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Mosquito no mortifique/ con su canto malsonante/ si me pique no me cante/ si me cante no me pique.

Desafinada. Inexactamente gallega. Así sonaba mi abuela cuando cantaba cosas de una España que jamás conoció, de una España heredada de su esposo. Cantaba con una voz prestada que yo no podría recordar y que ella no escuchó por más de veintiocho años.

Crecí escuchando esas canciones cuyas melodías tardaba en reconocer cuando fui grande; con el cuerpo lleno de una música que jamás iba a ser escrita en pentagramas.

Las penas son de nosotros / las vaquitas son ajenas

¿Cómo entrever a Yupanqui en esas melopeas repletas de desaciertos? ¿Cómo aprehender una protesta rural cantada con aires de muiñiera y escuchada desde la altura musical de mis cinco años?

Un enano y un gigante /se encontraron una vez /al principio se trataban / de mucho servir a usted.

Porque además de canciones había palabras; rimas sencillas o historias increíbles: todo servía. Todo era arcilla fresca que mi abuela moldeaba a encanto ajeno.

Sin esfuerzo la veo agigantar su cuerpo más allá de su metro sesenta en merma, o ponerse de rodillas a mi altura para terminar hecha el ovillo desde el que se requiere contar cuentos fantásticos. Cuentos que nunca supe si alguna vez fueron escritos.

Vuelvo sin máculas a buscar esas modulaciones exquisitas de la piel, esas mareas del alma; esos silencios livianos y frescos que mi abuela seguro no aprendió en su escuelita de campo.

María. No necesitó segundo nombre. Sin esfuerzo hubiera sido la musa inspiradora de Castillo para el tango.

Afirmo con la ventaja del adulto que mi abuela podía hacer plástico su cuerpo porque su alma también era maleable. Y que podía soplar las palabras como quien hace vidrio, porque el impulso creador es privilegio de los dioses. Y que siempre tuvo la esperanza de que en sus canciones existieran por lo menos dos notas que combinasen; motivo suficiente para ser feliz.

Un otoño gris de melancolía su voz se puso pequeña y triste. Una máscara de oxígeno tapó de golpe las historias; una cama analfabeta puso en reposo obligado los fonemas.

Era el tiempo de tomar a las palabras por sorpresa. De liberar a las letras de sus libros. De desenmascarar a los silencios.

Fui a su habitación. Le tomé la mano. Y sucedió. Primero fue un hormigueo en los dedos de mi mano izquierda. Después, el calor de una herida. Un ardor picante en el torrente sanguíneo. Asustado; separé las falanges: ella retuvo mi muñeca con una fuerza unánime. Mis ojos observaron con asombro y con recelo el movimiento de las venas; el fluir viscoso y exagerado de la sangre vieja. Quise mover mi brazo útil para liberar mi muñeca adormecida, pero la misma fuerza extraña e invisible inmovilizó mi gesto. Con aprensión percibí el recorrido violáceo de los vasos engrosarse de abajo a arriba, en un trazado perfecto que ahora llegaba hasta el doblez del antebrazo. Convencido al fin de que nada podía hacer, consentí ese destino de unión con aquella persona que, sin dudas, nunca había conocido demasiado.

Mis ojos tardaron nada en aclararse para observar la maravilla que siguió: los coágulos bajo mi piel comenzaron a licuarse, a circular como hidratados, siempre arriba, al corazón. En ese torrente deshilachado empezaba a distinguirse, nítido y superficial, el pasaje de millones de letras hilvanadas por salivas de sangre; de cientos de pentagramas con notas confusas o mal ubicadas que sin embargo llegaban domésticas y sin misterio al centro mismo del pecho.

Y entonces conté. Conté historias que nunca me contaron. Llené el cuarto de palabras, de notas, de historias fantásticas que jamás llegaron antes a mi oído. Fabulé, pasé a poesía las prosas más extrañas y exquisitas; narré poemas de rima irredimible. Fui cocinera de campo en la pampa húmeda, labradora imaginaria en la Coruña, esposa de mi abuelo, madre de mi padre, abuela de mí mismo. Conté con el alma moldeada por la sangre tibia que inundaba el cuerpo entero de corcheas y de signos. Me hice gigante para enfrentar las historias de mis miedos y pequeño para contar complicidades.

Y en la mejor de las historias, en el súmmum de los finales, descubrí mi mano izquierda volando por el aire, creando, girando; y mi cuerpo entero sin poder detener su movimiento hasta relatar el final de esa historia sin testigos, de ese musical inverosímil, comedia infantil o tragedia adulta.

Terminó. Toda mi abuela era el hálito que logró transmitir como la más sutil de las herencias. El resto era un disfraz que ella olvidó sobre esa cama, en esa tarde de agosto. El disfraz de su mejor historia.

María, la mas mía, la lejana./ Un otoño la trajo, otro se la llevó.

Texto agregado el 06-01-2010, y leído por 78 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
06-01-2010 Ahh, e vocación, de evocaciones y equivocaciones vive el hombre. Como esa canción gallega que dice: María, la de la pata fría! marxtuein
06-01-2010 Precisoo texto, sutil y atrapante, con una fluidez envidiable en su lenguaje. viento_de_oriente
 
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