a golpearle el pecho con puño cerrado. No hizo nada para evitarlo más que morderme los labios, que fueron cediendo terreno. Llorando retire mi rostro y le di una cachetada que no me reprochó. Dilapidé largas lágrimas sumergidas en sus hombros, dejando en nuestro ropaje una mezcla de tierra, agua, sangre, aire y tiempo.



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Texto agregado el 07-01-2010, y leído por 127 visitantes. (0 votos)


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