Hay días como estos en que todo sale mal. Desde que me levanté todo estuvo de maravilla para que la mala suerte me tomara por los pies y me avisara que era ya muy tarde para iniciar mi rutina matinal.
Con los ojos hinchados, las piernas descubiertas y con más frío que de costumbre, decidí ir a hacerme un café. Encendí la hornilla, puse una pequeña hoya con agua y “puf”, se acabó el gas. La llama se esfumó de tajo. Ni siquiera lo hizo de forma gradual para que me fuera acostumbrando a la idea. No. Simplemente se apagó en un abrir y cerrar de ojos, como si estuviera esperando la sorpresa en mis ojos.
Con un poco de frustración, decidí tomarme un vaso de leche helada que me dio más frío todavía. Ni modo… tenía que bañarme en menos de 10 minutos y corrí a la ducha. Me metí bajo el agua con ese grito de desaliento que causa el contacto de lo frío en la piel caliente.
Después de respirar fuertemente un par de veces, conseguí mantener una tensión estable en mi cuerpo. Tomé el shampoo rápidamente y le di un escaso masaje a mi cabeza. Luego, froté mis manos en el jabón y me espumeé el cuerpo. Abrí el grifo para despojarme de aquella nube olorosa en la que me había envuelto y, ahora sí, el agua me fue anunciando que se estaba debilitando. Poco a poco y al ritmo del disminuido chorro sentí que la úlcera se me despertaba por dentro.
Tenía los ojos ardorosos, el cuerpo entumecido. En contra de mi voluntad y con más cólera que resignación bajé, salí al patio (desnudo y como estaba) y llené un depósito mediano con el agua de la pila que había pasado la noche expuesta al frío de la madrugada.
Regresé al baño. Comencé la rutina de echarme con miedo el agua. La operación fue lenta. El temor se materializó al sentir aquel hielo derretido sobre mi cuerpo. La ira iba aumentando. La misma operación me pasó un día antes y el anterior a ese. Ya una tercera vez era demasiado. Mi tolerancia se rompió, se acabó, se esfumó. ¡No sé qué diablos se hizo!
Salí del baño con la sensación de que todavía había jabón en mi piel. Me sequé el pelo y tuve la idea de que también ahí el shampoo hacía de las suyas todavia. Comencé a gritar, porque en mi mal estado me acordé de todo lo que me faltaba hacer por la vida y que no podía: no había instalado una cisterna, se iba la energía en mi casa constantemente, me frustré por vivir ahí, me frustré por no ganar más dinero para alquilar otra pieza, ví mi ropa ajada y desteñida y fui conciente de mi apariencia desgraciada. Bajé corriendo de la habitación y suspiré una vez antes de salir. Me pregunté a mi mismo si se me olvidaba algo y el desánimo bajó mis ojos respondiéndome “¿y qué si se te olvida?”.
A dos cuadras de llegar a mi oficina me sentí mareado y caí en la cuenta de que, por segunda ocasión consecutiva, me olvidé de tomar mi pastilla contra la úlcera. Tenía frío, tenía hambre, tenía aquella modorra del que no toma su café y, como consecuencia tenía una mala actitud ante todo.
Cuando llegué donde Isa mi cara estaba descompuesta. La tomé de la mano, la besé y luego la solté. Le comencé a poner queja d mis males mientras caminábamos. Me desesperé porque ella no me decía nada. Entonces decidí no contarle nada más a ella, pero no paré de hablar. Seguía (diciéndome a mí mismo y en voz alta) maldiciendo el destino de aquel día, la miseria de mi vida, la lucha constante por sobrevivir sin, realmente, poseer nada. Quería gritar. Estaba frustrado.
Fue hasta entonces que Isa me dijo: “no te pongás así, amor, estás a la defensiva”.
- Noooooooo- respondí yo en un todo severo,-- No estoy a la defensiva, estoy a la ofensiva.-- Le dije a mi pobre mujer muy cerca de su cara y con los ojos descompuestos. En el fondo, sabía que ella no tenía la culpa y que el infortunio me lo provocaba yo mismo; pero no era aquello lo que quería oír.
Ella guardó silencio y yo también. Ni la miré, ni le tomé la mano. Sabía que no podía desquitarme con ella ese mal día que me había dado una úlcera más profunda, un frío que rozaba la hipotermia y un dolor de cabeza en busca de cafeína. Quise estar solo y le comuniqué: “nadie dijo que debía estar siempre contento; también tengo derecho a mis malos días”. La besé, le dije que la quería y me fui directo a la oficina. “Es solo que no sé qué hacer”, dijo con humildad a mi espalda. No regresé la mirada, pero supe que mi fortuna estaba en ella.
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